El temple y la seriedad teológica de este libro, hay que decirlo, exige al lector que no sólo se interese por el autor estudiado sino que verdaderamente advierta la importancia del mismo.
Y eso lo hace sin insistir todo el tiempo en ello, puesto que más bien los autores demuestran que aprendieron bien la lección de su maestro a la hora de emprender la tarea de evaluar una labor teológica tan consecuente. De esta manera,
los Roldán consiguen varias cosas al mismo tiempo: un retrato fiel de Míguez Bonino, considerando incluso aspectos autobiográficos, un resumen de las líneas dominantes de su pensamiento y, también, una proyección sobre la manera en que el autor de Espacio para ser hombres seguirá vigente en el ámbito latinoamericano, y no únicamente protestante.
Alberto, que es quien sintetiza la vida de Míguez, no se apoltrona en la contemplación de la personalidad de su admirado profesor y completa el impulso de relacionar la biografía con los frutos de ese trabajo teológico. Luego de presentar los aspectos biográficos acomete el análisis de los “ejes centrales” de esta teología y apunta sobre sus fuentes:
Míguez Bonino apela no sólo al testimonio de las Escrituras, sino también a la tradición patrística, medieval, moderna y contemporánea sin dejar de tomar en cuenta lo mejor de la filosofía y la sociología para cada tema en cuestión. Fiel discípulo de Karl Barth (aunque no haya estudiado con él) se puede ver a Míguez Bonino con una Biblia en una mano y el diario en la otra. Sus exposiciones tienen siempre un tono pastoral y denotan un enorme esfuerzo por pensar la fe para cada momento de la historia.(p. 35)
Y en ese tono se mueve todo el tiempo al explorar los temas preponderantes de Míguez. El Reino de Dios, como paradigma central, “apareció recurrentemente en sus textos”, señala, y advierte que “la principal fuente para entender” lo que significó para él dicho tema es una ponencia presentada en diciembre de 1972, en la que Míguez buscó, según sus propias palabras, y en una época en que aún no se clarificaban bien sus coordenadas, “entender la presencia activa del reino en nuestra historia de tal modo que podamos adecuar a ella nuestro testimonio y acción”.
No era usual semejante valentía conceptual dentro del protestantismo latinoamericano, sobre todo a la hora de clarificar posturas ideológicas y espirituales ante las nuevas exigencias que se presentaron coyunturalmente a las comunidades. Tal realidad escatológica debía presidir absolutamente todo lo que hicieran las iglesias, aunque si bien, Míguez reconoció que el kairós no llegó a la manera en que se esperaba, las exigencias siguieron y siguen vigentes.
La Trinidad como criterio hermenéutico fue otro de los jalones metodológicos que presidieron el trabajo de Míguez, pues pudo distinguir enfáticamente la diferencia entre la creencia eclesial de la Trinidad divina y la “realidad ontológica y económica” de las personas trinitarias en la historia(p. 43).
Algo similar sucede con su visión sobre la iglesia y la unidad para la misión, un tema que lo apasionó y sobre el que también escribió páginas memorables.
A. Roldán comienza su análisis desde la manera en que Míguez evaluó el Concilio Vaticano II al participar en él como único observador protestante latinoamericano. Las preguntas incisivas que lanzó al concilio mismo en marcha y a sus resoluciones son una muestra más de su capacidad para concentrar problemáticas teológicas de gran alcance. Una de ellas, fuertemente crítica sobre el espíritu y la disposición renovadora del concilio, la cita Roldán
in extenso: “Es posible cumplir tal programa sin tocar la rigidez formalista de cierta teología de escuela, sin modificar la despersonalización objetivista de una concepción puramente jurídica de la Iglesia sin conmover el control paralizante de la centralización curial, sin abrir la mentalidad antimoderna del clericalismo —para limitarnos sólo a las cosas más evidentes y superficiales? (p. 48). Con este mismo ímpetu se acerca a otras obras de Míguez en donde afloró su preocupación por el impacto de la unidad en la misión de la iglesia, como
Integración humana y unidad cristiana (1969). En este sentido, su posición fue contundente: “Una Iglesia dividida en un mundo que busca la unidad es el más trágico contrasentido que pueda imaginarse” (p. 51). Más bien, la Iglesia ofrece un paradigma de unidad humana y debe ser un camino abierto “a la comunidad humana universal” (p. 52).
