Sus palabras me ofendieron. ¿Cómo podía él decir con esa calma y solemnidad que nuestras acciones futuras serían tan traicioneras? ¿Cómo osaba predecir un comportamiento tan vil por nuestra parte? Pero la seguridad con la que hablaba hizo que me estremeciera y, por primera vez en aquella noche frente a los olivos, sentí frío. No podía hablar en nombre de mis compañeros, pero sí podía hacerlo en nombre propio. Sabía hasta dónde podía llegar por ese hombre sencillo pero maravilloso, por ese hombre que brillaba desde dentro con tal fuerza que los poros de su curtida piel de carpintero no podían retenerla. Esa luz divina que calentaba, alentaba e iluminaba nuestros corazones y nos anunciaba que el Reino de Dios se había acercado, por fin. Era el Cristo, el Hijo del Dios viviente y yo disfrutaba de su cercanía. Lo tenía muy claro. Estaba dispuesto a darlo todo por él, a dar mi vida por salvar la suya.
Había dejado mi trabajo y descuidado a mi familia por seguir sus pasos. Había escuchado y venerado cada una de sus sabias palabras sin dejar caer ninguna a tierra. Le había dicho cuánto significaba para mí... pero en esos momentos él parecía haberlo olvidado. ¿Cómo si no podía decir con tanta serenidad que iba a abandonarle, como una oveja asustada huye despavorida cuando alguien hiere a su pastor? Sin duda, la tristeza que acababa de embargarle pensando en los duros acontecimientos que anunciaba, era la que le hacía hablar así.
Pero había tanta seguridad en sus palabras... Era la seguridad propia del que ya sabe qué va a pasar, del que sabe el final de la historia y no se sorprende ya por los acontecimientos. El Maestro no cometía errores. Hacía cosas incomprensibles, eso sí, como cuando precisó pasar por Samaria o desoyó nuestros consejos y resolvió ir a Jerusalén, pero nunca se equivocaba.
Por eso cuando dijo que todos nos escandalizaríamos y le abandonaríamos, tuve que levantarme para negarlo, como si liberando de mis labios esa promesa de fidelidad, pudiera sellar mi futuro y frustrar sus profecías.
“-Yo no, Señor, yo nunca lo haré” -era más una súplica que una afirmación.
Sus palabras fueron todo un enigma para mí, y solo el desarrollo de los acontecimientos me hicieron entender lo que había querido decirme:
“-Simón, Simón, Satanás os ha pedido para zarandearos... pero yo he pedido por ti, para que tu fe no falte, y una vez que seas vuelto, confirma a tus hermanos.”
Las palabras del Maestro estaban cargadas de sentimiento y ya daba por hecho que le abandonaría. ¿Cómo podía estar tan seguro de que ese sería mi comportamiento? ¿Esa misma noche, después de haber compartido la cena, de haber dejado que me lavara los pies, después de cantar juntos? Pensé que no era posible, que el Maestro debía estar equivocado. Estaba tan seguro de que nunca podría dejarle que no pude guardar las palabras que brotaban sinceras de mi corazón herido.
“-No, Señor. Dispuesto estoy a ir contigo no solo a la cárcel, sino también a la muerte.”
“-Te aseguro que esta misma noche, antes de que el gallo cante, tú, Pedro, me negarás tres veces”.
Nunca imaginé que esas palabras se cumplirían y que el sonido de ese animal me produciría, en unas horas, la vergüenza tan infame que me produjo. Mi comportamiento fue imperdonable.
Tan descolocado me dejó el Maestro con sus afirmaciones, tan compungido porque anunciaba su muerte inminente, que una tristeza profunda pesaba sobre mis párpados impidiéndome acompañarle en oración. Las lágrimas vertidas sellaron mis ojos y por más que el Maestro imploró que velase con él, cedí al sueño y a la inconsciencia.
Ah, pero cuando desperté y vi a los principales sacerdotes, a los jefes de la guardia y a los demás que se acercaban a Jesús con espadas y palos, y a Judas que le sentenciaba con un beso, vi la oportunidad de demostrar cuán equivocado estaba mi Maestro. Pensé que sería capaz de defenderle, que sería capaz de detenerles. Muy poco había entendido del objetivo de mi Maestro, y de que en realidad nadie le apresaba; era él, voluntariamente, el que se entregaba.
No entendí, en ese momento, porqué recogía la oreja que con tanto fervor yo le había cortado al siervo del sumo sacerdote y me reprendía obligándome a guardar la espada. Muy poco había aprendido del incalculable amor que Jesús desbordaba y de lo necesario que le era padecer para sellarlo.
