La profunda transformación industrial que se desarrolló en Suecia entre 1870 y el final de la Primera Guerra Mundial impregnó de fatalismo la producción editorial de un país que tardó en encontrarse cómodo con la idea de un estado democrático. Muchos habitantes tuvieron la sensación de que todo cambiaba a una velocidad tremenda y dudaban de que esa industrialización pudiera resolver el problema de la pobreza; llegaron a la conclusión de que la estructura social se deshacía y hacía falta emigrar.
Noruega presionaba como nunca por un liderazgo propio (que obtuvo en 1905), y se dio la paradoja de que los suecos que procedían de la ciudad probaban suerte en América (quizá debido a la explosión demográfica de principios del siglo XIX) mientras aquellos que venían del entorno campesino formaban un tejido industrial lento y tardío al tiempo que mejoraban la producción agrícola. Brotaron nuevos partidos políticos y corrientes sindicales de poca capacitación aunque con un curioso entusiasmo, y se multiplicaron las sectas y movimientos religiosos. A los que conocemos poco los países nórdicos nos parece que allí casi nunca pasa nada; sin embargo, en aquel entonces, los suecos (también los noruegos y daneses) solo tenían una necesidad y una palabra en su pensamiento: cambio. Fueron pioneros del agente que hoy denominamos crisis global. Eso sí, con sutileza: todo el mundo sabe llorar y decir crueldades, siempre que sea con educación.
De esta manera, dejando caer las letras como copos de nieve, el autor de Gertrud (llevada al cine por Carl T. Dreyer en 1964) nos narra una apasionante historia de amor con recursos meteorológicos, naturales y teológicos de fondo: la nieve que atenúa la soledad (como ya hizo Dostoyevski en
Noches blancas), un eclipse donde se suspende la cotidianeidad, el tránsito de un cometa reflejando la necesidad de escape a otro lugar (movernos para olvidar, quizá), o los conflictos en la iglesia luterana que representan la debilidad del protagonista (el periodista y crítico musical Arvid Stjärnblom) y su incapacidad para perdonar, o incluso arrepentirse al menos superficialmente (tan solo siente culpa por la insuficiencia de lo que redacta en sus cartas (sentimiento más propio de un enamorado que sufre un rechazo).
El juego serio,una de las últimas obras de Söderberg, trajo un feliz reconocimiento crítico que no volvería a repetirse. En los treinta años siguientes a su publicación no produciría nada tan importante y ambicioso. Este hecho supone un aviso importante para quienes arden en deseos de trascender: no depende completamente de tu trabajo, concéntrate en madurar, en soportar el dolor lírico. Busca lo “serio”.
Söderberg alerta a su creación, aunque luego no pudiera alertarse a sí mismo, quizá porque vivió excesivamente pendiente de la defunción inminente del gran autor sueco Strindberg. Siguió rodeando sus temas habituales, ya desarrollados extensamente en
Gertrud (ruptura familiar, experiencias sentimentales fracasadas, asilamiento social y dificultad económica), y los llevó a su extremo, un extremo glacial. Invirtió el sentido idealización – fracaso con respecto a su anterior publicación. Con sobriedad, añadió un velado discurso sobre la mortificación placentera de la intelectualidad, y se alejó
hábilmente de una retórica excesiva para detallar sucesos como la guerra entre Rusia y Japón, el caso de Alfred Dreyfus (acusación de traición narrada por Zola en
Yo acuso, que Söderberg hizo traducir a su idioma), o la controversia sobre el tema de Satanás que planteó el teólogo Vitalis Norström en el 1900, consistente en el rechazo de la doctrina de la Iglesia de Suecia al respecto (pág. 275). El destino de la patria es tan inquebrantable e incomprensible como el amor entre Arvid y Lydia. Los nombres (o “personas”, siguiendo la terminología antigua que se refiere al ser atrapado entre su libre albedrío y el destino inexorable) junto a los hechos de este relato no fueron escogidos al azar; tampoco hay lugar para la casualidad: varios personajes están unidos por un cumpleaños común (20 de diciembre), las notas apresuradas se conservan durante años para aparecer inopinadamente, los contactos y conspiraciones laborales estrechan las calles y hacen difícil que se esquiven quienes desean evitar un encuentro fortuito.
A lo largo de estas páginas Söderberg quiere expresar “lo poco que acierta la humanidad cuando se ve obligada a imaginar la mayor gloria y felicidad”(pág. 206), ya que tampoco está preparada esa humanidad para superar sus traumas.
Con cierto poso de amargura y cinismo, el escritor habla de la mermada capacidad de reacción y atención de sus compatriotas. “Nadie presta atención a un pastor de la iglesia corriente cuando se expresa categóricamente acerca del Señor: es su trabajo, después de todo” (pág. 259), pone en boca de uno de sus mejores personajes secundarios, Henrik Rissler.
La última parte del libro cita el himno ¡Más cerca de ti, oh, Señor!, que cubre una plaza vacía con su emisión desde un gramófono. La composición de Sarah Flower Adams es la que se ha aceptado popularmente como la pieza que acompañó al hundimiento del Titanic. A Söderberg le interesaba emplear este himno para evocar el fin de las ilusiones y sembrar una atmósfera de disolución. Pero lo que nos muestra la historia de Génesis 28:11-19, en la que se basa la canción, donde Dios promete a Jacob que siempre estará con quienes le buscan, contradice esta atmósfera de inquietud.
-
El juego serio, Hjalmar Söderberg, Alfabia, Barcelona: 2013. Traducción: María Dolores Ábalos.
Si quieres comentar o