En el siglo XX son pocos los artistas que se esfuercen en tratar temáticas apartadas de sus intereses. En realidad es casi inconcebible que un artista contemporáneo con similar encendido ateísmo al de Eugéne Delacroix (1798-1863) sea capaz de preocuparse por el aspecto espiritual de la época.
No digamos ya intentar lo contrario. Se finge que no es así, que estamos dispuestos a escuchar otras opiniones, pero lo cierto es que si en algo destaca nuestra época es por esa necesidad de reunirnos y aspirar a la aprobación de los que son “como nosotros”. Es más sencillo que nunca contemplar la sociedad como un conjunto de grupos atomizados y aislados entre sí.
Y
las nuevas vías de comunicación no solo facilitan esta actitud de buscar lo que nos puede interesar y nada más; podría decirse que incluso la impulsan. Quizá es por pereza; quizá porque estamos hartos de tanto conflicto; quizá se deba a que la ignorancia conlleva cierto ingrediente de la tan ansiada felicidad. En cualquier caso, el problema de lo que no anda bien en el mundo nunca es nuestro, es más bien cosa de “ellos”.
Por este motivo resulta admirable ver las obras de tema religioso del pintor francés y comprobar que entre ellas se encuentran muchos de los mejores intentos de renovación pictórica que él tanto anhelaba; se contemplan allí los cuadros que mejor permiten hallar ese espacio de común impacto con el lector, de presencia ante un acontecimiento reconocible por todos sin que la libertad de espíritu del individuo se vea incapacitada.
Delacroix escribió que “la verdad es revelada únicamente al genio, y este es siempre una persona solitaria”. De hecho, incluso en sus más amplios momentos históricos (de vasto valor alegórico), en sus composiciones más complejas donde tantos cuerpos se desplazan, incluso allí parece que cada ser va a lo suyo.
Fíjense en los ojos de sus personajes: casi nunca miran al mismo punto. Deténganse por un momento en sus posturas: parece que les obligaron a posar, que no querían estar allí, que los modelos fueron colocados dentro de un ordenado caos. Mientras, los rasgos caen y se mezclan con los finos detalles en una veloz persecución de la excelencia; el artista se ha forzado a retocar las breves explosiones de pigmento, pero hasta cierto punto. La mano ha trabajado el óleo como si fuese acuarela, y su dueño se interroga a diario sobre el sentido de la belleza. Y los leones. Con el pelo enmarañado, como lo llevaba el propio Delacroix.
En esa, llamémosla etapa, de búsqueda de verdad en los motivos religiosos, observamos la lucha de Jacob contra el ángel en un Peniel (ref. Génesis 32:30) de exagerada frondosidad, de clara inspiración marroquí; Jacob se lanza contra el pecho del ángel como si buscase mover una montaña, se arroja con todo su cuerpo.
Y, sobre todo, Cristo. Durmiendo líquido mientras la barcaza donde viaja con sus discípulos se pliega bajo la tempestad (Mateo 8:23-24); y recostado sobre el Monte de los Olivos (obra del año 1827).
Si hemos de destacar una imagen de Cristo para cuya realización Delacroix investigó a fondo, esa es la de la cruz (en la imagen superior), de la que nunca pudo ofrecer una nítida mirada.
En su versión, bajo un cielo que tira al verde vejiga, Cristo dirige su vista al suelo con un rostro emborronado, las palmas de las manos tensas como en otras de sus obras, rodeado de sombras, apenas un esquema de músculos resplandecientes.
Delacroix estudió esta vista lateral y dejó una importante cantidad de bocetos y dibujos a lápiz preparatorios, partiendo en ocasiones de las versiones de otros maestros (ver, por ejemplo, la imagen inferior en lápiz),
El Cristo de Delacroix hunde el mentón hacia abajo. Es un cuadro insólito en su producción, pues él suele pintar a sus personajes con el cuello en una incómoda actitud.
En otra obra, Cristo está atado en una columna. En la imagen apenas hay signos de violencia, salvo la rigidez en el robusto cuello.
Rigidez que se repite en sucesivas aproximaciones, excepto en este óleo de 1845, realizado poco antes de trasladarse a París, previa estancia en Bélgica para empezar a recibir honores y centrar su actividad en los bodegones de flores, señal de una opaca degradación.
Sin embargo,
nos queda fijada la manera de retratar el cuello. Este cuello de su óleo impregnado sobre madera, un cuello desintegrado y fundido en un revoltijo de color, lo que nos indica que para Delacroix, independientemente de sus declaraciones, veía a Cristo sobre la cruz de manera muy diferente.
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