“Todo esto sucede para que se cumplan las Escrituras”, dijo. Y nosotros no pudimos entenderle. Se entregó sin ofrecer resistencia y sin permitir que nadie le defendiera o le detuviera. Estaba resuelto a cumplir su misión a pesar de que incluso nosotros, sus más allegados, sus más queridos amigos, cumplimos sus funestas previsiones y huimos como pusilánimes.
Pero el amor que sentía por él era sincero y no pude alejarme demasiado. Les seguí hasta la casa del sumo sacerdote. La turba que acompañaba al dueño, al dirigente religioso, se sentó en el patio alrededor de una hoguera y yo me senté junto a ellos intentando pasar desapercibido. Pero me resultó inútil. Una de las criadas se fijó en mí y me reconoció. Todas las miradas se posaron en mí al instante. Al verme descubierto dije sin pensar:
“-¿Qué dices, mujer? yo no le conozco.” -y salí a la entrada nervioso.
Pero la criada no se quedó tranquila y empezó a decirle a los alguaciles que yo era de los que estaban con Jesús. Asustado, volví a negar conocerle. De fondo cantó el gallo, pero estaba tan preocupado por demostrar que no era amigo del Maestro que el cacareo del ave no me alertó del camino en el que me estaban introduciendo mis ligeras palabras.
Me esforcé en disimular, pero estaban recelosos, y como una hora después, uno de ellos se atrevió a decir que yo era un discípulo del nazareno porque tenía acento galileo y mi forma de hablar “sonaba a discípulo...”
Entonces, presa del pánico empecé a maldecir y a jurar, negando todo contacto con Jesús, desesperado por mitigar todas las dudas que se albergaban contra mi persona y las consecuencias que eso podría acarrearme.
Mientras hablaba, impulsado por la tensión del momento, el gallo volvió a cantar y la claridad volvió a mi mente trayéndome el recuerdo de sus palabras: “antes de que el gallo cante dos veces, me negarás tres veces”. Enmudecí en el acto y me encontré con la mirada profunda y penetrante de mi Maestro. La vergüenza se lanzó sobre mí con fauces de lobo hambriento y solo un instante fue necesario para que hiciera pedazos mi alma y convirtiera mi fe en jirones. ¡Lo había hecho! ¡Había negado al Maestro!
Salí de allí hecho un mar de lágrimas. Destrozado por lo que acababa de hacer. Tan enfadado conmigo mismo que sentía que no era digno ni del aire que llenaba mis pulmones. ¡Oh, si hubiera podido volver al pasado...! ¡Si se pudieran borrar esos momentos que se asoman a la ventana de nuestra memoria y arañan el corazón haciéndonos sentir miserables y putrefactos! No podía perdonarme por lo que había hecho. Lágrimas amargas ardían en mis ojos y mejillas. La garganta se me había hecho un nudo que me estrangulaba y el dolor por la traición cometida me aplastaba el pecho. No había perdón para mí...
Las horas siguientes fueron terribles. Corrió la noticia entre los discípulos de que Judas se había quitado la vida. Aunque era triste, una parte de mí sintió admiración. Me pareció más valiente que yo. Todos los discípulos se sentían avergonzados por haber abandonado a Jesús. ¡Uno incluso huyó desnudo! Pero mi comportamiento era más grave. Yo sabía lo que había hecho y no podía perdonarme por ello.
Ver a Jesús golpeado, maltratado, ensangrentado, cargando con la cruz en la que le colgarían más tarde, no ayudó a mi atormentada mente a encontrar descanso o justificación. Tampoco verlo allí colgado, desnudo y sufriente, me ayudó a sentirme menos culpable. Todo lo contrario. Mil formas distintas de ayudarle sacudían mi mente a cada instante. Me imaginaba colgado en la cruz de al lado y me parecía que eso sería menos doloroso que estar contemplando esa escena como mero espectador.
Jesús estaba sufriendo por mí, por mi culpa, por mi traición, por mi temor, por mi miseria, por mi indignidad... Las lágrimas que vertía me vaciaban por dentro dejándome seco y sin vida.
Verlo morir de esa manera... Cuando el cielo se oscureció pensé que solo era un reflejo de mi alma podrida y que ahora que ya no estaba él... ¿qué sentido tenía la vida? Su partida me desgarró completamente.
Los días y las noches que siguieron a su muerte fueron las peores de mi vida. El aire me asfixiaba en los pulmones. No podía comer y el agua era como la arena del desierto en mi garganta. Ya no me quedaban lágrimas por verter. Ya no me quedaba nada.
