El trigo, el vino y el corazón hecho Dios (Romaña)

ELOGIO DE UNA OBRA AMOROSAMENTE HECHA
Acabo de recibir el magnífico volumen titulado “José María de Romaña. Obra Reunida (Poemas y relatos)”. El envío llegó a mi apartado desde Nueva York, donde entiendo que está viviendo temporalmente Xavier de Romaña, editor y compilador de dicha obra, además de hijo del escritor peruano fallecido un 28 de julio de hace cuatro años.

El libro, esmeradamente impreso en tapa dura, está vertebrado en cinco partes atractivas, tres de ellas conteniendo poemas, un cuarta ordenando sus 41 relatos y, finalmente, un portafolio de fotos del autor en solitario, con sus compañeros o con su esposa, hijos y nietos (¡18 nietos dejó el poeta!).

Ahora bien, a los efectos de esta presentación (y las venideras), la parte a difundir será la tercera, titulada “En la orilla del tiempo” (pp. 147-221). Son los poemas directamente dedicados a Dios, donde Romaña destila su mejor poesía: no me equivoqué cuando hace un año, y basándome solo en los dos únicos poemas que conocía de él, señalé que nos encontrábamos ante uno de los más notables poetas cristianos en lengua castellana. Ahora, teniendo ante los ojos estos 54 textos, me reafirmo en lo dicho.

PRIMERA NOTICIA EN P+D
Como anécdota decir que hace justamente un año, el 28 de julio de 2012, publiqué el artículo “El Dios encarnado de José María Romaña”. Era un mínimo preámbulo para presentar dos poderosos poemas de largo aliento: “Encarnación” y “Señor, ya la tarde se apaga”. El primero lo había encontrado en una antología publicada en Argentina hace décadas; el segundo en un blog, publicado tras su muerte por alguien que fue su alumno en Lima.

Lo curioso fue recibir un correo electrónico, a través de Pedro Tarquis (director de P+D). Era de Xavier, quien estaba en proceso de compilación de la obra de su padre, y no tenía conocimiento de esos poemas.Ahora, un año más tarde, aparecen en la Obra Reunida, a modo de post Scriptum, en las páginas 92 a 95.

Me permito reproducir dicho pórtico por entero, ahora que mostraremos de forma selecta buena parte de sus poemas cristianos. Decía así en 2012:

“La obra de José María de Romaña (Arequipa, 1924 – Lima, 2009)bien merece incluirse en lugar destacado dentro de la poesía cristiana en lengua española. Tras casi veinte años como sacerdote jesuita, abandonó dicha orden y se casó con la sueca Ulla-Lena Benson, con quien tuvo seis hijos.

Cuando alguien le preguntó si no había tardado mucho en colgar los hábitos, Romaña dijo: ‘Lo grave es que uno puede servir para algún trabajo y no tener vocación; eso es lo que me pasaba a mí. Me decía, esto debe ser como estar casado con una mujer maravillosa y no quererla, pero sabes que te enamorarás de ella. Y no te enamoras nunca. Y todo es tan apasionante, las casas de estudios y las bibliotecas de los jesuitas son espectaculares pero algo me faltaba, no me sentía realizado’.

Cualquier peruano diría que Romaña se fue como un patriota, pues falleció un 28 de julio, Día de la Independencia. Lo cierto es que este filósofo, teólogo, periodista y escritor, llevó una vida discreta en medio del mundo de los medios de comunicación escritos:fue director de dos importantes periódicos (La PrensayCorreo),además de jefe de editorial del diarioEl Soly colaborador del prestigioso semanarioCaretas.Publicó un poemario titulado“En la orilla del tiempo”y dejó dos libros inéditos.

Mostremos, sin mayores preámbulos, dos excelentes poemas de Romaña. Él nunca apagó su fe por el Dios que se hizo carne, por el Cristo que le sigue acompañando por los reinos esenciales. Anotemos su nombre, pues estos dos poemas presentados bien merecen estar en cualquier antología de poesía dedicada a lo Sagrado”.

OCHO POEMAS SOBRE LOS SÍMBOLOS
He aquí estos estilizados textos cuyo mensaje irradian una teología poética de una profunda sencillez, lágrimas teológicas goteando sobre el hueso de los hombres: Dios alimentando Todo. Panteidad querida por Romaña, y a la que volveremos la semana que viene.

EL TRIGO SE HA HECHO DIOS,
el vino se ha hecho Dios,
yo sigo siendo hombre.

—Hijo mío, este pan
asimila al que come.
Hijo mío, este vino
asimila al que bebe.
En esta cena única
no son el pan y el vino para el hombre.
El hombre es para el pan y para el vino.

—El trigo se ha hecho Dios,
el racimo...

—Hijo mío,
tu corazón se ha hecho
Dios.

