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Tercera muestra de un poeta ecuatoriano/ y 2
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Gloria de la Presencia (Bruno Sáenz)

Bruno Sáenz desnuda su corazón cuando el Espíritu lo moviliza para testimoniar sobre el magno misterio del Cristo.
POR EL ÚLTIMO ADÁN AUTOR Alfredo Pérez Alencart 07 DE JUNIO DE 2013 22:00 h

POESÍA DE BASE BÍBLICA
Se purifica la visión y el lenguaje cuando el poeta se adentra en el caudal de la Palabra, en las constelaciones del Verbo… Y da noticias de aquello que resiste a las miradas, de la breve eternidad de la Presencia.

Mientras otros se ponen camisas de fuerza para hacerse los incrédulos, Bruno Sáenz decanta su voz para que la inocencia no pierda vida, para que el nunca Contemplado retrase la oscuridad que desfalca hasta el alma de los hostiles. Sáenz ampara sus versos en el Defensor y en los hechos de las Buenas Noticias, del Evangelio que hay que entrañar para sanar la anemia de la fe.

Vuelvo a resaltar que su poemario Iluminaciones para un libro de horas (Rayuela editores, Quito, 2012, pp. 151) es un Arca que contiene lo mejor de su lírica madura, limpia a fuerza de paciencia, milenaria y posmoderna a la vez. Múltiples vertientes, temas para todos los gustos se pueden encontrar en este libro que recomiendo con absoluta certeza.

Dentro de la poesía de temática bíblica, Bruno Sáenz viene dejando su impronta de testigo verdadero, de seguidor del Cristo que nos vivifica y orienta.

En su libro El caminante mira como pasa el camino (Quito, 2012), el poeta destila su pensamiento en prosa, para reflexionar sobre la escritura lírica, la de él y la de la mayoría de poetas: “…la voz poética está, por fuerza de necesidad, al servicio de algo: el pensamiento, el rito, el misterio, la humanidad… El egocentrismo del poeta se convierte en don, en generosidad, en reparto del pan sobre la mesa común. Aunque el sitio de honor esté vacío y esté ausente el an­fitrión. (Su lugar no es el que se asigna a la presencia fí­sica; es el del canto, de la profecía o de la admonición...). La poesía también es paradoja” (pp. 142-143).

SIETE POEMAS QUE NO DESERTAN
He aquí siete textos tomados de Iluminaciones para un libro de horas. Son poemas que no desertan, que reconocen la gloria de la Presencia, la libertad que ofrece el Señor.

TRANSFIGURACIÓN
No me hace falta saber por qué tu condición
de hombre roba las luces del alba
y a la vez la palpitante profundidad de la noche;
cómo atrapas con la red de tu sapiencia las almas
del juez y de los profetas,
la cosecha de la muerte. la lucidez de los sueños.
(El apóstol no consigue recuperar sus sentidos,
dar al torpe balbuceo el limpio aliento del verbo).
La narración evangélica es tan solo una metáfora,
un esfuerzo de la pluma para abarcar lo inefable,
para decir la verdad de la sencillez suprema,
por explicarnos aquello que excede al razonamiento
y confunde la soberbia del maestro de la letra,
la facundia del tribuno, la fuerza del alegato:
la gloría de la Presencia, la encarnación
sin la falta, sin el lastre de la arcilla;
lo Uno, lo Indivisible.

LA MANO DE UN NIÑO
La Gracia no da comienzo a la elocución discreta
con encendidos discursos, con la lengua enardecida,
con el viento que simula la facundia del Espíritu.
Por seducir al oído, prefiere el humilde ejemplo,
narra el misterio en la forma velada de una parábola,
deja la frase a la boca del que ignora por Quien habla,
el origen extremado y dulcísimo del Verbo.
Pueda el buey de mi experiencia sujetarse al manso yugo,
acomodar su desidia a la magnánima empresa.

Escucho el ala levísima: sigo el santo sacrificio
con paño recogimiento, con volubles reflexiones.
Unniño ignoro su nombre- viene a ofrecerme la mano.
la faz serena del ciclo, la paz, la risa confiada,
la gratuidad de los dones.
Tomo en mi diestra la suya.
Comparto con el Señor la aurora de la inocencia.

Lo se bien: el malo siembra su semilla, la sospecha,
el funesto balbuceo de la duda en tierra fresca,
en los primores del día,
pero el vil remordimiento, la desilusión, el tedio,
la malicia que a si misma de madurez se disfraza,
a desterrar no se apuran de mi palma las señales
de los dedos infantiles, de su tierna quemadura.


PARAÍSO PERDIDO
Se halla en alguna comarca, por el desierto
o los cerros, junto a una arruga del alma.
Abel no siente el deseo de llamar a los portones.
No va a desafiar al ángel, a la guadaña de fuego.
Le basta con la aventura de dar un nombre
a los seres, un contorno a la morada. Por el cordel
de la luz, aspira a iniciar el ojo el ascenso a la mañana.
Para el pastor, es benigna la custodia del ganado.
Desconoce el trashumante la desidia o el reposo.
Conserva para Yavéh la grasa de los corderos,
la humareda bienoliente. Oye los pasos discretos
del Señor, el cascabel siniestro de la serpiente.
Su paciencia ha transformado el arenal en campiña,
la choza en templo y asilo, la pobreza en la alegría d
e la labor bien cumplida, de la elección conveniente.
Cuando se rindan sus huesos a la tierra y a la sombra
habrá llegado a su sitio, a la más tierna pastura,
la heredad de sus ancestros.
(Las murallas derribadas, la rosa recién abierta...)

