Aparte de algunos intentos en Voleibol, pinpón o ajedrez, el único deporte que jugué y conozco de verdad es el fútbol. También conozco un poco de coches y motos, pero creo que no hay ningún deporte que conozca por teoría y experiencia como el fútbol.
Pero esta historia no va de fútbol. Va de fútbol americano.
En 2009 me fui con mi mujer a Charlotte, USA, a estudiar filosofía. Aparte de pasar más horas de las que me hubiera gustado entre libros que casi nadie lee por placer, allí conocí a buenos amigos. Entre ellos, Matt. Con Matt tuve buenas conversaciones sobre filosofía y sobre la vida. Pero sobre todo, Matt me ayudó a ver algo de lo que no tenía ni idea: el fútbol americano.
Matt es original de Nebraska, al norte de EEUU, y tiene por lo menos dos pasiones: Jesús y el fútbol americano. Seguramente hay pocas cosas de las que le guste hablar más que acerca de los Nebraska Huskers. Ahí es dónde Matt me enseñó la primera lección sobre fútbol americano: el mejor fútbol no es el profesional de la NFL, sino el que se juega en la universidad.
Por alguna razón, Matt empezó a invitarme a ver los partidos de temporada con él, al único bar que los pasaba por televisión. Teníamos que conducir como 40 minutos así que teníamos tiempo de sobra para hablar de fútbol americano y de la historia de los Huskers: el único equipo de fútbol no-profesional que tiene un récord de mas de 300 partidos con lleno absoluto en su estadio.
La cosa se puso mejor cuando al entrar al bar las primeras veces vi que estaba literalmente lleno de personas con camisetas rojas (el color de los Huskers), banderas y foam fingers, y que cantan el himno del equipo a pleno pulmón y sin ningún tipo de vergüenza. Uno podía sentir la pasión por el fútbol como un vapor que te golpea la cara al abrir la puerta.
Aunque era difícil, normalmente terminábamos encontrando una mesa para ver el partido. En los primeros partidos no me enteraba de nada. Pero entre alitas de pollo con salsa barbacoa, cerveza y mucho ruido, Matt se las arregló para explicarme lo que pasaba en la pantalla. “La banderita amarilla que acaba de tirar el arbitro significa...”, “estás son las opciones que tienen el quarterback y los de la linea de defensa...” Lo explicaba como un analista de deportes, pero lo hacia con pasión.
Después de pocas semanas Matt ya no tenía que invitarme. Era yo el que quería ir. Fue una buena temporada y nos lo pasamos genial en cada partido.
Pero lo mejor estaba aún por llegar.
Cuando la temporada de fútbol universitario terminó a Matt se le ocurrió una idea: “Sería genial llevarte a ver un partido en vivo en el estadio”. Si, sería genial, le dije. Y por algunos meses fue solo una buena idea. Hasta que un día Matt me invitó de verdad: compró dos billetes de avión para volar a ver el partido de Nebraska contra Missouri, nos compró también las entradas y lo arregló todo para que pudiésemos quedarnos dos días con unos amigos.
Un viernes por la tarde me recogió en mi casa. Condujo tres horas hasta el aeropuerto. Volamos a Omaha, Nebraska, donde nos recogieron sus padres.
Después condujo otra hora larga hasta llegar a Lincoln, ciudad de los Huskers. Esa noche nos quedamos en un agujero que compartían unos estudiantes de universidad y al día siguiente caminamos por la ciudad hasta la hora del partido.
Cuando llegó el momento, empezamos a caminar hacia el estadio. Antes de poder verlo, uno ya podía ver mareas de gente con camisetas rojas, puestos vendiendo merchandasing y comida, y gente tan entusiasmada que le decían “Go Big Red!” a los desconocido mientras levantaban su cerveza en alto. La emoción del partido se podía sentir, literalmente, por las calles.
Pero nada comparado al ambiente dentro del estadio.
Más de noventa mil personas ocupaban el recinto. Un banda de unos doscientos músicos y las cheerleaders calentaban el ambiente. De repente, cinco cazas de las fuerzas aéreas volaron bajo por encima del estadio dejando humo de cola con los colores del equipo. Alguien cantó el himno nacional con la potencia de Mariah Carey, y unos minutos después empezó uno de los partidos más emocionantes que he visto en los últimos años.
Al salir de mi primera experiencia en un partido de fútbol americano en una pequeña ciudad perdida en el norte de Estados Unidos, podía decirlo sin dudar: soy fan de los Nebraska Huskers.
Ya ves por donde va esta historia. Un deporte que me provocaba como mucho indiferencia, pasó a convertirse en uno de mis favoritos. Y todo porque Matt me invitó a verlo a través de su pasión. Se tomó el tiempo para entrar conmigo en el bar y explicarme qué estaba pasando en la pantalla. Compró billetes de avión y pagó las entradas para la que sin duda fue una de las mejores experiencias deportivas de mi vida.
Invitó, tomó el tiempo, explicó, invirtió, viajó. Ahora su pasión es mi pasión.
Donald Miller lo dice de una manera más poética,
”A veces tienes que ver a alguien amar algo antes de que puedas amarlo tu mismo. Es como si te enseñasen el camino”.
Para la casi absoluta mayoría, la idea de Dios es lo que para mi era el fútbol americano: una idea abstracta, extranjera, y con demasiada testosterona de la fábrica americana. Es como la idea del número infinito, o como la idea de las galaxias más distantes de nuestro sistema solar: crean buenas conversaciones alrededor de la mesa, pero no se encarnan en nuestras vidas.
No se encarnan.
Pero siéntate con un matemático que ha pasado su vida investigando el número infinito, o con un astrofísico que dedica sesenta horas a la semana a explorar nuestro universo.
La única manera de conocer el peso de una idea abstracta es a través de de alguien que “encarna” esa idea en si mismo.
Eso es lo que hizo Jesús.
Este artículo forma parte de la revista P+D Verano/07. Descárgalaaquí en PDF, o puedes leerla a continuación:
Si quieres comentar o