El pasado febrero se generó una agria polémica por el documental American Jesus, a raíz de la emisión en TV3. El reportaje, próximo a su emisión en la televisión pública, fue acusado de malintencionado, marcado de caricaturesco, y en los comentarios a las noticias que este diario recogió casi se pedía el linchamiento en una plaza para el responsable, Aram Garriga.
Semanas después de la emisión en la televisión catalana, varios representantes del entorno evangélico empleaban minutos de retransmisión televisiva para llenarlo de matices y mentar al documental como ejemplo de lo que bajo ningún concepto la sociedad debe entender como sinónimo del “mundo evangélico”, como si el documento en cuestión fuese una especie de línea roja que la opinión pública no debía cruzar.
Es comprensible la reacción, hasta un determinado punto: que el documental era incompleto y no del todo riguroso, es un veredicto con argumentos que comparto; que un sector importante de los evangélicos (muchos sin haber visto el documental) manifestó una desmedida intransigencia frente a lo que no constituye más que una visión personal del asunto, también es un hecho.
Diez días antes de la emisión del mismo, ya se vaticinaba a través de las redes sociales que
American Jesus sería una vulgar caricatura. Esto es así. Aún voy más lejos: me atrevo a asegurar que, de haberse tratado de un reportaje centrado en elogiar la labor social y cultural (de sobra contrastada) por parte del pueblo evangélico, hubiese resultado una decepción y la defensora del espectador no se habría visto abrumada ante el aluvión de cartas de protesta contra la cadena.
El documental no era nada del otro mundo: un recorrido por parte del cinturón bíblico estadounidense; el seguimiento de varios personajes que parecían competir por ver quién impresionaba más a los cámaras con trucos como encantar serpientes, romper muros de cemento, fundar megaiglesias, u ofrecer un testimonio repleto de traumas.
No faltaban las clásicas alusiones a las formas más extravagantes de entender a los pentecostales, la educación en el hogar para no tener contacto con el mundo maligno, ni la referencia al Museo de la Creación.
El momento estelar lo protagonizaba Frank Schaeffer, hijo del misionero Francis Schaeffer, conocido por ser de los pocos que, en la era de la contracultura americana, se servía de la misma cultura para reflexionar en profundidad sobre la fe. Hay que reconocer que Schaeffer ofrecía una curiosa lección de cómo soltar tópico tras tópico acerca de los cristianos evangélicos, dando a entender que todos los cristianos son gente de derecha y perteneciente al Tea Party, fundamentalistas en contra de Palestina, e ignorantes antiabortistas.
Pero, y aquí está el centro de la polémica, dudo que la intención del realizador fuese decir que esto es el cristianismo. Es decir, si yo quiero manifestar mi opinión a través de un documental, no lo haría de este modo; después verán a qué me refiero con esto. Quiero insistir en este punto para que nadie me malinterprete: me parece que el documental está incompleto, que faltan puntos de vista, pero
en ningún caso me atrevería a acusar a su director de anticristiano o malintencionado; si nos ponemos en su lugar (cosa que pocos han hecho en esta situación) nos daremos cuenta de que, visualmente, el reportaje parece amplio y variado, y que no toma necesariamente una posición concreta respecto al asunto.
¿Qué ocurre entonces? Tenemos que ser honestos, o jamás nos tomarán en serio: los evangélicos somos unos acomplejados. Nos preocupa en exceso la imagen que se tiene del exterior; el hecho de hablar de un exterior y un interior ya es bastante preocupante. Es una realidad que, cuando alguien de nuestro entorno llama demasiado la atención, empiezan las toses nerviosas y se afilan los contextos. El documental acierta, seguramente sin proponérselo, en nuestro mayor defecto: marcar claramente nuestras posiciones, incluso con furia (diríamos extremista), para decir que no somos de una determinada forma.