“Después que haya resucitado” “Después que haya resucitado”, eran las palabras que se repetían en mi mente cuando el sueño me vencía por fin, pero no me daba descanso.
Jesús había dicho que cuando resucitara iría delante de nosotros a Galilea, ¿nosotros? Ya no podía formar parte de ese “nosotros” después de lo que le había hecho al Maestro. Le había fallado vilmente. ¿Acaso si resucitara de entre los muertos querría tenerme cerca otra vez? ¿Acaso podría yo acercarme al Maestro? ¿podría implorar su perdón? ¿podría recuperar su confianza después de semejante traición? La negativa de mi subconsciente me martilleaba en la cabeza y me abatía, condenándome a una muerte en vida. No había perdón para mí. No me lo merecía.
Estaba con Juan cuando María Magdalena vino ante nosotros, pálida como una muerta, y nos dijo que el cuerpo del Señor había desaparecido. ¿Lo habían robado? ¿quién? ¿por qué? ¿Era posible? ¿Realmente era posible que el Maestro hubiera resucitado de los muertos? Un rayo de esperanza se coló en mi pesar. En ese momento no me importó la vergüenza o la tristeza, todo eso quedó relegado mientras corría al sepulcro.
La piedra había sido totalmente apartada. Juan, que había corrido más rápido que yo, estaba petrificado a la entrada de la tumba. Sin pensarlo dos veces entré. El sudario estaba enrollado en un lugar a parte, separado de los lienzos que también estaban allí. Ni rastro del cuerpo de Jesús. ¿Era posible volver a la vida después de muerto? ¿Había algo imposible para ese Ser tan extraordinario que no dejaba de sorprenderme? ¿Era posible que tal como nos avisó hubiera resucitado?
De nuevo, como la ola que llega a la orilla y borra las huellas en la arena, mis pensamientos, enviados por mi torturadora conciencia, borraron la brizna de alegría que se había posado por unos instantes en mi maltrecho corazón. El Maestro ya no querría que le acompañara. No después de haberle traicionado. Estaba seguro de que no querría volver a verme...
Desalentado volví sobre mis pasos con el alma compungida y el corazón hecho pedazos. La vergüenza dejó paso al arrepentimiento y a la impotencia de no poder cambiar mis actos. No me quedan palabras para expresar sentimientos tan amargos y corrosivos. Aún hoy, al recordarlos, mi cuerpo se estremece y las lágrimas empañan mis gastados ojos.
Pero no entendía entonces que el amor del Maestro sobrepasa todo entendimiento y que es ese amor el que produce el perdón sanador.
Mucho alboroto hubo a lo largo del día entre los discípulos de Jesús, y aunque yo me sabía indigno de estar entre ellos, no me sentía capaz de abandonarlos y alejarme. Las mujeres se me acercaron como para hablarme en confidencias. Me dijeron que tenían un mensaje especial de un joven angelical cubierto con vestiduras blancas: “Id, decid a sus discípulos, y a Pedro, que él va delante de vosotros a Galilea”.
Casi no podía creer las palabras que esas buenas mujeres estaban compartiendo conmigo. ¿Cómo era posible que después de lo que había hecho, el Señor me tuviera en cuenta? Ya no me cabía duda de que no había nada que se escapara al conocimiento del Maestro y que mis sentimientos no eran ningún secreto para él. Después de todo... sí había esperanza. La luz de la dicha empezaba a brillar en mi corazón.
Todas las dudas acerca de su resurrección se disiparon cuando apareció de la nada en aquella habitación. Hasta entonces podíamos pensar que solo fuera una mala pasada de nuestra imaginación, una quimera urdida por el deseo que teníamos de que el Maestro volviera a la vida y se trajera con él sus promesas de futuro. Pero cuando, sin abrir puertas ni ventanas, apareció ante nuestros ojos con un: “Paz a vosotros”, mi corazón se sobresaltó de alegría y temor reverente. El Cristo, el Hijo del Dios viviente se había levantado de los muertos para consolidar sus promesas y sellar una herencia incorruptible en los cielos para nosotros. Nuestra salvación le había costado un alto precio. Tuvo que arrancar nuestras almas de los dedos fríos de la misma muerte depositando a cambio la suya por escasos tres días. Como decía el profeta, por su dolor, terrible dolor del que yo mismo fui testigo, fuimos nosotros curados.
Pero mi curación no era completa todavía. Ocurrió en la playa...
