Cada vez que uso el teléfono –siento una especie de admirado temor- no me refiero a la habitual circunstancia de que funcione mal, no tenga batería, esté fuera de cobertura, o no funcione, eso es una dosis de “temor añadido”; tampoco me refiero a que mi ignorancia técnica, entre lo que el móvil me ofrece y yo sepa usar, que es poco, porque no siento el mismo temor a otros medios de comunicación entre los cuales me muevo y trabajo y, por otra parte, cuanto ignoro lo que me provoca es una admiración hacia quienes saben utilizarlo tan bien, y en todo caso, en mí me produce una curiosidad apasionada.
“Desde el Corazón” debo decir que yo no padezco de
telefonofobia, tampoco
feisbucofobia y mucho menos
Iphonefobia5S, que los de la casa de la manzana preparan nuevos modelos de dispositivos móviles, quizás con un acabado en oro.
De mi admirado temor, lo que me asusta es que la anatomía humana está pasando del homo sapiens, al homo erectus y ahora la mutación a la clásica división moderna de cabeza, tronco, extremidades y móvil, Ipad, Tableta, apéndices cada vez más indispensables.
Me asusta también que la conversación virtual se ha adueñado de la directa y la del alma. Costumbres que van apareciendo y que me asusta en dónde pararán.
Las familias, las parejas y las amistades están viviendo unos cambios curiosísimos. Hablas con los hijos, o con los cónyuges o con los nietos y, cada dos por tres, suena un aviso de mensaje, un tuit o una vibración de WhatsApp y constatas que es mucho más importante atenderlo que continuar una conversación que no puede competir con la seducción de la flauta hameliniana de la tecnología.
Y lo mismo sucede en horas de celebración religiosa.
No mitifico la comunicación tradicional, pero no me fio de este frenesí que fragmenta, interrumpe o modifica las relaciones. El móvil y sus acólitos han adquirido tanta importancia en la estructura familiar e incluso religiosa que a veces les pondrías un plato en la mesa y unos cuantos en cada banco de la Iglesia, para el uso de los feligreses.
Me asusta –y lo escuché de un notable científico en el Congreso del CESIC, al que asistí meses ha‑ que se piense que el intelectual actual sea el que conozca todos los intríngulis de las redes sociales y que quien no domine esta habilidad quede marginado de una competición no declarada; visto así, casi me considero un
tecnoparia.
No me asusta personalmente el “Feisbuc”, porque no tengo idea de cómo funciona y mucho menos de hacerlo funcionar. Pero en este caso, mi no admirado temor, va por aquellos que lo usan, y que están descubriendo la vulnerabilidad de sus comentarios, fotos, textos, triviales o serios, pues la astucia de los
hackers puede conseguir de los usuarios todos sus contenidos, distribuirlos a mansalva y trasladarlos a otros muros que no sean incluso de amigos. Me asusto por ellos.
Me asusta que algunos terminen viviendo una “Religión On Line”; encantamiento entre Religión y Tecnología que se fraguó en Estados Unidos con los telepredicadores protestantes. Cristianos serios vieron en estos medios un potente transmisor de ideas, concebidos como una posibilidad para que el mensaje del Evangelio llegara a cuanta más gente mejor; y esto es bueno. Pero me asusta la proliferación de un mercantilismo de la fe.
Esa producción de emoticonos relacionados con la religión para ser incrustados en los mensajes; sin comprender este
tecnoparia cómo puede vivirse la meditación vía WhatsApp, la comunión a través del “Feisbuc” o cómo vivir la trascendencia a través de la Web.
Es la vertiginosa transformación lo que me impresiona: la de unos objetos inanimados erigidos majestuosamente en los diosecillos que administran nuestro destino, que conceden el sosiego o implantan el dolor; informan o desconciertan, comunican o te traicionan, te enseñan o te confunden. Por ahí los tenemos, en los bolsillos, en especiales estuches de colorines, impertérritos e inexpresivos por sí mismos, con su obstinada mudez de cosa artificial. Y son capaces de improviso, de convertirse en nuestros oráculos cotidianos.
Pero al fin y al cabo, tal es la cara amarga de cualquier don o más avanzado artilugio.
Nada, excepto lo eterno de Dios, es exclusivamente luminoso y genial, por ello hemos de escudriñarlo todo, pero escoger lo bueno.
Sé que por este artículo no recibiré felicitaciones por WhatsApp, pero me lo he pasado muy bien escribiéndolo, y de seguro no lo pondré en “Feisbuc” ni en el “Blog” que yo sepa.
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