Perdemos mucho tiempo en explicar lo que no somos: “no somos fundamentalistas, no somos una subcultura, no somos unos raros, no somos ateos, no somos de derechas, no somos judíos, no somos católicos. Además, nos hemos peleado durante décadas con el franquismo para que ahora se empiece a hablar de nosotros. Y no nos gusta demasiado que se piense diferente acerca de nuestro gran logro que tanto nos ha costado obtener: esa normalidad que no inquieta a nadie”.
Esa es principalmente la razón por la que, respondiendo al productor de
American Jesus,
los evangélicos españoles no podemos hacer un reportaje sobre quiénes somos: porque somos aburridos (algo imperdonable en una pieza audiovisual), debido a que no tenemos a pastores que rompan bloques enormes de hielo con la cabeza mientras gritan el nombre de Jesús; tampoco tenemos encantadores de serpientes; el evangélico español medio lleva una existencia poco espectacular; y por supuesto no todos los jóvenes son hijos renegados de teólogos que piensan que el modo más rápido de parecer inteligente es criticar aquello que han aprendido en casa.
Seguimos reaccionando mal a la incomprensión de los demás, porque entendemos que cuando alguien no nos entiende, es porque nos está atacando; pero no siempre funciona así. De las reacciones a
American Jesus se deduce que a la inmensa mayoría de los evangélicos españoles no nos gusta escandalizar a nuestros vecinos, o que la gente sepa que acudimos a una congregación. O en el peor de los casos, no queremos prepararnos mejor intelectualmente, ni mucho menos abandonar la típica arrogancia o el paternalismo con que los evangélicos nos solemos dirigir al ente público, la mayor parte de las veces para mostrarnos como firmes críticos. Por cierto, esto es lo que Tom Sharpe, fallecido esta semana, dijo una vez de los críticos: “son excelentes conductores de asiento trasero. Saben muy bien adónde hay que ir, pero no tienen ni idea de conducir”. Pues eso.
No quisiera apartarme del tema del artículo, aunque esté conectado con el mismo el hecho de que, cuando alguien realiza un documental sobre el cristianismo, no le cuesta demasiado encontrar personajes esperpénticos. Tiene su lógica. Primero, la mayoría de estos reportajes huyen de las ciudades, donde es más fácil ver a personas normales, con un discurso relativamente fluido (aunque hay cada elemento que...), dejando aparte que el cristianismo se extiende con mayor facilidad en los ambientes urbanos que en el entorno rural; si alguien duda de esto, no hay más que ver los destinos de las cartas del Nuevo Testamento: Roma, Éfeso, Corinto... grandes ciudades de la época. En segundo lugar, cada persona llega a una iglesia con una experiencia vital, con un pasado, un trasfondo cultural; las iglesias sanas no toman esto como un estorbo, sino como algo de lo que los restantes miembros de la congregación pueden aprovechar. Pretender normalizar o generalizar a una comunidad de creyentes es un error. Sostener que la falta de perspectiva de los no creyentes es únicamente culpa de ellos es directamente un pecado.
Podemos buscar las excusas que queramos, y renegar lo que queramos de los que “nos avergüenzan”, pero por alguna razón son ellos quienes aparecen siempre en este tipo de reportajes, y no siempre será por las aviesas intenciones de un realizador.
Hay un precedente a esta historia. Se trataba de otro documental, de título Jesus Camp (2008), que levantó ampollas entre los evangélicos. Era un reportaje donde claramente se manipulaba la información para presentar a los evangélicos como obsesos de la guerra espiritual que no dudaban en recluir a niños en campamentos de oración y someterles a duras sesiones de proselitismo y lavado de cerebro; sin embargo, como un lúcido crítico y teólogo comentó, “no podemos decir que se invente los hechos”. Y más adelante: “Esta visión tan subjetiva nos lleva a la completa irrelevancia en que vive el mundo evangélico hoy. Nuestro lenguaje militarista y triunfalista habla de una guerra espiritual, que escandaliza tanto al no creyente como al cristiano que piensa. Porque vivimos en un mundo habitado de metáforas, que nos impide ya comunicarnos con nadie que no hable nuestra jerga. Es el vocabulario de nuestra música de alabanza. Es así como hablamos en nuestras predicaciones y escribimos nuestros libros. Algo para nosotros muy inspirador, pero irrelevante para el mundo que nos rodea…”. Una piruleta para quien acierte el autor de estas palabras (José de Segovia).
