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(sea que yo soy Giotto ¿para qué más? mi nombre como un largo poema valdrá)
Al inicio de la vía Pecorari de Milán se yergue la iglesia de San Gottardo (venerado por los enfermos de gota), que fuer construida en 1330 como parte de una capilla y sepulcro ducal por (y para) el fundador del estado Azzone Visconti. El señor lombardo varió la dedicatoria original debido precisamente a su problema de gota y diseñó la torre con campanario de planta octogonal; aun sufriendo diversas remodelaciones, sigue siendo el primer caso de reloj público de la ciudad.
En el interior del templo, resiste a la degradación y a los terremotos un fresco sobre la crucifixión [ver imagen 1] en el que muchos de sus habitantes contemplan turbados la escena sin saber de su propia desaparición. A algunos de los presentes se les han desvanecido los ojos. Hay una figura que ve sus ropajes confundidos con el mismo tono del fondo; parece que alguien no tuvo la gentileza de explicarle que ese día no debía vestirse de cielo.
Los pigmentos que sobreviven son los más puros, los que dependen de la naturaleza del material antes que de la técnica que resulta de la emulsión de yema de huevo empleada para la mezcla. La opacidad del rojo cadmio conviene a la piedra, a pesar de la veloz decoloración. Queda la profusión de la tierra verde bajo el marfil negruzco. Faltan aún casi cinco siglos para el descubrimiento del azul de Prusia definitivo, y su fórmula tan solo se intuye: todo artista contemporáneo a Giotto sabe que la cochinilla (que luego se mezclaría con hierro y alumbre) acabará por desintegrarse.
Giotto di Bondone (1267-1337) trató que su obra perviviera en materia, probando la sangre de los animales, buscando una vivacidad intensa de lapislázuli; se esforzó en perfeccionar su habilidad, introduciendo un nuevo sentido del volumen y poniendo la excelencia al servicio de un escorzo vertical; expandió su imaginación hacia temáticas increíbles [imagen 2], variaciones casi obsesivas y elementos inéditos, como la incorporación de las cabezas de adultos flotantes, rodeadas de oro. Sin embargo, llegó pronto a ciertos lugares donde nadie quería quedarse: tuvo cierto éxito al final de su vida, pero pagando el precio de anticipar la deuda con la naturaleza que, según explica Vasari, cualquier artista contrae al instante de ponerse a crear... lo que desemboca en ser marcado para la posteridad como un ser repleto de dudas y sombras.
Giotto siempre despierta polémica. Cuando no es por la atribución de su autoría a un determinado mural, es por el modelo de preservación y restauración de sus obras... polémicas inherentes a un autor de hace siglos, pero especialmente afiladas en el caso del toscano, sobre cuyo legado e influencia circulan las más enfáticas y extravagantes. No son solo los terremotos físicos los que ponen en peligro los frescos; los seísmos en forma de disputa también prolongan la sensación de que poco puede hacerse ya para conservar la integridad de las pinturas.
La época en que vivió y desarrolló su arte Giotto tampoco fue fácil: el siglo XIV fue el siglo de las epidemias desconocidas, se produjo el descubrimiento para los europeos (en Florencia, por cierto) de la pólvora aplicada al armamento, y los gobernantes eran ciertamente desastrosos (pensemos por un momento en Alfonso XI, o en su sucesor Pedro I de Castilla,
El Cruel para los amigos), incapaces de instaurar la paz y resolver las tremendas hambrunas que asolaron el continente; se sabe por pruebas con carbono que la temperatura de la superficie terrestre disminuyó sensiblemente, lo que afectó a las cosechas y dio inicio a lo que se conoce como Pequeña Edad de Hielo... ello unido a la lenta y penosa salida de la civilización de una oscura Edad Media para acabar en otra tiniebla más densa. Giotto debió morir creyendo que la humanidad no podía estar más cerca del Apocalipsis: en 1337 comenzó en Francia la Guerra de los Cien Años.
Teniendo en cuenta este contexto, brilla con fuerza la ruptura con la edad anterior en las formas, resalta el avance en la profundidad y el espacio. La renovación en la expresión de los rostros es inquietante por su realismo, y más aún, por su exactitud (en este aspecto, su influencia sobre artistas posteriores como Lorenzo Monaco [ver imagen 3], o Fra Angelico, es indiscutible); los explosivos tonos sembraron sin duda la admiración de pintores tan contemporáneos y obsesionados por el estudio del color como Rothko... siguiendo esta idea, se inauguró hace cuatro años en Berlín una importante exposición donde se podía comprobar la sensación tangible que cautivó al de Letonia en el trabajo sobre el pigmento como base estructural de la representación aún por fijar en el soporte.
Pero el tiempo es implacable. No es el único elemento en cuestión, aunque contribuye como pocos a desvanecer aquello que nos parecía sólido. La pintura mural sobre el festín de Herodes [imagen 2] es otro ejemplo: se intentó lavar el fresco a mediados del siglo XVIII, con deprimente resultado. Con todo, impresiona la escena: la disposición de los personajes, el músico en un aparte y ajeno a lo que sucede, los dos episodios con la cabeza de Juan Bautista (invisible pero ocupando su hueco) que pueden localizarse gracias a la versión de Monaco [imagen 3].
Incluso los momentos más vívidos y portentosos de la historia se ven amenazados por el carácter perecedero del hombre; lo decía el salmo sobre el hombre: un suspiro que se pierde entre las sombras (39:6). Lo curioso es que permanece el sacrificio mientras desaparece la crueldad.
Imagen 1
La crucifixión (detalle), 1339
Fresco
San Gottardo in Corte, Milán.
Imagen 2
El festín de Herodes, 1320
Pintura mural
Capilla Peruzzi, Santa Croce, Florencia.
Imagen 3
El banquete de Herodes, Lorenzo Monaco (Piero di Giovanni)
Tabla, 34 x 68 cm.
Museo del Louvre, París.
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