La vida parece estar enseñándonos constantemente este principio que no ha dejado de golpear en mi conciencia de creyente: “El mérito no está en orar o pedir; cualquiera ora o pide. (*) El mérito está en saber transitar la distancia que a veces se torna larga, interminable, tortuosa y hasta descorazonadora entre el momento de pedir y la llegada de la respuesta”.
A los seres humanos, especialmente a los que nos ha tocado vivir en esta época de aceleraciones elevadas al grado de la casi impotencia, no nos gusta esperar. Queremos ver los resultados ¡ya!Y no solo eso sino que queremos que vengan a la medida de lo que queremos que sea. Esto nos conduce, con mucha frecuencia, a ignorar o, a no ver, las formas de las respuestas que recibimos.
Aparejado con los asuntos de orar y esperar debe ir otro elemento tan importante como éstos: ¿A quién oramos?Porque podemos estar dirigiendo nuestros ruegos a la persona y a la dirección equivocadas con lo cual nos exponemos a una respuesta que nunca llegará. Pero si es a Dios a quien estamos dirigiendo nuestro ruego ¿estamos convencidos que Dios escucha, atiende y responde?
Si escribimos una carta y en el sobre ponemos una dirección inexacta, esa carta nunca llegará a destino y, consecuentemente, no habrá respuesta, por más que esperemos.
Toda esta reflexión no tiene otro propósito que introducirnos a una nueva aventura de fe; a un nuevo incursionar por un camino que se antoja oscuro, donde no hay mucha diferencia entre ir con los ojos abiertos o cerrados pero donde sí se requiere ir con los cinco sentidos espirituales alerta y dispuestos. (Fe, confianza, esperanza, seguridad y paciencia.)
Hubo una época, no lejana, en que en cierta forma pusimos a caminar lo que en nuestro lenguaje religioso se llama oración de intercesión. Oramos y pedimos oración por parientes y amigos enfrentados a situaciones difíciles, especialmente de salud. Oramos por un niño a quien hace ocho años se le diagnosticó cáncer linfático (linfoma de Hodgkin). Hoy, con sus dieciséis se acerca a la culminación de sus estudios de secundaria; oramos por un adulto (
Lou Gehrig’s disease) y no se recuperó (hoy está viviendo en la Casa del Padre); oramos por una joven madre aquejada de un tumor cerebral y ya se encuentra de nuevo trabajando y atendiendo a su familia. Hemos venido orando por casi dos años para que el Señor haga el milagro de devolver la salud a Rubén Saborío, de Costa Rica, hijo de nuestros amados Rodolfo y Vicky. Y seguimos clamando.
Hoy nos permitimos convocar a nuestros amigos, hermanos y a todos nuestros lectores sensibles a las necesidades de los demás, a que unamos nuestros ruegos a favor de alguien que acaba de entrar a una batalla sin cuartel contra el mal que lo ha atacado.
Se trata de nuestro amigo, hermano y colega, pastor y comunicador, Rodolfo Campos Porflitt, de Osorno, Chile.
La amistad nos ha mantenido unidos desde que éramos muchachos. Aunque por sendas paralelas, seguimos el mismo camino: el del servicio a Cristo. Y en esta andadura, nos hemos encontrado muchas veces compartiendo idénticas inquietudes e intercambiando sueños y esperanzas en torno a los intereses del Reino. (**)
Cuando el que necesitaba oración era yo, uno de mis parientes o algún amigo, Rodolfo no tardó en dar un paso al frente y unirse a la campaña de oración intercesora. Ahora el que necesita de todo nuestro apoyo espiritual y emocional es él.
Habiendo nacido en el seno de una familia de pastores, él mismo abrazó este ministerio ejerciéndolo, hasta ahora, por allá por las heladas y lluviosas regiones del sur de Chile con una experiencia de varios años en los Estados Unidos. Siendo estudiante de teología y más que nada por una cuestión de subsistencia incursionó en el campo de las comunicaciones gráficas lo que con el correr del tiempo, y sin quitar la mano del arado pastoral, incrementó a través de establecer y dirigir una radioemisora y un periódico, ambos medios en constante desarrollo y crecimiento.
