Tengo la costumbre (es casi un “principio”) de no leer los comentarios que algunos escriben a los artículos míos que se han publicado en la red. Las razones son varias, pero no es esta la ocasión para explicarlas.
Sin embargo, cuando la estimada Jacqueline Alencar
me envió la dirección electrónica a la que podía acceder y leer de una vez la entrevista que me hizo, no pude dejar de ver el primer comentario, bondadoso, escrito por mi buen y querido amigo Samuel Escobar. Por curiosidad, seguí leyendo los que siguieron.
Esta nota no trata de responder directamente a ninguna persona en particular de las que expresaron sus opiniones, aunque haga referencia a los respectivos comentarios. Solo trato de aclarar algunos aspectos que, al parecer, quedaron o confusos o medio confusos o incompletos.
(1)Aunque ya alguien se apresuró a interpretar mi texto, deseo confirmar lo que dije.
Cuando afirmé que el cristianismo “siente el imperativo de poner a disposición de esas nuevas comunidades que no hablaban griego (el idioma del Nuevo Testamento y del Antiguo en uso: la Septuaginta)...”, estoy simplemente describiendo la realidad de lo que sucedía en el ámbito cristiano antiguo previo a la canonización del Nuevo Testamento.
Los cristianos se apropiaron de las escrituras sagradas del judaísmo (que posteriormente llamaron “Antiguo Testamento”) y consideraron esos escritos como su texto sagrado. Ahora bien, incluso los judíos de la diáspora (excepto los eruditos) habían perdido ya el conocimiento del hebreo, por lo que el texto que usaban era la traducción conocida como “Septuaginta” (o “de los Setenta” o, simplemente, “la LXX”). Ese era, pues, su texto sagrado. Esa era, para ellos, la palabra de Dios. Pasa lo mismo en la actualidad con las versiones que entre los cristianos estén en uso. Para muchos cristianos de aquellas épocas hablar del texto hebreo de las Escrituras no tendría ningún sentido. Simplemente porque muchos ni sabían de la existencia de tal texto; y, si lo sabían, no tenían ningún acceso a ellos; y si tenían acceso material (es decir, tener en sus manos copias de esos textos) sería por curiosidad, pues no tenían conocimiento de ese idioma.
Posteriormente ocurriría lo mismo con el Nuevo Testamento, cuando, en el occidente cristiano, el latín se impone como lengua universal (la
lingua franca) y el conocimiento del griego bíblico queda, en ese ámbito, reducido al saber de unos pocos estudiosos. Y, seamos francos, lo mismo sucede en la actualidad: para muchos, la palabra de Dios es la traducción de la Biblia que ellos usan. Creo que no podría ser de otra manera (a menos que todos fueran conocedores de las lenguas originales en que la Biblia fue escrita). Recuérdese, adicionalmente, que los judíos no estuvieron tan preocupados por el “canon” y lo establecen definitivamente a finales del siglo primero de la era cristiana.
(2)La misma persona que planteó la pregunta (comentario nº 6), hace una afirmación que también necesita precisarse.
Dice: “siempre se indica que las traducciones se realizan de los originales griegos y hebreos”. Las últimas cinco palabras (de las entrecomilladas) son de uso frecuente entre los cristianos. Pero tomadas literalmente son una afirmación inexacta, pues no existen los textos “originales”. Existen, ciertamente, textos de la Biblia en esos idiomas, pero son copias (y copias de copias), ya que todos los originales, hasta donde llega nuestro conocimiento actual, se han perdido (o no se han encontrado, que para efectos prácticos es lo mismo). La labor de la crítica textual aplicada a los manuscritos hebreos (con partes en arameo) y griegos es la del análisis de todas esas copias, para descubrir la evolución que se produjo en el proceso de copiado.
(3) Es necesario aclarar, además, que la Septuaginta no es una “transliteración” al griego. Transliteración (o trasliteración) no es lo mismo que traducción.
La LXX es una traducción. Hay que recordar, también, que la inmensa mayoría de las citas de textos del AT que encontramos en las cartas de Pablo están tomadas, precisamente, de la traducción de los Setenta, y no del texto hebreo (en algunos casos, con variaciones interesantes). Y, sea dicho así mismo, a veces Pablo cita el texto griego corregido según el texto hebreo.
Las diferencias que hay entre una de las formas del texto masorético que predominó (que es de la Edad Media tardía) y la LXX muestran otro hecho que han destacado los biblistas judíos (aunque no exclusivamente ellos): la existencia de varios textos hebreos que circulaban simultáneamente en la antigüedad. (Tenemos, además, el llamado
Pentateuco Samaritano).
Que Jesús leyera “el original hebreo” (como se dice en otro comentario) es, más que dudoso, muy improbable, tanto por lo dicho sobre “textos originales” como por lo que podría especularse sobre cuál original. Valga añadir que la Peshita es bastante posterior a Jesús.
(4) Respecto a la referencia que se hace en uno de los comentarios al ecumenismo, solo indicaré que dicha palabra ha sido demonizada en muchos círculos evangélicos..., aunque fue incorporada al léxico teológico contemporáneo por un eminente evangélico que fue misionero en América Latina.
La idea de que la intención del movimiento ecuménico es hacer una iglesia organizacionalmente una, nunca la he escuchado en los círculos ecuménicos en los que he movido. Sí la escuché de un teólogo católico, pero la ICAR no es miembro del Consejo Mundial de Iglesias (aunque sí lo sea de una de sus comisiones). Me toca, como cristiano, respetar las ideas de los demás, aunque no concuerde con ellas y muestre mi desacuerdo. Respecto de las mías, solo pido lo mismo. Ni más, ni menos.
Tres Ríos, Costa Rica
21 de enero de 2013
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