Flor, noche, estrella y día, raíz y fuente, viento y risa, niño, sangre y tierra, rosa, humo, palabra, beso, rayo, calma, respiro, éstas y otras mil palabras de los primeros pensadores y poetas son protopalabras, más hondas y verdaderas que las gastadas monedas verbales de nuestro cotidiano comercio espiritual; esas que gustamos de llamar “ideas claras” porque la costumbre nos ha dispensado de reflexionar en lo que significan. Karl Rahner, “Sacerdote y poeta”
Planear y suspenderse en unos versos que suben y descienden, que se orean ante el vaho de la eternidad, que resplandecen en su búsqueda de luz y ciegan la mirada con sus logros… Eso y más, en una lectura atenta, pueden ser los poemas de Alfredo Pérez Alencart, para quien la etiqueta de poeta-creyente se queda corta, aunque sin duda la asumiría con gusto.
Poesía, fe y aliento profético, siempre ceñidos y alentados, a la vez, por un furor espiritual que no descansa, que no debe descansar, por lo que manifiesta de expresividad constante. En él se dan la mano, no siempre plácidamente,
como no debe ser, la intensidad y la hondura de una voz lírica que se sabe corta, reducida, pero paradójicamente llena de gratitud, continuamente llena de palabras que brotan y se acumulan en el desfiladero histórico que contiene tantas y tantas liviandades, pero que aquí se salvan gracias a “la fidelidad al relámpago” (G. Rojas) con que acomete su seguramente diaria labor escritural.
Vallejiana de cepa, por afinidades originarias y electivas, la poesía de Pérez Alencart es un volcán en constante erupción de bocanadas de fuego cenital que obligan a ser llevados por el oleaje conjetural que en lo sagrado ha encontrado, y que no ceja en acechar, las respuestas provisionales que el alma exige aunque no se contente nunca con ellas porque siempre pide más: “Abrazo al joven Dios, como antes lo hicieron Juan, Luis, Teresa y Juana Inés; o también Unamuno, Vallejo, L. Felipe, Champourcin, Baquero, Orozco y Quintanilla Buey: la poesía es pródiga en ventanas que dan lumbre propia cuando uno va desoscureciendo ausencias”. Ésa es la estirpe que se ha elegido, el rumor de las influencias que lo agobian, la ruta de su letra e inspiración. Nombres de la amplia patria del español y del ámbito latinoamericano, caminos recorridos ya, pero con nuevas y expectantes miradas.
También devoto y practicante de una mística evangélica doblemente heterodoxa, según los espíritus anclados en el pasado irredento, nuestro poeta gime, decanta, exhala y se deja poseer por el lenguaje divino pero siempre anclado en la tierra, con los ojos abiertos hacia el cielo y hacia la conflictividad hecha historia y comunidad. Sólo gracias a ello puede decir en ese manifiesto poético-cristológico que es
Cristo del alma, en la sección inaugural “Dios tengo”, auténtica confesión versicular de fe donde el aliento se contiene a duras penas: “…el rebaño que a veces olvida la historia de tu voz/ haciéndose lengua”. Y ahondar en el encuentro festivo y comprometedor con aquél que vino, murió, resucitó y se fue:
Señoréate en mí, Hijo cuyas señales me cristianizan. […]
Ábreme tu silencio para recogerte la sangre resistente
y cantar un salmo desconocido por el mísero pesebre
que sigue abrigando tu larga misión a la intemperie,
misión mía y de cualquier hermano humanísimo…
Porque su fe no lo obnubila y, por el contrario, le hace ver, simultáneamente, lo vago, lo superficial, y las más feroces mezquindades que debe afrontar la humanidad creyente de hoy, aunque la poesía misma, “en el umbral de la plegaria” (M.A. Montes de Oca), sea una muestra innegable de las bellezas heridas del mundo en el que Dios ha puesto a sus hijos e hijas. Nada de lo que expresa esta voz se aparta de la realidad, pues va y viene por ella y tras ella en una excursión donde el sentido vive en un constante cuerpo a cuerpo con la Revelación y extrae de ella frutos tangibles mas no para el consumo de débiles espíritus o de acuciosos críticos ajenos a las profundidades de la experiencia espiritual. En esta orientación, incluso ellos no podrán negar los alcances de esta poesía cuya incontinencia se desgrana para producir, no suspiros efímeros, sino potenciales encuentros con la penumbra y la chispa cierta del misterio divino.