—El corazón me duele.

—Es que tu corazón
ama, hijo mío. El hombre
no sabe amar. Si amas,
te has hecho Dios.
Sólo Dios sabe amar.


ESTE PAN Y ESTE VINO
ya son Tú. ¿Y el hombre?

El hombre es siempre el hombre.
Pero siento desde hoy que hay algo más.
Cada cual dice "yo", pero se escucha,
al fondo de las voces que odio y amo,
"Esto es Mi Cuerpo". "Esta es Mi Sangre"...

El odio ya no existe.
Detrás de los puñales y las lenguas
siempre amas Tú.

La ingratitud no existe.
Siempre
pagas Tú.

Tú vienes en los hombres y las cosas.
Amigo y enemigo son tus manos.
Me creas y redimes cada día.
Uno me dice "existe"
y el otro es la Cruz.

ESTE VINO NO ES MÍO, LO HICIERON OTROS.
Tampoco es mío el pan, lo hicieron otros.
Dios no es mío, es de todos.
Este amor que bendigo, es de otros.
Esta herida que cierro, es de otros.
Todas las casas mías
y yo no tengo casa.
Todos son míos, todos,
y yo no tengo a nadie.

Vida total, que no puede extinguirse.
La sed, no el agua.
No el pan, el hambre.
No el placer, la alegría.
No la felicidad sino el amor.

Cada día
buscar para encontrar
y hallar para buscar.

Todas las calles, ríos.
Todas las cosas, olas.
Y Dios y todo y todos, míos.

ESTOS RACIMOS, ESTE TRIGO
traen polvo de muertos.

Hombres que araban el planeta
entre árboles y montes.
Mujeres hechas para amar
—lana, sombra y canción—.
Niños para soñar ciudades de papel
y encerrar todo el cielo en su aro.
La muchacha que miraba partir la nave
y esperó después veinte años
soñándolo esposo y, después, hijo.

Este pan y este vino...
tierra, mujeres muertas,
agua, niños muertos,
metal, hombres muertos,
este pan y este vino
en que este polvo que rió y amó y sufrió
va a hacerse, Dios,
carne y sangre tuya.

OH, MONTAÑA DE DIOS, SOBRE BODEGAS
de vino antiguo
Oh, montaña de Dios, sobre graneros
de trigo nuevo.

Subir cada mañana hasta tu cumbre
entre alas, niebla, huesos,
entre piedras quemadas, levantadas
por pueblos que acamparon una noche
y un cordero en la aurora te ofrecieron.

Moverme entre el misterio,
con extraños vestidos,
con palabras de muertos, que hace siglos
lloraban al decirlas.

Cruzar después las calles de costumbre
—vestidos, gasolina, escaparates—
tu fuego en mis pupilas
y en mis manos tu fuerza y tu silencio
sembrando eternidad en los minutos,
infinitud en las esquinas quietas.

SÉ LA VERDAD AHORA
cuando puedo mirar
más allá de las palabras,
más allá del pan,
más allá del vino.

El más allá
está aquí.
En medio de nosotros,
al fondo de este mundo de teléfono y máscara,
está la verdadera realidad,
el reino de Dios vivo
y sus mudas batallas.

En cada gota de agua,
un mundo. En cada lágrima,
mundos y mundos.
En esta gota de vino,
Dios.

PARA TENERTE, DIOS,
el pan y el vino.

Y para el pan,
moler el trigo.

Pisar la uva
para el vino.

Lagar,
molino.

Para tenerte, el corazón
entre las ruedas del molino,
bajo los pies en el lagar.

Y amar las cosas. Más a Dios.
Y amarse a sí. Igual al prójimo.
Amar, amar.

No vale el trigo bajo el viento;
es muy hermoso.
Ni entre canciones los racimos;
son muy alegres.

Sólo hay amor en el dolor.
Sólo en la muerte está la vida.
Dios es un resucitado.
El amor sólo puede decir "te amo"
por labios de herida

PARA PODER HALLAR A DIOS
hay que quedarse sin el trigo,
hay que quedarse sin el vino,
sin las cosas,
sin los hombres,
sin mí mismo.

Tiemblan al aire las raíces
hechas de muertos y de limo.

Cerrar los ojos y saltar
a cuerpo limpio hacia el abismo.

Infinito,
para abarcarte hay que talar,
hay que incendiar y hacer total
el vacío.

Estremecidos huesos míos,
tornaos lanzas y clarines.
No es este salto hacia el vacío.
Este es un salto al infinito.

Volver después desde el abismo
transfiguradas las pupilas.
Después, tocar la tierra antigua.
Después, decir "hermanos míos".

José María de Romaña suma símbolos para arbolar nuestras Esperanzas. También se despoja de ellos para eternizar el puro pálpito de Dios.