La última Semana Santa me tomé la molestia de alternar los péplums de sobremesa con documentales de proselitismo ateo. Pasé muchas horas navegando en plataformas tipo YouTube o Vimeo, lo que requiere mucho estómago para aguantar según qué cosas; quiero destacar dos de los más vistos. Uno se titulaba Religulous, y su responsable era el cómico estadounidense Bill Maher. Al lado de Religulous, American Jesus parece patrocinada por la Asociación Billy Graham. Este es un ejemplo verdadero de cómo un reportaje está dirigido para emitir una opinión parcial y sesgada sobre el cristianismo, intentando hacer de paso todo el daño posible. Básicamente, consiste en un recorrido de casi dos horas por los Estados Unidos, para tratar abiertamente de ridiculizar las creencias de cuantos el presentador se va cruzando a su paso. Partiendo de su experiencia personal con la religión, Maher no se esconde: se ríe directamente a la cara de pobres individuos que tienen como misión salvar a América de la invasión homosexual (sic), se cachondea del personal de un parque temático sobre la Biblia, recurre al sarcasmo y la burla cuando un grupo de camioneros se reúne para orar por él. En un par de momentos se va a Roma y Londres (donde reina el sentido común, como todos sabemos), y a Jerusalén para ver cómo un grupo de judíos se prepara para la llegada del Mesías mientras le enseñan un arsenal de herramientas que permiten sobrevivir en el desierto, llegado el caso. También dedica unos minutos a criticar en voz baja el Islam; no vaya a ser que... por supuesto, todos los creyentes con los que habla son analfabetos que viven en pueblos, y en ningún momento acude a hablar con un doctorado en teología con quien mantener una conversación sensata y mínimamente inteligente. El doble clímax de su pensamiento se resume en que Jesús era un mito porque en el Libro Tibetano de los Muertos aparecía alguien a quien crucificaban (como si ésta fuera una práctica poco habitual en la Antigüedad), y que tener creencias es para débiles.
Bien, puede parecernos por su actitud que Maher es un perfecto idiota. Pero su honestidad es indudable. Él parte de unos episodios de su infancia que recuerda con claridad: su madre recordándole continuamente que él es el centro de su propio universo y diciéndole que la iglesia es un rollo, prohibiéndole que ponga un pie en ella. Uno se pregunta qué puede conducir a una persona a querer defenderse a sí misma y a su descendencia de la iglesia. En este documental se ven algunas pistas: cada vez que se acerca a hablar con un cristiano sobre un episodio concreto de la Biblia, éste se pone a la defensiva, y parece menos preocupado de escuchar a Maher que de dejar claro que a Jonás se lo tragó un gran pez en lugar de una ballena, como si ese fuese todo el fundamento del cristianismo. Bien, tal vez Maher no soportaría un enfrentamiento dialéctico serio, lo que no resta una verdad como un templo: la falta de reflexión de los evangélicos a favor de un testimonio lleno de problemas con las drogas e iluminaciones casi místicas... con los cientos de testimonios fiables que se pierden por culpa de haber convertido al cristianismo en un pasaje del terror lleno de vidas destrozadas... una de las pizcas de cordura en su “estudio” la tiene que poner el director del Observatorio Astronómico Vaticano, quien se toma con ligereza las provocaciones de Maher y explicando que la ciencia y la fe no tienen por qué discutir, aunque ni mucho menos sean complemento una de la otra. Otra curiosidad es la literalidad con que se toma lo que las Escrituras dicen, algo muy propio de los ateos contemporáneos, pero esta es otra cuestión.
