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Monstruos en el lugar más bonito del mundo

“Has dejado entrar monstruos en mi casa, en el lugar más bonito del mundo”.
PREFERIRíA NO HACERLO AUTOR Jordi Torrents 08 DE SEPTIEMBRE DE 2013 22:00 h

Hoy ha sido un día raro: he visto como un ciclista se paraba a mi lado en un semáforo en rojo, el señor de un bar me ha sonreído al devolverme el cambio y ha muerto Elmore Leonard. Y le ha dado por hacerlo en un suburbio de Detroit, ciudad en plena decadencia, en lugar de buscarse un entorno glamouroso al estilo New York o Los Ángeles, pero eso sería tópico y aburrido.

Por eso me gusta Leonard, por huir del cliché del escritor posturitas y que se aguanta la barbilla en las fotos para hacer como que piensa. Bueno, y por sus libros. Y por su delicioso decálogo sobre la literatura; búsquenlo, sacien su curiosidad, aunque les adelanto que concluye advirtiendo que si un texto suena a escritura, hay que reescribirlo.

Leonard, aunque flirteó con el éxito y puede presumir de contar con Paul Newman, Peter Falk, Mickey Rourke, Tarantino y, atención, Charles Bronson, en adaptaciones cinematográficas de algunas de sus historias, era un escritor descarnado, crudo, rudo y directo. Y muy bueno, claro.

Pero repito, hoy ha sido un día raro y yo ya estaba parapetado ante mis apuntes sobre otro escritor (John Verdon, que lo sepan), cuando me han venido a la mente los ojos del ciclista clavados en mi, como diciéndome que estaba destruyendo la capa de ozono (esa que Bonnie Tyler agujereó en los 80 con sus botes de laca); el olor a lejía del trapo del camarero (lo llevaba colgado, más bien enganchado, en el hombro), y la mirada socarrona de Leonard, al que seguro que algún día soñaré mientras me echa la bronca en un taller literario diciéndome que no use la expresión “de repente”, que no incluya más de una exclamación cada 100.000 palabras (a no ser que sea Tom Wolfe, pero los trajes blancos no me quedan bien), y que no abuse de las descripciones (ahí me ha matado).

Pero la cosa iba sobre John Verdon, insisto. Maldito ciclista. A ver, ¿por qué les hablo de Verdon? ¿Pasará a la historia? ¿Optará al Nobel? Lo que más me gusta de él es que, después de tres novelas de éxito, ni siquiera cuenta con una entrada en Wikipedia (no nos engañemos, muchos escritores redactan la suya propia en un típico ataque de egosurfing). Eso sí, sus novelas sí que la tienen, en un ejercicio casi salingeriano (neologismo absurdo pero que viene al caso) y que consigue todavía más que el tipo me caiga bien. Por cierto, del huidizo Salinger se acaba de publicar la enésima definitiva biografía (paradoja descubierta gracias a Daniel Jándula, otro escritor majete), y aquí podríamos entrar en una disquisición absurda sobre el trágico destino de Kennedy Toole o sobre cualquier escritor maldito que ha vagado por arrabales y antros oscuros sin alcanzar la gloria. Pero eso, podríamos.

Les decía que John Verdon cuenta con tres novelas publicadas y escritas ya desde un pelo canoso y la paz de una jubilación plácida en una casa idílica allí en el campo. Les advierto que he leído dos de ellas, pero suficiente para convertirme en fan de este hombre con aspecto de actor secundario en Vacaciones en el mar. De hecho, en más de una entrevista ha afirmado que se plantaría en una trilogía sobre un detective, David Gurney (delicioso personaje), pero ya he visto anunciada una cuarta entrega para noviembre. Su serie de historias del clásico género (a veces algo denostado) de la novela negra está formada por Sé lo que estás pensando, No abras los ojos y Deja en paz al diablo.

Hablemos, pues, de las dos primeras:

Sé lo que estás pensando (2010) fue un excelente debut, que les quede claro, como el primer disco de Pearl Jam, la primera peli dirigida por Charles Laughton (bueno, sólo dirigió una pero es la forma de colar aquí La noche del cazador) o la primera clasificación de Osasuna para la Champions (que tuvo su mérito). Vale, al grano: un asesino en serie suele ser un personaje con pretensiones de invisible y hasta inaudible, insípido si me apuran. Y es por eso que David Gurney, un inspector jubilado prematuramente y con varias muescas en su particular pistola de cazador de monstruos, dedica su inesperado tiempo libre a convertir fotografías de algunos de esos asesinos en retratos algo más artísticos a partir de retoques. Tanto, que acaban colgados en una galería de arte –propiedad de una mujer de voz dulce que encandila a Gurney– gracias a su capacidad de acercar belleza y horror, creación y muerte.