Había ido a pescar al mar de Tiberias, tenía que hacer algo, debía volver a mi vida, a mi oficio. Otros discípulos me acompañaron. Ya había amanecido cuando un hombre nos preguntó desde la orilla si teníamos algo de comida, pero el mar no estaba de nuestra parte y no habíamos conseguido pescar nada. El hombre nos dijo que echásemos la red a la derecha de la barca y que conseguiríamos pescar. Obedecimos sin saber muy bien porqué e, instantáneamente, la red se llenó de tantos peces plateados y brillantes que no podíamos con ella. Me recordó otra pesca, una pesca milagrosa que casi hunde nuestras barcas y que se produjo por una orden de Jesús. Juan llegó a la conclusión antes que yo. ¡Es el Señor! Gritó. Sus palabras fueron como un resorte que impulsaba mis movimientos. Automáticamente, cogí mi ropa y me lancé al agua. Estaba fría, y la sensación de la ropa mojada pegándose en mi piel era desagradable, pero debía hablar con él. Nadé hasta la orilla todo lo rápido que mis brazos me lo permitieron. Ya en la arena, tropecé por las prisas y estuve a punto de caer. Jesús aguardaba en pie, sereno y paciente. Ya no podía echarme atrás y tampoco quería. Debía enfrentar la situación y aceptar su castigo, su desprecio, su reprobación. Pero, al mirarle, no fue eso lo que encontré. Su mirada era tan profunda que me desnudaba el alma. No pude permanecer en pie en su presencia. Caí de rodillas frente al Maestro, arrepentido por la ofensa que había cometido en su contra. Le miré los pies que habían sido traspasados por mi cobardía y recordé a María enjugando en ellos sus cabellos, con sus lágrimas. En ese momento, yo hubiera hecho lo mismo. Quería tocarle, pero me sentía indigno. Jesús tocó mi hombro. Alcé la vista encontrándome de nuevo con su mirada escrutadora y sabia, pero para mi sorpresa, no había rencor en sus ojos, ni rechazo, ni reproche.
Los otros se bajaron de la barca y se reunieron con nosotros. Jesús había preparado una hoguera y un pez se asaba en las brasas. Mientras ellos hablaban, yo reflexionaba en silencio. Me sentía avergonzado e indigno, a la vez que nervioso y preocupado. Después de compartir el pan y el pescado, el Maestro me preguntó:
“-Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que a estos?”.
No dudé ni un instante cuando le contesté que le amaba.
“-Apacienta mis corderos”, fue su extraña respuesta.
Pero Jesús no se quedó ahí y volvió a preguntarme una vez más:
“-Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?”.
Claro que sí, ¿cómo no iba a amarle?
“-Pastorea mis ovejas”, fue de nuevo su respuesta.
La tercera vez que me preguntó entendí el sentido de su insistencia. La tristeza me encogió el pecho y sentí un escalofrío. Por tres veces le había negado y por tres veces me preguntaba si le amaba de veras. Ninguna palabra de condena, crítica o censura salió de su boca. Lo único que me transmitían sus palabras, su mirada, sus gestos era su compasión, su amor. La compasión y el amor que desprende el que perdona.
Entonces recordé sus palabras cuando me avisó de que le negaría: “Una vez vuelto, confirma a tus hermanos”. Ahora lo entendía. Lo veía claro. El Señor me restauraba a su amistad. Jesús me perdonaba y me daba una nueva oportunidad para seguirle y servirle.
Su perdón me llenó de una paz sublime y cálida y, aunque mi memoria nunca olvidará mi vil comportamiento, puedo sentir misericordia por mí y no el odio destructivo que me consumía. Ese era el poder del perdón. El mismo que yo experimenté y que debía compartir con mis hermanos. “Apacienta mis ovejas”. Esa era mi misión. Llevar a las ovejas del Maestro a páramos tranquilos y confortables en los que les demostrara el gran amor de su Dios hacia ellos y su perdón sin igual. Pastorearlos a un lugar en el que fueran sanados por el perdón y el consuelo, donde el amor cubriese multitud de pecados.
Esa era mi misión y la cumpliría aunque me costase la vida. No volvería a dejar que el rencor se me pudriera en el pecho y me marchitara el alma. Recurriría al perdón sanador de Jesús y lo extendería a mis hermanos, los confirmaría. Y ante cada ofensa o desprecio me recordaría a mí mismo y a los demás, la respuesta que me dio el Maestro cuando le pregunté:
“-¿Cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete?”
“-No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete”.
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