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Solidaridad: de lo íntimo a lo personal

¿Por qué cuento esta historia íntima de los Orellana-Castillo? Si siguen leyendo lo sabrán.
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 26 DE ABRIL DE 2013 22:00 h

«Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios» (Hebreos 13.8).

La vida tuvo que darme un golpe bien duro para que aprendiera el principio de solidaridad y adhiriera a él poniéndole pies y manos al principio bíblico que, a lo largo de la Escritura nos enseña que vivir en comunidad implica saber recibir y ser generosos en el dar.

Yo era un muchacho de poco más de veinte años, casado ya con tres hijos pequeños y una esposa esforzada y trabajadora. (El cuarto creció en el vientre de su madre cuando ésta, después de un día de trabajo agotador enseñando a niños de la escuela básica y de pasar casi a la carrera por la casa para atender a su familia seguía presurosa rumbo a la universidad para obtener su título de profesora de Estado.)

Por ese tiempo, yo creía que me bastaba a mí mismo para enfrentar el mundo. La idea de solidaridad no cabía en mi esquema de vida. Lo que yo era y sería, habría de conseguirlo con mi propio esfuerzo. Es lo que me repetía a menudo. No aceptaba la idea de que alguien me regalara nada. Miraba con desprecio a un compañero de trabajo que un día apareció luciendo un sombrero que había usado nuestro jefe.

Lo que yo llegara a tener me lo compraría con mi dinero; y si mi dinero no me alcanzaba, sencillamente no se compraba.

Afortunadamente, vino el golpe duro de que hablo y que me hizo cambiar a tiempo mi manera de pensar; digo a tiempo porque pude transmitir a mis hijos el concepto de solidaridad en lo cual creo que me ha ido bastante bien. Los que los conocen pueden dar fe de lo que afirmo.

Un día sábado del mes de febrero de 1964, a eso de las seis de la mañana, nos despertaron los gritos desesperados de la muchachita que le ayudaba a Cire en los quehaceres de la casa. La encontramos corriendo por la sala, completamente desorientada, mientras la casa se nos empezaba a incendiar por la cocina. Vivienda de madera y con la ayuda del viento, en pocos segundos el fuego lo había cubierto todo. En pijamas alcanzamos a sacar a nuestros tres hijos antes que todo fuera reducido a escombros. Quedábamos, literalmente, en la calle. Con solo lo puesto: pijamas y sin siquiera zapatos.

El orgulloso, el que se bastaba a sí mismo, el que había estado listo para rechazar cualquiera cosa que alguien quisiera regalarle, no se atrevía a levantar la vista para mirar el futuro: sin casa, sin ropa, sin dinero, sin muebles, sin libros, sin nada.

Así estábamos. Consternados, los vecinos miraban la casa en ruinas y a la familia Orellana-Castillo sin decir palabra. Ahí estábamos: un matrimonio de jóvenes en medio de la calle abrazando a sus tres hijos pequeños, todos apenas cubiertos con sus pijamas.

De pronto, alguien se acercó al autosuficiente y le dijo: «Tenemos en casa un cuarto grande que pueden ocupar mientras tanto». «¿Cuánto cuesta el alquiler?» «¡No! ¡Nada! ¡Traigan a los niños y veremos cómo lo habilitamos para ustedes!» «¿Nada?» «¡Sí, nada!»

Ahí estaba el cuarto, a cincuenta metros de la casa incendiada, por la vereda de enfrente, como esperándonos. No tenía muebles pero por lo menos tenía techo.

La noticia del incendio se extendió rápidamente. Y cuando el orgulloso, el que se bastaba a sí mismo para enfrentar el mundo menos se dio cuenta, empezaron a desfilar hacia el cuarto vacío amigos, vecinos, hermanos, conocidos y desconocidos. Y cada uno traía algo para regalarnos. Una cobija para los niños, una mesa con sus sillas, un termo con café caliente, una bolsa con pan recién horneado en la panadería de la esquina, un sombrero usado para el papá, zapatos para la esposa, vajilla, una cocina de gas, una cocina de leña, dinero, más dinero, más ropa, sábanas, almohadas, un espejo, pasta de dientes, una frazada que alguien había traído de Brasil como recuerdo, juguetes para los niños; más dinero, apretones de mano, miradas de cariño y de SOLIDARIDAD.

Pronto, el cuarto se llenó de cosas venidas de todos los rincones de la ciudad y traídas por amigos, por conocidos y por desconocidos. ¿Y el orgulloso? Llorando, conmovido, en un rincón. Nunca había visto ni imaginado que la solidaridad tuviera ese rostro tan conmovedor.

Cuando se contó el dinero recibido como donaciones solidarias, alguien dijo: «Con esto y un poco más, les vamos a construir una casa».Y cuando menos lo pensábamos, estábamos inaugurando la nueva casa, construida con la solidaridad de muchos y los brazos fuertes de un grupo de voluntarios de la iglesia entre los cuales estaba mi padre, D. Abdón, que había viajado trescientos kilómetros para clavar, medir, cortar, levantar, armar, techar y abrazar, en un cálido abrazo solidario, a sus hijos y nietos.

La casa, humilde pero acogedora, olía a limpio, olía a pino insigne, olía a cariño, olía a solidaridad. Pronto se nos echaría encima el crudo invierno del sur de Chile de modo que no tardaron en llegar calentadores ambientales para todos los cuartos y uno grande para la sala.
Los niños no pasarían frío; los padres, tampoco.