La ética política cristiana es el último gran tema que desarrolla A. Roldán con especial soltura, pues la atención prestada a este tópico tan controversial vuelve a manifestar cómo Míguez fue un pionero y practicante de las ideas que consolidó en sus textos.
Desde 1964, esbozó la idea de los “Fundamentos de la responsabilidad social de la Iglesia”, como se decía entonces. Un título muy parecido tenía un texto preparado para la primera reunión del movimiento Iglesia y Sociedad en América Latina (Lima, 1961) y que apareció aumentado en un libro colectivo es el testimonio de esta tendencia. A partir de los cuatro modelos que analiza allí intenta aplicar algunos principios para reformular dicha responsabilidad en términos bíblicos y cristológicos. Ellos son: la actuación de Dios en la historia para “crear una comunidad solidaria y responsable”, la creación divina de “un ser humano maduro, responsable y libre” y la operación de la encarnación en el mundo. No obstante lo cual, la falibilidad y precariedad de las decisiones eclesiales y de los creyentes por separado, obstaculiza en ocasiones la consecución de los planes divinos.
A. Roldán traza el desarrollo cronológico de esta temática en los libros de Míguez: desde
Christians and marxists (1976) hasta
Poder del Evangelio y poder político (1999), pasando
La fe en busca de eficacia (1977) y
Toward a Christian political ethics (1983). El primero de ellos fue resultado de unas conferencias expuestas en 1974, en Londres, gracias a la invitación de John Stott y Langham Trust. En todos ellos, Míguez habla como un cristiano comprometido con su tiempo que abre los ojos a la realidad y desea dialogar con las corrientes que dieron cauce a profundas transformaciones sociales, como el marxismo, pero sin abandonar jamás el horizonte evangélico.
Las alianzas estratégicas, decía, no deberían ahogar la aportación específicamente cristiana al cambio social. De ahí sus nuevas y acuciantes preguntas en el libro de 1983: “¿Es posible una ética político-cristiana que sea operativa en la esfera pública? […] ¿Cómo puede el cristianismo responder a las nuevas prácticas y concepciones de la vida política en el mundo moderno?” (pp. 67-68).
Nunca abandonaría, al calor de estas preocupaciones urgentes, el sentido evangélico de la justicia, pues su teología que siempre buscó encarnar el Evangelio ante las realidades humanas más sentidas, quiso ser eso precisamente, una encarnación de su impacto para beneficio de las personas.
Para eso, concluye A. Roldán, fue y es preciso que se encarnaran el Logos, la Iglesia y la propia teología mediante procesos muchas veces dolorosos, pero ineludibles. Es un búsqueda de pertinencia y eficacia a como dé lugar.
Esta cita de Míguez sobre la comunidad cristiana, procedente del citado texto de 1964 (hace casi 50 años), bien puede servir para confirmar el análisis:
[…] ni la Iglesia como comunidad, y menos aún el cristiano individualmente son infalibles. Muy por el contrario, todas ellas están infiltradas de la precariedad y el error de todas las decisiones humanas. Pero no por ello estamos justificados en eludirlas o postergarlas. Jesucristo, el Señor, no interrumpe su acción en el mundo. El testigo de Jesucristo no puede demorar la suya, que no es, en suma, sino el esfuerzo atrevido de la fe por estar en cada momento con su Señor allí afuera, donde Él libra sus batallas en medio de las vicisitudes de la historia humana.(pp. 77-78)
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