El director teatral (entre otras muchas ocupaciones) Jonathan Miller realizó para la BBC una serie de tres episodios sobre su particular peregrinaje por el ateísmo. Aquí se complica la historia, porque Miller no quiere que le denominen ateo; él prefiere definirse como descreído. Traza el recorrido del ateísmo desde la Antigüedad, prácticamente desde los dinosaurios (intelectuales, se entiende), hasta el trabajo de proselitismo de Richard Dawkins y el anticristianismo de algunos filósofos de sofá. La serie está trufada de citas que convierten al cristianismo en poco menos que un cuento para señoras inglesas
well-to-do, y lo inteligente según él es partir de lo que no cree.
Hay un entrevistado que resulta especialmente cargante que se confiesa antirreligioso, y mantiene que cualquier atisbo de creencia en un ser superior es dañino para la especie humana, y un síntoma de arrogancia; lo dice rascándose sus partes, mientras mira al televisor, todo hay que decirlo. No aparece el punto de vista de ningún creyente en las tres horas que dura la serie, y la única concesión se produce en un momento en el que Miller está en el interior de una iglesia románica y confiesa con su acento de Cambridge que su amplia cultura no sería la misma sin la barbarie religiosa que tantas obras de arte ha dado al mundo.
Nos puede resultar pedante la historia de “no estoy seguro de qué creer pero sí de cómo no hay que descreer haciendo creer que creo” expuesta por el señor Miller. Pero no se equivoca al denunciar los atropellos cometidos en nombre de Dios durante siglos; y no solo nos referimos a la Inquisición o a las Cruzadas, también entra el juicio rápido, o la incapacidad para acercarnos al prójimo de que hemos adolecido los cristianos durante siglos, tanto individual como colectivamente.
Llegados a este punto, cabe preguntarse: cuando vamos a analizar uno de estos documentales, ¿a quién queremos defender, y de quién? Aunque no nos representen, ¿qué hemos podido hacer nosotros para que los demás piensen equivocadamente de nuestra apariencia? A veces nosotros mismos exageramos la percepción de los demás. American Jesus es un claro ejemplo: muchas de las cosas que más han herido a quienes lo han criticado con dureza no aparecen en el documental. Lo que molestó de verdad en todo este asunto fue que la cadena vendiese el producto como algo que no es; y alguno añadiría: con dinero público. Pero eso no quita el hecho de que los evangélicos nos hemos ganado a pulso que nos vean como unos chiflados; ahora, mi pregunta no es si esto es cierto, sino si es malo que la gente vea el evangelio como escandaloso.
¿No será que nuestro deseo pasa por, sencillamente, salvaguardar cierta apariencia externa? Quizá nos molesta ser confundidos con unos frikis. O bien nos hemos acostumbrado a testificar de oído, según lo que hemos escuchado pero no llegamos a creernos completamente.
Personalmente, ya que hablamos de cómo nos ve la gente, no quiero que me tomen por alguien “normal”, no me interesa vivir una vida sin sobresaltos ni dificultades; me incomoda que se acepte mi fe sin que haya preguntas de por medio, o que la gente responda a ella con indiferencia. La fe no se construye desde la fortaleza filosófica, o la negación del fanatismo, sino a partir de lo que Cristo hizo, y sigue haciendo, por el débil.
La cruda (y afortunada) realidad es que no podemos esquivar la crítica. Ni deberíamos desear que nuestro tránsito por esta vida pase sin que dejemos una huella.No cargamos con una ideología, y tampoco pretendemos que la fe sea razonable. ¿Cómo podría ser razonable una vida que no depende de lo que el creyente ha elegido, sino de lo que Dios ha hecho por reconstruir una relación personal?
Pienso que deberíamos bendecir a los que ofrecen una visión parcial y hasta manipulada sobre los creyentes, por un doble motivo: porque es un síntoma de que hay una necesidad por cubrir, y porque se nos está dando a entender que la fe no es un aspecto inofensivo. La fe en Jesús el Salvador permanece como motivo de discusión y fértil terreno cinematográfico. Y lo que es más importante, Cristo sigue siendo sangre y carne de cine documental.
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