Al fin, como siempre ocurre en estos casos, llegamos a tener más y mejores cosas que las que habíamos perdido en el incendio.

¿Por qué cuento esta historia íntima de los Orellana-Castillo? Si siguen leyendo lo sabrán.

Una de las metas de la Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos es llegar a formar escritores permanentes; o, dicho de un modo más directo, escritores profesionales. Que lleguen a vivir de los beneficios económicos que les producen los libros que escriben, se publican y se venden.

Esto no es fácil; más bien, diría que es una empresa titánica. Por eso debe ser que en nuestro contexto hispanoamericano no se dan casos así. Y quien se atreve a intentar transformarse en un escritor profesional, tiene que atenerse a las consecuencias. ¿Y cuáles son esas consecuencias, o algunas de ellas? Si no tiene a alguien que le tienda la mano, carecer de recursos para pagar el tiquete del bus o del metro, no tener dinero para renovar los zapatos que ya han soportado tres inviernos y que no dan para más; no tener dinero para tomarse una taza de café en el centro, vivir de allegado en casa de sus padres, languidecer esperando días mejores. Y, contra todo eso, SEGUIR ESCRIBIENDO.

En ALEC, nuestra Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos, se ha dado un caso. Alguien, de los varios que han escrito uno o más libros, ha dado un paso al frente y, resuelto, ha dicho: «Yo seré un escritor profesional; cueste lo que cueste». Y con esa decisión, se ha puesto a marchar por un camino inhóspito, pedregoso, cruel, hasta asesino pues mata los mejores sueños: el camino de la privación, el camino de no tener para lo esencial; el camino de la espera desesperante; el camino del desaliento, el camino de ¡O aguantas o revientas!

Este atrevido y valiente es Miguel Ángel Moreno Gómez, cuya foto ilustra este artículo. Miguel Ángel se ha propuesto llegar a ser un escritor profesional. Y ALEC-Miami ha salido a su encuentro para decirle: «Mi hermano, cuenta con nosotros. Te respaldaremos espiritual, emocional y económicamente».

Cuando a finales de marzo estuvo en Miami asistiendo al Encuentro que aquí se realizó, el grupo local de ALEC le hizo entrega de la primera ayuda económica. Un poco como el autosuficiente de la historia del incendio, se resistía a aceptarla. Pero aquel viejo ex autosuficiente lo convenció que aceptara la ayuda que se le ofrecía. Y así lo hizo.

Cuando siete días después estaba a punto de dirigirse al aeropuerto para regresar a Madrid, se nos acercó y nos dijo: «Con el dinero que me dieron, pude comprarme tres jeans que me van a durar bastante; pero me ha sobrado la mitad que tengo aquí para devolvérselos». Este gesto retrata a Miguel Ángel de cuerpo entero. Además de obligarlo a que se lo quedara, nos dio nuevos argumentos para seguir apoyándolo.Es más: le anuncié que escribiría este artículo, llamando a conocidos y a desconocidos, a amigos y a enemigos, a ricos y a pobres, a creyentes y a escépticos, a madridistas y a culés a que salgamos al frente a apoyar a este valiente que quiere llegar a ser un escritor cristiano profesional.

El camino a Miguel Ángel no le está resultando fácil. Las aguas en las que ha estado nadando se le han puesto procelosas.

De vez en cuando hay nadadores y/o nadadoras que se proponen cruzar el Estrecho de la Florida entre Cuba y Key West. Se lanzan a nadar confiando en la fortaleza de sus brazos; pero siempre llevan a un equipo solidario que los acompaña. Algunos logran su objetivo; otros tienen que retirarse a medio camino. Nosotros, usted y yo, ustedes y nosotros, podemos integrar el equipo de apoyo que este nadador de grandes sueños necesita para llegar a Key West.

Una de las últimas nadadoras que intentó cruzar el Estrecho de la Florida tuvo que retirarse por la presencia de numerosas “aguas malas” que se le adherían al cuerpo provocándole dolores que minaron sus fuerzas y la obligaron a renunciar a su empeño. Las «aguas malas» se presentan en diferentes formas a nadadores como Miguel Ángel. Pero en este caso, también hay “aguas buenas” que, lejos de debilitarlo, podemos darle fuerzas para alcanzar la meta.

ALEC-Miami, en la persona de quien escribe este artículo, invita a todos los que puedan leerlo a que nos transformemos en un ejército de “aguas buenas” para Miguel Ángel Moreno Gómez.

Con el espíritu que le conocemos, estamos seguros que, en su momento, él también se va a transformar en una “agua buena” para otros que, como él lo hizo, se lancen al mar para llegar a Key West.

Quienes sientan que el sentido de solidaridad los impulsa a responder a este llamado, pueden escribirnos a: [email protected]; [email protected], a [email protected](*) o depositar la ayuda que puedan aportar de acuerdo con sus posibilidades en la cuenta de ALEC: Bank of America, a nombre de Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos, Inc., con número 8980 3986 1613. O pueden enviar cheque o money order a:ALEC, P.O. Box 52-7900, Miami, Florida 33156-7900. Nosotros se la haremos llegar, asumiendo los costos para la transferencia de dinero de un continente a otro.

«Sino que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor» (Efesios 4.15-16).

(*) El de Miguel Ángel Moreno es [email protected].
 

 


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COMENTARIOS

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Respondiendo a

Alfredo Pérez Alencart
01/05/2013
15:34 h
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Tendrás mi apoyo y el de Jacqueline, estimado Miguel Ángel.
 



 
 
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