Cada vez que comienza un nuevo ciclo político, estoy menos seguro de que los españoles tengamos conocimiento, por falta de costumbre y por otras razones, del hondo significado de la palabra democracia.
Y sin embargo, difícilmente encontraremos una más utilizada.
Quienes vivimos, estudiamos y trabajamos, bajo la dictadura militar del franquismo, tenemos que considerar la hermosura del sistema democrático. A no pocos, algo de lo que les sedujo de la fe Evangélica, fue que las Iglesias (Asambleas Cristianas) eran democráticas: un creyente, una voz, un voto. Y bendijeron ese sistema enseñado en la Biblia: el gobierno del pueblo por el pueblo.
Así y todo,
todos sabemos que las democracias son aún muy imperfectas y en muchos casos, hipócritas. Todos sabemos, si reflexionamos un poco, cuantos desequilibrios de todo tipo se esconden en las democracias, como también sabemos que es el menos malo de los sistemas políticos.
“Desde el Corazón” sé que la democracia es un sistema de participación colectiva en la resolución de los problemas que nos afectan a todos. El punto medular de la democracia es la participación efectiva y voluntaria de los ciudadanos en la vida socio-política y espiritual; ¿es una democracia aquella que impide la realización espiritual de un pueblo?, y esto implica una responsabilidad solidaria y un compromiso serio en la consecución del bien común.
Promover verdaderamente la participación ciudadana es la cuestión básica de la democracia. Pero a ésta no cabe reducirla a la promoción de un Estado de libertad garantizada, por muy alta que nos parezca semejante cota.
Primero, porque si la libertad no tiene como fin la convivencia, acaba siempre en la soledad o en un cuerpo a cuerpo.
Segundo, porque entiendo “Desde el Corazón” que la democracia ha de aspirar a mucho más: al pleno desarrollo de la responsabilidad colectiva, a la libertad de que si un representante del pueblo, pertenece a un partido, pero en el debate político ve que un opositor tiene mayor raciocinio y veracidad en un proyecto, debe tener libertad de conciencia para no atarse a la intransigencia de la “disciplina de su partido”.
La democracia no es algo estático, es dinámico; si no progresa no es sólo que se paralice, sino que se malogra: o crece o se transforma en una hermosa mantenida. Si no avanza hacia sus más nobles formas de existencia, la democracia no quiere decir nada, y se fosilizará por sí sola como una cáscara hueca que a nada ampara y nada representa.
Las democracias no pueden funcionar por muchos debates políticos que hayan, ni medios de comunicación que la ensalcen, sin demócratas que de verdad participen con profundo sentido ético y no como simples administradores técnicos, en la solución de los principales problemas que afectan a nuestra sociedad.
La democracia, para mí, no es susceptible de ser considerada sólo como una forma de gobierno, ni una doctrina política. Definirla como la participación del pueblo en su propio regimiento es empequeñecerla. Como cristiano la siento como la actitud agente, vital y colectiva de la comunidad –y de cada uno de sus componentes‑ante los problemas que su propia evolución le plantea.
En el fondo, sucede como el cristianismo vivo: si lo ceñimos a una serie de normas, a un decálogo meramente moral, valiendo mucho, no es suficiente; si lo miramos como debe ser, como una savia que templa, transforma, anima, fortalece, uno por uno los miembros de su cuerpo social, es lo más respetable y funcional; si lo entendemos –como debe ser‑ como una vida amorosa y solidaria de vivir la vida entera y el mundo, la muerte, y lo que viene con la eternidad, nadie puede discutir su incalculable dimensión.
En definitiva, no se puede ser sobre todo, ni ante todo, ni nada más demócrata: eso, teniendo contenido, particularmente cuando se sale de un infierno dictatorial, no vale tanto. A la democracia hay que llenarla enseguida de comprensión, generosidad, esperanza, buen sentido, realidad, paz, gozo, entereza, humildad, templanza, benignidad y amor; ¿alguien discute estos valores?; pues esto es cristianismo; y si estos valores no los lleva la democracia, no pasará de ser una palabra griega y una vaga intención.
¿Recordamos la historia de los esclavos judíos en el desierto, camino de la libertad?
Constantemente protestaban y se quejaban ante su demócrata líder, Moisés, y lamentaban no poder disponer de las “ollas de Egipto”, esto es, el alimento que les entregaban sus antiguos tiranos.
Pues bien: al igual que los judíos alcanzaron la Tierra Prometida y un País libre ‑a pesar de sus quejas y tropiezos‑, también los creyentes y las sociedades de hoy seguiremos luchando pacíficamente por los valores de la libertad, la justicia y la misericordia, a pesar de las trampas, engaños y falsas políticas que acechan.
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