Tanto se insistió siempre sobre el origen exógeno del protestantismo histórico mexicano que ha costado mucho trabajo que las propias comunidades valoren adecuadamente, desde perspectivas socio-políticas y culturales, el impacto de la dinámica interna propia que permitió el surgimiento de disidencias religiosas desde la segunda mitad del siglo XIX.
Jean-Pierre Bastian, en su momento, y estudiosos nacionales como Rubén Ruiz Guerra, Carlos Mondragón y Carlos Martínez García han demostrado, desde diversos enfoques, la relevancia de los actores liberales y anti-clericales que contribuyeron a que cambiara rotundamente el campo religioso local. Aquí estamos delante del trabajo de un autor más reciente, Hugo Daniel Sánchez Espinosa, quien sin ser de filiación presbiteriana, ha trabajado con rigor historiográfico la presencia de esta denominación en México, fuera de los planteamientos dominantes, todavía hagiográficos, a pesar de que desde los años 90 del siglo pasado, Bastian advirtió hasta el cansancio la insuficiencia crítica de dicho abordaje, marcado por el espíritu oficialista y celebratorio de los trabajos producidos hasta entonces.
Sánchez Espinosa se ha servido críticamente de la bibliografía confesional disponible, pero ha trazado una imagen muy diferente del presbiterianismo, pues desde el título de su tesis de licenciatura en historia,
La influencia calvinista en México. El protestantismo presbiteriano en el norte del país: forma de propagación y subsistencia, 1872-1888, asume que
alguna forma de calvinismo, o de la tradición reformada, se encuentra en México, en las comunidades presbiterianas, desde fines del siglo XIX.
Más allá de las resonancias teológicas de esta afirmación —que no son rastreadas del todo en la investigación, aunque en el cuarto capítulo (pp. 85-94), se pregunta sobre la identidad doctrinal de los presbiterianos—, queda bien claro que los tonos denominacionales, propios de las misiones estadounidenses que llegaron al país, no son tan claros en los inicios de las iglesias que se fueron formando con el tiempo, y que hasta bien entrado el siglo XX, esos matices doctrinales se consolidaron para formar identidades que en otro momento fueron más bien difusas, pues
ser protestante en América Latina tuvo más bien un sabor de heterodoxia religiosa anti-católica, y especialmente anti-clerical, dada la certeza histórica que se tenía acerca de los inmensos males que el catolicismo ultramontano había causado en nuestros países. De ahí que el maridaje con el liberalismo político funcionara por doquier como un dique que trató de frenar esa influencia nociva, al cual se sumarían las misiones extranjeras de cualquier signo en el camino hacia la “verdadera evangelización” del subcontinente.
Por todo lo anterior, resulta sumamente interesante considerar el hallazgo de una “confesión de fe” casi típicamente protestante, como lo es la de 1872, redactada por la congregación evangélica de Villa de Cos, Zacatecas, desde la perspectiva de los impulsos endógenos que derivarían en la conformación eclesial formal, en este caso, de la denominación presbiteriana.
Como parte de la investigación de los inicios del presbiterianismo en el norte del país, y tal vez por los límites cronológicos impuestos a su trabajo, Sánchez Espinosa no se centró más en ese documento que anticipó por varias décadas lo que vendría a ser un estigma que los diversos presbiterianismos (alrededor de 10 denominaciones diferentes) siguen arrastrando hasta la fecha, es decir, su incapacidad para redactar una confesión de fe propia, pues los documentos de Westminster (confesión y catecismo) siguen siendo los oficiales de varios de ellos, especialmente de la Iglesia Nacional Presbiteriana (INPM), a pesar de que se trata de documentos producidos por el puritanismo inglés desde el siglo XVII.
El desfase teológico que representa no haber producido un documento doctrinal propio contrasta con los impulsos surgidos en el interior del país, pues ni siquiera los grupos disidentes que se formaron en la capital en la segunda mitad del siglo XIX (posteriormente ligados a las misiones presbiterianas, en particular) redactaron algo parecido, con todo y que las iglesias de tradición reformada en todo el mundo se han caracterizado por su proclividad a hacerlo. De hecho, la primera confesión reformada es la realizada por los misioneros hugonotes en lo que ahora es Brasil, en el siglo XVI, enviados expresamente por el propio Calvino.
La primera mención de la confesión en la tesis académica que nos ocupa tiene que ver con su antecedente, un documento producido por el pastor presbiteriano estadunidense Andrew Park, quien al trabajar en el estado norteño de Nuevo León. Escribe Sánchez Espinosa: “…las labores protestantes datan desde antes de 1872” y esboza una definición del mismo: “una fórmula para la manifestación pública de la fe de los nuevos adeptos cristianos que asistían a sus congregaciones”.
Y la califica también: “La cual, por cierto, era sencilla en su redacción” (p. 41). Más adelante, al resumir los orígenes de la tradición calvinista, se refiere a la importancia de los documentos de Westminster (p. 90) y al referirse a la estructura eclesiástica, democracia e impartición de la disciplina, cita directamente la introducción del documento de 1872.
El documento está formado por tres partes: el Pacto, la Confesión de fe (10 artículos) y la Constitución (20 declaraciones). La primera establece lo siguiente:
Delante de Dios y sus santos ángeles recibimos solemnemente a Jehová por nuestro Dios y Padre, a Jesucristo su hijo nuestro Salvador, al Espíritu Santo por nuestro Santificador y Consolador y a la Palabra Divina por única guía de nuestra fe.
Nos obligamos por la gracia de Dios a renunciar al mundo y sus concupiscencias y darnos a Cristo sin limitación ni condiciones para ser siempre sus siervos voluntarios y observar todos sus mandatos en el templo, en la familia y en lo secreto.
Nos obligamos también ante Dios a vivir como hermanos en el Señor y someternos gustosamente a la disciplina de la congregación visible de Cristo en este lugar o en cualquier otro; a oponernos a todo lo que en lo religioso no sea la verdad; a promover el amor fraternal y la unidad que debemos mantener, y a recomendar y propagar en cuanto nos fue posible, por medios suaves y persuasivos, la santa religión que profesamos.
Como se aprecia, además del fuerte tono trinitario del primer párrafo y de la insistencia en la primacía de la Biblia, también contiene un énfasis marcado en la diferenciación con respecto al catolicismo y, finalmente, en una nueva forma de sociabilidad, propia de las asociaciones liberales que conocían algunos de sus miembros.
Para ellos, la “búsqueda de la verdad” era una prioridad, pero la “santa religión” profesada ya no era el catolicismo apostólico romano sino la variante que ya se afirma a así misma como evangélica.
El resto del texto se encarga de explicar la especificidad de esta “nueva doctrina” cristiana, exótica en ese momento para la mayoría de la población mexicana, pero que comenzaría a ganarse un lugar, no sin enormes dificultades y contradicciones, incluso antes de la llegada de los misioneros extranjeros.
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