Unas décadas atrás Mark Noll publicaba un influyente libro: The Scandal of the Evangelical Mind, el escándalo de la mente evangélica, consistente simplemente en la ausencia de tal mente. Alguien podría decir que la cosa no era tan grave, que la sola presencia de libros como ése, y de tanto otro autor que se podría mencionar, daba cuenta de que algo relativamente cuerdo podía salir del mundo evangélico contemporáneo. En cierto sentido es verdad; pero en un sentido casi anecdótico.
No puede sino reconocerse que
el mundo evangélico sigue siendo abrumadoramente antiintelectual. Si tiene algo de producción cultural, se trata casi exclusivamente de una producción cultural popular; si tiene algo de reflexión, se trata de reflexión sobre sí mismo. Y su conclusión tras esa reflexión, es que tal vez nos estamos volviendo demasiado intelectuales (sí: hay gente que dice eso, gente que llega a imaginar, e incluso a decir, que los excesos del mundo evangélico estarían por el lado del intelecto).
Podría ser, por cierto, que dicho antiintelectualismo evangélico haya retrocedido. Después de todo, durante las últimas décadas ha habido en el mundo hispanoparlante un enorme cambio en el acceso evangélico a la educación superior. Pero la verdad es que ese dato por sí solo difícilmente puede ser significativo. Porque entrar a la universidad contemporánea, como
recientemente nos lo ha recordado Stanley Hauerwas, es darse cuenta de que
también hay un antiintelectualismo de la academia. Este tiene por supuesto la pretensión de ser bastante más sofisticado que el antiintelectualismo evangélico; pero bien cabe preguntarse respecto del provecho de ir a la universidad para aprender que en realidad no podemos aprender, que en realidad toda idea no es más que un subproducto del poder. Ni hablar del efecto conjunto de estos dos antiintelectualismos.
Pero el hecho de que esos dos antiintelectualismos sean equivocados no nos debiera cerrar los ojos a que hay otro antiintelectualismo bastante más justificado, el que denuncia la facilidad con que creemos que el mundo puede ser cambiado con un par de buenas ideas.
Esa es, en efecto, una pretensión no poco extendida entre nosotros: que con tal de que hayamos adoptado la visión correcta y nuestro corazón esté orientado en la misma dirección, será posible en alguna medida transformar el mundo. Así nos hablan, de hecho, los mejores de nuestros líderes: el fundamento de toda la cultura estaría en los valores últimos de sus ciudadanos; si tu corazón y tu mente están alineados con una visión cristiana de la realidad, puedes hacer una diferencia en el mundo; aunque sea en una proporción menor, puedes ser un Martin Luther King.
Tal vez nadie haya desafiado tan hábilmente esta extendida narrativa –que tiene versiones de izquierda y derecha, fundamentalistas y progresistas- como el sociólogo James Davison Hunter, en su libro To Change the World (
Cambiar el mundo, Oxford University Press 2010).
Si de antiintelectualismo se trata, éste es el que deberíamos favorecer. Porque en Hunter no hay una sombra de esa ilusión según la cual con un par de ideas correctas se puede cambiar el mundo. Las ideas pueden cambiar el mundo, pero bajo ciertas condiciones; y esas condiciones no son simplemente condiciones del corazón, sino un rico entramado de prerrequisitos institucionales, de redes y de comprensión del capital cultural. Y carecemos de todo eso.
Porque
el testimonio público del cristianismo, al menos durante las últimas dos décadas, ha sido un testimonio predominantemente político. Algunos presentan dicho giro como un despertar, como una adecuada incorporación de la preocupación política tras un largo encierro en la interioridad, como si gracias a la preocupación política hubiésemos salido del mero pietismo. Entre los grandes beneficios del libro de Hunter se encuentra el modo en que muestra la estrecha correspondencia que en realidad hay entre la concentración en el corazón, por una parte, y el monolítico acento en la política, por otra parte. Son dos caras de una misma moneda, moneda con la que no hemos logrado adquisiciones muy significativas en el mundo contemporáneo.
Si de cambiar el mundo se trata (y uno puede desde luego preguntarse si de eso se trata), hay que captar algo del complejo terreno en el que se pretende estar entrando. Eso implica una mirada atenta a lo institucional, y al hecho de que la cultura es una forma de poder. No es cualquier forma de poder, por supuesto, sino una muy específica, llamada credibilidad.
Pero
la credibilidad no es uno de los puntos en los que el cristianismo saque mejor puntaje hoy. Resulta, por lo demás, fundamental comprender que
a diferencia de otros bienes, como el dinero, la credibilidad es siempre lenta de adquirir y no es fácilmente transferible. Una mínima comprensión de eso alteraría de modo significativo nuestra presencia pública.
Pero corregir los innumerables desvaríos del cristianismo contemporáneo en estas materias no puede consistir simplemente en darle una más compleja comprensión de la cultura y el cambio cultural.
El mismo Hunter lo sabe, y su obra culmina con una extensa reflexión teológica centrada en la noción de
“presencia fiel”. Si es a ésta que estamos llamados, uno puede tranquilamente (o con cierta tranquila radicalidad) dejar de lado el lenguaje de transformación y conquista, que solo nos permite evaluar nuestro actuar en términos de avance o retroceso, promoviendo el triunfalismo o la desesperanza.
Contra los llamados a simple transformación del mundo o, peor, conquista del mismo, contra los llamados a “ganar la guerra cultural” o “salvar la civilización occidental” –llamados que por lo demás revelan la ausencia de la más mínima conexión realista con nuestra actual posición en el mundo-, Hunter traza en su fino ensayo una alternativa que no nos podemos dar el lujo de ignorar.
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