“Busque la profundidad de las cosas; hasta allí nunca logra descender la ironía.” (
Cartas a un joven poeta, Rainer María Rilke)
La pintura tiene (junto a un leve rastro de pureza) una ventaja que le ha permitido sobrevivir con mayor o menor solvencia al pensamiento posmoderno, protegiéndola a la vez de ciertas vergüenzas a las que sí ha sucumbido un amplio sector de las artes plásticas junto a la literatura y la música: no es posible sobrevivir únicamente con el sustento único de la capacidad de análisis.
Podemos acudir a una exposición, o mirar una obra pictórica, por muchas razones, pero una fundamental es que la teoría y práctica del artista se presenta en un mismo plano, se le obliga al creador a no perderse en vericuetos intelectuales (o cuanto menos a que lleve a una expresión visual lo que le pasa por la cabeza), y aunque este sea un charlatán, puede redimirse en cierta medida por el resultado de sus trazos y el conocimiento de una técnica.
Además, permite viajar al pasado, requiere un deseo estacionario y reclama por su condición artesanal (incluso cuando el artista recurre a instrumentos digitales) una cantidad de tiempo y esfuerzo considerables. Por supuesto, existen deshonrosas excepciones a esta valoración; sin embargo, el atractivo de contemplar una pintura tiene sus raíces en este aspecto.
A nuestra época le sobra pretensión de análisis. Damos muchas vueltas a las causas y las culpas de lo que acontece. El fracaso es motivo de orgullo (cuando no es negado) y el éxito llama en exceso la atención. Serenarse y observar, sin esta imperativa necesidad de extraer conclusiones al momento, es hoy más necesario que nunca... especialmente, porque de nada le servirá pensarlo dos veces a los que ya no están entre nosotros. La pintura, en este sentido, continúa siendo pertinente. Más aún la ejecutada por un artista como Balthus.
Balthasar Klossowski de Rola, Balthus (1908 – 2001), vivió y pintó con abrumadora intensidad gran parte de los motivos que plasmó en su obra. Su apodo más común fue “el rey de los gatos”.
Las fotografías en blanco y negro que recordamos del parisino le representan recostado, en posición de tenso reposo, envuelto en una túnica de calma reflexiva. Algunas de sus figuras abren cortinas o esperan junto a amplias ventanas empañadas la entrada de la luz. Hay espejo y lava en sus salones. Las calles de sus sutiles rectángulos muestran un significativo caos teatral; los exteriores de las campiñas son sábanas para cuerpos echados en un frenesí corporal. Las vistas desde los estudios son proclives al ensimismamiento. El erotismo es una realidad que se impregna en el ambiente.
Para Balthus, la satisfacción está en “hacer una pintura religiosa, pero sin tema religioso”. Y queda dicho sin ironía, tras una paciente elaboración de un discurso que solo encuentra sentido cuando queda plasmado en el lienzo, con toda la tensión, con esos seres que parecen contener la respiración cuando nos descubren observándoles.
Los personajes aparecen muchas veces en incómodas posturas, pero a ellos no parece importarles: ¿cuántos no hemos leído un libro con la espalda encorvada, o nos hemos derramado por la contemplación de una obra durante tanto tiempo que los hombros y los ojos se resienten?
El actor Richard Gere visitó al pintor poco antes de su muerte. Le interrogó sobre la fuente de su inspiración, pensando que aludiría a una fuerza presente en todas las cosas, y quedó sorprendido al escuchar a aquél hombre de noventa y dos años respondiendo rápidamente que era Dios aquel que pintaba sus oraciones y accedía a la luz en sus cuadros.
Y luego dijo:
“Creo profundamente en la oración. Orar es un modo de salir de uno mismo. (...) Para mí, pintar es una forma de plegaria. (...) El hombre no puede crear, solo puede inventar. (...) Tal vez el creyente pinta al creador. O quizá sea el creador quien pinta al creyente. En definitiva, el problema radica en averiguar quién crea al creador. Es una regresión sin fin. El pintor intenta salir de sí mismo y, de este modo, se acerca a su creador. Al pintar, procuro olvidar mi ego y, precisamente en ese momento, siento la luz divina y mi alma y mis manos se convierten en máquinas que escuchan. Escuchan lo que tienen que hacer.”
¿Qué hacen esas manos? Sus primeras exposiciones sembraron el desconcierto, porque eran figurativas. Molestaban porque eran “eróticas”. Eran denostadas por el empleo del óleo, tan formal. Cautivaban por el formato y las dimensiones extravagantes. Sin embargo, arrojaban luz. Allí estaba Fuseli, estaba la poesía de Miguel Ángel. La provocación de Courbet.
Un cuadro como “Salón II” (ver imagen del artículo), no podía ser pintado por un impulso, sino como fruto de la concentración y la investigación. Como resultado de un amor por la belleza, sí; y también por una unión entre la existencia terrenal y la espiritual. Dios se encuentra presente en escenas como esta.
- Imagen:
Salón II, 1942
Óleo sobre lienzo, 114,8 x 146,9 cm
Nueva York, Museo de Arte Moderno.
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