Pero Gurney (para eso es una novela negra) se verá involucrado en un caso que, de nuevo, le arrastrará hacia su terreno natural de sabueso, a pesar de encontrarse ya en un nuevo hogar en mitad de una nada nevada, blanca, pura y alejada de New York, en un paisaje de calendario ñoño donde su mujer Madeleine ha intentado casi recluirlo para salvar su matrimonio y reconciliarse con un pasado marcado por la muerte de un hijo de cuatro años.

El nuevo “encargo” proviene de Mark Mellery, compañero de universidad de Gurney convertido en una especie de gurú espiritual que vive de vender humo a ricos que se buscan a ellos mismos y todo eso del viaje interior. Mellery recibe unas extrañas notas en verso y en tinta roja. Una de ellas le invita a pensar en un número del 1 al 1.000. Mellery piensa en el 658, y cuando abre otro sobre enviado por el psicópata resulta que es el mismo.

Empieza aquí el clásico choque entre policía y asesino, un duelo marcado por un juego que se va transformando en una espiral de asesinatos en diferentes puntos de los Estados Unidos.

John Verdon –un sorprendente debutante ya con 68 años– consigue con este libro adentrarnos en una de esas historias que, sí, nos sonarán a ya vistas o leídas (¿y qué?), pero lo hace con una capacidad excepcional para vestir de thriller una trama que, en realidad, es un verdadero laberinto emocional entre David y Madeleine, entre el amor y el desamor, entre la pasión y la ternura, entre el pasado y el futuro, entre la vocación y el tocar con los pies en el suelo.

Que sí, que Verdon nos sumerge en una historia casi de terror psicológico, asesinatos rituales, perfiles psicópatas y pasados turbulentos, pero es una artimaña para que nos fijemos en una caja de dibujos del hijo que murió, una caja que David no se atreve a abrir de nuevo, y ante la cual Madeleine le pregunta: “¿Tú no te despides nunca de nada, verdad?”. Que sí, que es un thriller de esos eléctricos y con un juego siniestro que atrapa de mala manera, pero Verdon es un ilusionista que nos muestra unas cartas para que acabemos fijándonos en otra baraja llena de soledad, pérdida, aislamiento y dolor; quiere que el rompecabezas trascienda de un caso al más puro estilo Sherlock Holmes –y donde el Watson de turno sería Madeleine– para transformarse en el retrato de alguien abrumado por el cansancio de la cacería, un retrato que va más allá de la ley y la ciencia de la criminología para mostrarnos eso que tanto miedo nos da: cuando el criminal nos mira a la cara y muestra como la rabia puede emerger en cualquiera de nosotros, nada sospechosos de poder empezar a cargarnos a los demás por el simple hecho de cuestionarnos quién somos en realidad y cómo puede ser el dolor de tener dos personas en un mismo cuerpo.

Verdon se considera escritor de vocación, pero para eso de tener que ganarse la vida, dedicó su ídem laboral al mundo de la publicidad. Ya jubliado, como Gurney, inició la redacción de una novela de misterio como puro divertimento, igual que Tolkien pensó en sus hijos para elucubrar El Hobbit. Fue la mujer de Verdon –su particular Madeleine– la que le animó a enviar el manuscrito a agentes editoriales. Y lo mandó. ¡A 54! Y sólo uno respondió. Sólo uno creyó en una historia de números ensangrentados, un asesino con poderes paranormales y unas pistas que despistan a polis varios. Nada mejor que una historia sobre muerte y odio para entender mejor la vida, el amor y la redención. Y bingo para el editor avispado, claro.

