Ahmad Ozman por unos días se convirtió en el símbolo de la tragedia de los niños sirios. Murió el pasado 2 de Mayo cuando las tropas de Bachar Al Asad atacaron su pueblo.
Y si triste fue, como lo son todas las muertes de los niños por las ignominiosas guerras, triste es, que la noticia impactó mucho más en el mundo, porque murió con la camiseta de su equipo favorito, el Fútbol Club Barcelona, puesta.
La cruel imagen del niño que yace en el suelo con la camiseta del Barça ensangrentada, ha dado la vuelta al mundo a través de las redes –nunca mejor dicho, redes que enganchan a tantos‑ sociales.
Y los activistas, no han escatimado en explotar tal imagen, para invitar a millones a una iniciativa de “tweet4syrianchild” (tuitea por el niño sirio) pidiendo a los internautas que el día 10 de cada mes se escriban mensajes para recordar.
“Desde el Corazón” yo añadiría no sólo a todos los menores sirios, sino a todos los que sufren las consecuencias de la guerra, de la represión, de la explotación en todos los ámbitos, de la crueldad del fanatismo religioso y ateo, del hambre y de los millones de niños que están sufriendo las consecuencias de la violencia y la privación a los servicios básicos de la salud y la educación.
Y aunque sea mi presente denuncia, en contraste con la triste realidad de la indiferencia a las muertes crueles de todos los niños, menos trágica,
añado también mi protesta a la miserable formación y ejemplo que estamos dando a nuestros afortunados niños, a los que queremos que lo tengan todo, con el mínimo esfuerzo; de los que esperamos que tengan exquisita cultura, pero imberbes en fe cristiana; que despunten en fantásticas habilidades y deportes, aunque queden pigmeos en civismo, urbanidad y educación; que sepan vestirse de modernidad y prendas de marca, pero despreocupados de ganarse el favor de los demás por la ejemplaridad en la conducta.
“Desde el Corazón” me quedé sorprendido –aunque debo decir que en un principio me hizo gracia‑ cuando un maestro de catequesis preguntó a un niño: “¿quieres ser cristiano?” y el niño respondió alto y claro: “No, quiero ser Messi” y “Desde el Corazón” pienso en las razones, que el muchachito podría dar, del por qué, quiere ser Messi.
Porque así sus amigos, sus profes y sus padres le mimarían más, le escucharían cuando hablara, le cuidarían mejor, le dejarían jugar más y no le exigirían tanto que estudiase, pues se gana más dinero así, que teniendo estudios, y además, le harían más caso, en todos los lugares.
No es tonto el pequeño. Como no lo son los niños, aun cuando los mayores hagamos tantos esfuerzos por creérnoslo.
Piensan algunos: “aún es muy pequeño para entender la vida, dejemos que la disfrute”; “ya aprenderá sobre la fe cuando sea mayor, ahora no se entera de nada” y difícilmente les damos un buen libro para leer –y no digo nada de los Evangelios‑y les pedimos que nos compartan algo de lo leído; pero eso sí, que no les falten sus muchas horas de la televisión, sus buenas tabletas, sus avanzados móviles, sus técnicos Ipod. Todos esos artilugios “hermanos” del niño y objetos de culto de los modernos hogares, a cuyos caprichos y avances nos inclinamos tanto todos los días. En torno a ellos organizamos nuestras vidas actuales. Cambiamos los horarios y transforman nuestro modo de con-versar, si es que conversamos.
“Desde el Corazón” supongo que nadie se escandalizará si les digo que una de las razones por las que me alegro de haber pasado de los 65 años, es por haber vivido mi infancia cuando el “intruso en blanco y negro” no existía en casa, ni estaban inventados aún los móviles. No teníamos más televisión que los libros y los Tebeos para leer, la imaginación para soñar, y ninguno soñábamos a ser ni un Messi ni un Casillas, y eso que el fútbol nos gustaba mucho, soñábamos eso sí, pero nos era muy importante el cariño de los padres y la atención de los abuelos. Programas mucho más sabrosos que muchos de los telefilmes modernos.
Ser niño, ahora, me parece un cambio terriblemente empequeñecedor con todo masticado, con la imaginación poblada de diosecillos, con artificiales sueños de la embaucadora pantalla, con unos padres –en no pocos hogares‑que la única disciplina que fomentan es que los hijos callen y no pregunten, invadiendo ‑¡qué horror!‑ las magistrales jugadas de los blancos, los azulgranas o las de la Roja, horas casi santas de televisión.
Entiendo, claro, que los chiquillos quieran ser “Messi”, porque incluso la muerte, parece más muerte, si se muere con la camiseta de un club.
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