A lo largo de su vida, ha ascendido –como todos nosotros—hasta alturas sublimes y, en alguna instancia, ha descendido a profundidades abismantes; pero, al igual que nosotros, nunca se ha soltado de la mano de Dios lo cual ha sido garantía de: cuando ha estado en las más exquisitas cumbres, no infatuarse; y cuando ha estado en las profundidades más negras, no darse por derrotado.
Ahora, por estos días, teniendo a su lado a Irma Aguila, su fiel esposa, mujer aguerrida, luchadora, segura de sí misma y confiada en Aquel que es Soberano sobre enfermedades y desgastes, sobre apreturas y sinsabores, ha tenido que mirar cara a cara un mal que tiene fama de ser implacable. Implacable con el cuerpo pero absolutamente ineficaz con el espíritu. Ya lo dijo el apóstol Pablo cuando, escribiendo a los creyentes corintios, afirmó: «Por tanto, no desmayamos; antes aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día». Y lo está haciendo con valentía, seguro de que su vida está en las manos de Dios y apoyado por un grupo creciente de hermanos y amigos que han decidido orar por él.
Nosotros, que nos identificamos con el Dios del Universo y formador del hombre y de la mujer, entendemos por la Escritura que Él es el único que conoce nuestro futuro. No podemos retraernos de esta verdad; pero precisamente por ser nosotros desconocedores de sus planes para cada individuo es que nos podemos permitir pedirle lo que es nuestro deseo y lo que anhela nuestro corazón sin caer en extremos anti bíblicos.
Y en el caso de nuestro hermano y amigo lo que deseamos –y así se lo estamos haciendo saber a Quien nos tiene en sus manos— es que le devuelva la salud; que desactive el mal que atenta contra su integridad física. Que sea Él quien derrote la enfermedad mediante una de sus intervenciones sobrenaturales o a través de tratamientos como el que está siguiendo por estos días.
La oración de muchos, finalmente, tiene la virtud de unir al Cuerpo de Cristo en un plan de apoyo a uno de sus miembros que padece. Lo hemos dicho antes y lo repetimos ahora. Dios no se deja impresionar por las multitudes; ni su corazón se hace más sensible al ruego de cien mil que al ruego de una sola persona. El mérito de la oración de muchos está en que esos muchos se concentran en apoyar a uno; en que, dejando de lado sus propias necesidades, ponen en primer lugar las de aquél. «De manera que si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él; y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan» (1 Corintios 12.26).
(*) Cuando digo esto, pienso en “oradores” como los tibetanos, moviendo incesantemente ciertos aparatitos que giran hacia adelante y hacia atrás activados por el impulso que le da la mano del que los maneja. Para ellos, eso es orar. O de aquellos fieles que pasan junto a una serie de cilindros puestos en hilera en sus templos y que giran al toque de la mano del creyente. O de los hare krishna con una de sus manos metida en una bolsita haciendo algo que para mí fue un misterio hasta que alguien me ilustró diciendo que con los dedos van pasando cuentas de un rosario sin fin, lo que para ellos también es una forma de orar. O los católicos, que oran a vírgenes y santos, canonizados o no. O los seguidores de las religiones afrocubanas que tienen sus formas propias de decir sus oraciones a sus propias deidades. O nosotros mismos, los cristianos, evangélicos o protestantes que –aunque decimos saber a quien oramos—muchas veces lo hacemos con tal displicencia que pareciera sugerir que no tomamos la oración con la seriedad que deberíamos; y que, por lo tanto, no nos importa mucho si habrá algún resultado.
(**) Fue él quien, en una ocasión en que estuvo de visita en Miami y fue nuestro huésped, me dio la idea de escribir mensajes bíblicos de un minuto de duración. Entre ambos escogimos el título: Un minuto en el camino, y así surgió la serie de 260 mensajes que es posible que aun se escuchen radiados en algún lugar de Latinoamérica.
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