Antes de hablarles de la segunda novela, dejen que vuelva a Elmore Leonard y les recuerde eso del decálogo para escribir una buena novela. Resulta que Verdon (sí, he dedicado parte de mi tiempo a eso, para que vean) se pasa el decálogo por el forro, ya que incumple (como mínimo) siete de los diez puntos que nos ha legado el cronista de callejones y violencia humorística (¿o era humor violento?). Verdon comete el sacrilegio de empezar No abras los ojos hablando…¡del tiempo!, eso que John Ruskin definió como “la falacia patética”. Para ahondar más en la herida, Verdon también incluye un prólogo; abusa de verbos distintos a decir para introducir un diálogo (y cae en la trampa periodística de pedir, exponer, contestar, chillar, añadir, exclamar, y un listado que requeriría una relectura demasiado obsesiva); describe los personaje de forma minuciosa, y se recrea en explicar hasta el más mínimo detalle de lugares varios del libro (crear atmósferas para unos, matar la narración para el amigo Leonard). Eso sí, recuerden que el pitufo gruñón Elmore perdona la vida en sus particulares tablas de la ley a ilustres como Tom Wolfe o Margaret Atwood, aunque nunca sabremos si con Verdon se hubiera llegado a plantear una nueva amnistía.

La novela negra está plagada de protagonistas prototípicos (nada que objetar) a los que nos acostumbramos, como ese señor que cada mañana se toma un carajillo aunque tenga que hacer una mueca.

En la segunda novela de Verdon, todavía nos queda más claro que David Gurney no sigue el patrón torturado del Harry Bosch de Connelly, ni el del Brunetti de la Venecia oscura, y mucho menos el del huraño Jaritos de Markaris, todos ellos verdaderos mourinhos (o stoichkovs, que prefiero barrer para casa si hablamos de provocadores) de la novela de polis y ladrones que tanto nos gusta. Gurney, en cambio, se acerca más a un perfil humano como el de la Rebecka Martinsson de Larsson (de Åsa, que quede claro). Y si en Sé lo que estás pensando, el reto era enfrentarse a un asesino capaz de leer la mente, en No abras los ojos la tentación proviene de un caso, en apariencia, más fácil de resolver: una chica, Jilian Perry, es decapitada antes de hacer el brindis del día de su boda, un jardinero mexicano desparece y encuentran un machete ensangrentado en su caseta de trabajo.

Pero claro, cuando la madre de la chica pide ayuda a Gurney (pobre Madeleine, sí, pueden pensarlo), el libro va por otros derroteros y va moldeando una trama alrededor de la desaparición de varias chicas. Todas ellas habían pasado por una misma institución, Mapleshade, un centro dirigido por la misma madre de Jilian para chicas que, de pequeñas, han sufrido y cometido abusos sexuales.

El artificio escogido por Verdon en esta ocasión se adentra en las aguas turbias de la prostitución de lujo(con clientes depredadores que buscan mucho más que sexo), de grupos mafiosos y de asesinos en serie, claro. Pero todo esto vuelve a ser su McGuffin particular para destripar con dotes de cirujano la relación entre David y Madeleine.

Verdon, desde su propio exilio sin vecinos en los Catskills acariciado por los silbidos de un coro de pájaros, teje de nuevo una historia alrededor del vínculo de una pareja que, quizás, ya se lo ha dicho todo, que no sabe compaginar diferentes perspectivas de la vida, y que nos abofetea con la esencia de las relaciones humanas. El autor arma todo eso con hechos trágicos y violentos, pero su llamada de atención es ante los cotidianos, los de puertas para adentro, los que surgen en un paseo agarrados de la mano siguiendo el curso del río, más que en la mente perversa que juega con la inocencia y la crueldad de chicas torturadas en su infancia.

La propia madre de Jilian lo deja claro: “Mi hija no tenía amigos, era una sociópata”, ya que también fue alumna (eufemismo para no decir interna o hasta reclusa) de Mapleshade. Verdon ha llegado a confesar su fascinación por los centros que se aíslan del mundo y que son gestionados por líderes con carisma. En la novela, regresa una y otra vez al juego, a la confrontación entre lo evidente (“el monstruo de Frankenstein, la venganza de un amante engañado, la intoxicación de los Estados Unidos por los medios de comunicación”, escribe) y eso que, finalmente, ofrece la clave del caso. No, no pienso destripar el final para no caer en spoilers de esos que dan rabia, pero que sepan que es tenso y poético a partes iguales.

Por el momento, la trilogía prevista ya augura una cuarta entrega, pero seguro que la esposa de Verdon, Naomi (alter ego de Madeleine, of course) seguro que ya debe pensar como el personaje de ficción cuando, al recibir una muñeca decapitada como amenaza, le suelta a Gurney: “Has dejado entrar monstruos en mi casa, en el lugar más bonito del mundo”.

Más información:
www.johnverdon.net
www.facebook.com/authorjohnverdon (ojo, un perfil de Facebook que gestiona y responde él mismo)
 

 


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