MUDEZ
No guarda la garganta del hombre vocinglero
la palabra ejemplar aprendida del Ángel,
la que Adán pronunciaba para nombrar al Padre.
Poco cuentan la lengua, su dignidad, su ingenio.
Hemos de resignarnos a esquivar el misterio,
a sugerir la gracia
(de costado, a hurtadillas),
con amor unas veces, otras con desespero;
a conocer la dura materia del vocablo.
Si se alza brevemente el nubarrón que empaña
por igual las pupilas y las cimas
del monte Sinaí y el Calvario,
el vidente no puede asirse a la experiencia:
“Ni el ojo humano ha visto, ni oyó la oreja humana...”
Calla la profecía. Se ha mordido los labios.
La visión se desangra en la ceguera súbita.

EPULÓN LLAMA A LAS PUERTAS DEL CIELO
¡Cuan grande ha sido el esfuerzo!
¡Cuan desmesurado, el vuelo!
Si para ascender el alma necesita despojarse
de la perniciosa herencia de la carne, del cubierto
y el puesto vano en la mesa, de la sábana piadosa,
aun de la viga del ojo, ¿cómo ha llegado Epulón
a las puertas del Empíreo sin arrancarse la túnica,
con las arrugadas planas firmadas por el escriba
para amparar su derecho de amo y señor del sepulcro,
de dueño del camposanto? ¿Con la cadena de plata
ceñida igual a una cuerda a un doblez de la garganta?
Sujeta bajo la lengua la amarga pieza de cobre
que ha de ceder a Caronte. ¿Ampara tal vez la audacia
en su fama y la insolencia en la mayor desventura?
(Cristo pronuncia su nombre para ilustrar la parábola
de la ruina del avaro y la perdición de su alma).
No halla fuerzas suficientes para llamar a la puerta.
Sacude un poco las cuentas metálicas de la alhaja.
El fulgor del sol naciente compite mal con el brillo
del esmalte bien pulido. Agita el triste abanico
de papeles fiduciarios, de extraviados adelantos.

DON DE LENGUAS
Fue primero la garganta desgarrada de la llama.
Escuchamos enseguida el alarido del alma tendida
como la espalda de un buey en la reja ardiente,
y el "sí" terrible del Verbo, repetido por la lengua
exultante del Espíritu. No sacó la tempestad
los portones de los quicios, no puso a volar las tejas
nitrizó las inestables estructuras de la casa.
El aliento del abismo abrió las cajas durísimas
de los cráneos apostólicos para sacudir el polvo,
el vocablo malgastado, para limpiar de sus testas
la letra de la escritura, los sutiles comentarios,
las piadosas adiciones, los detritus de la mosca.
No se quemó la argamasa, no se evadió la cordura.
Cuando salieron los doce guardaban la magnitud
de la condición hu­mana. Nadie vio allí la tarea
de la suprema sapiencia ni halló el miste­rio instalado
como una interrogación alrededor de los rostros.
Tomó la revelación la apariencia del sonido.
Cedió su lugar el ojo a la elocuencia, al sentido
encarnado en la Palabra, a un lenguaje despojado
de la letra y de la sílaba, ajeno a la controversia,
enemigo de la insípida discusión y de la duda.

HOMBRES DE BARRO
Asientan el paso breve sobre el granito y el polvo,
por las sen­das deleznables de la hora
y de la memoria. No enderezan sus espaldas
la aspiración a la pluma, el fardo leve del ala.
Si el pie se alza de la tierra, halla enseguida
acomodo en escalón más propicio.
Forjan la faz del espíritu con el yunque
y el martillo, con la tinta y la palabra,
con el mármol y la azada. Arrebatan de los suelos,
por la fuerza, la materia de puentes y de columnas.
Atraviesan los abismos. Vislumbran,
entre las nieblas, las puer­tas del infinito,
el cofre donde se abisman la noche oscura,
el misterio, la letra que los descifra.
Desterrados desde siempre del jardín
del Paraíso, adelantan sus empeños la urgencia
de la visita, del feliz descendimiento,
de la encarnación del Verbo.
Obligan a las alturas a posar sobre la tierra
una hilacha de la Gloria.

Bruno Sáenz desnuda su corazón cuando el Espíritu lo moviliza para testimoniar sobre el magno misterio del Cristo.
 

 


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COMENTARIOS

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Respondiendo a

Manuel
17/06/2013
07:55 h
2
 
¿¿¿Y dónde se consiguen sus libros en México....???
 
Respondiendo a Manuel

José Rendón
09/06/2013
23:53 h
1
 
Me gusta la poesía de este escritor ecuatoriano. Gracias, Alfredo, por presentarlo en este blog.
 



 
 
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