“Te paso por las rendijas del misterio…”: una “fe abovedada” que quiere salir del calabozo del tiempo para encontrar la vida en su máxima manifestación, lejos, muy lejos, de falaces teologías que están ahí, ciertamente, para recordarnos que la “fisiología divina” es inaccesible, pero que se detienen ante el precipicio y se pierden, ay, en el vacío. No quieren dominar eso estos versos, sólo desean que las migajas del misterio se repartan como hostias de eternidad accesible para los fieles que pasen su mirada por los signos indelebles de la actuación divina aludida siempre, en cada línea, en cada combinación verbal, en cada tropo. El canto no se sublima, se desdobla porque nace de esa cruz benigna y atrayente: es coral de laúdes vertiginosos que no cesa de espetar melodías de gratitud y alzamiento.
Estamos, en efecto, ante una auténtica cartografía de las revelaciones, donde el poeta se devela incesantemente y se sabe un menesteroso de la palabra y un “guardián de las metamorfosis” (E. Canetti), atento al fluir posible del río angosto que lo busca y encuentra atento a las celosas manifestaciones de la gracia. El “Dios carne de luz” viene y se posa en el tiempo mientras seduce con su florida misericordia. “Lo mío es existir en la espesura del Dios de mi corazón”, dice “en el nombre del Padre” quien encuentra en Él el vigor de la energía “
para las horas de mi pulso sudorado”: Los neologismos, las invenciones verbales son el vehículo de esta religiosidad lírica que se acrecienta y difumina en su dispersión natural para reaparecer, lánguida y deseante frente a las amplitudes de la divinidad. Es la forma obligada que pide esta experiencia para asomar en el aire, en el viento. Y “en el nombre del Espíritu” la llama de amor viva, “ultrarrápida”, viene en auxilio del misticismo que aflora de manera casi beligerante, pero con una simpatía vital: “Extremos las bienvenidas al que Es en mí hasta siempre/ o hasta que concluya el mandato del alto reino que nos vuelve/ eternos: quedo al alcance de su jurisdicción y munificencia”.
La elongación que respiran estas palabras muestra la renuncia a la espiritualidad amortajada por la rutina: es vocero de una creencia que también se sabe distinta, pero sumamente creíble. Poesía religiosa creíble que es más que poesía y religión, esa dualidad absurda y racional en la que tantos naufragan…Que la primera, porque la fuerza que trasluce va más allá y más acá de la contención aprendida en los manuales. Que la segunda, porque establece rituales nonatos, inconcebibles para quienes la fe se traduce, lastimosamente en doctrina: “El único rito es Amar con generatriz aliento sagradamente/ convertido del libre albedrío: vienes a mí y entonces acaba/ el nunca o la desbandada confundiéndose al salir…”. El místico no solamente cree, ama y vive, indistintamente, porque ya se ha confundido el alma con el destino de su deseo.
Las
protopalabras queprofiere este poeta son un “soplo compañero”, un verso largo, discursivo, en el cual se alarga también la expresividad y el corazón se solaza a cada paso, extiende también la fe como un cielo nuevo, abigarrado, que anuncia la paz venidera que se suspende ante los avatares de aquélla, pues se retuerce y desafía, en su efusiva complejidad, a quien se encuentre en sus meandros, a penetrar en ese cuarto iluminado por la certeza que significa saberse salvo: “
A contracorriente habitamos la triple morada del Hijo”, de Aquél que produce estos nuevos salmos como efluvio de su gracia. Es la muerte del “antisilencio” y el advenimiento de la fe callada, exhausta luego de tanto arder.
(Colaboración para el libro colectivo “Arca de los afectos”, coordinado por la poeta salmantina Verónica Amat, homenaje a Alfredo Pérez Alencart en su 50º aniversario)
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