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Celebrando la llegada del Hijo

Ana y Simeón sabían por qué esperaban. Soñaban con aquel que liberaría al pueblo de la injusticia, de la opresión, de la pobreza y el paro, de los mendigos en cada esquina.
MUY PERSONAL AUTOR Jacqueline Alencar 04 DE ENERO DE 2013 23:00 h

Cuarenta días después del nacimiento de Jesús, sus padres lo llevaron al templo para presentarlo delante de Dios, dice la Palabra. De ese pasaje sacamos a la luz a dos personajes que para mí también son destacables durante Su trayectoria por este mundo. Nos recuerdan que Cristo es una promesa que venía desde los orígenes y que muchos en el pueblo de Israel lo habían aprendido y pasado a sus hijos y a los hijos de sus hijos… de generación en generación.

Pero también sabemos que Dios elige a personas concretas para cada misión, y, en este caso, a dos de ellos, Simeón y Ana, quienes confiaron y supieron esperar. No querían irse sin antes conocer a Cristo, personalmente, sin intermediarios, sin obligaciones, ni por imposición. Y una Navidad, la primera, tuvieron su oportunidad; la espera dio fruto: Dios en forma de Niño; Dios como uno más, humilde como uno más, en medio de una familia normal y corriente pero comprometida con sus cosas. Simeón pudo sostener al mismísimo Dios en sus brazos.

Pienso en esa espera de Ana, de Simeón, de muchos, viendo pasar los años, en medio de días convulsos. Viendo la injusticia social que imperaba, los hermanos peleándose los unos con los otros. Algunos vendiéndose al enemigo del momento: el poder romano. El miedo imperando. La falta de protección. ¿Dónde estaban los Moisés, los Josué, los Elías de antaño?¿Dónde estaban las voces proféticas? Mientras, se refugiaban en el templo, hasta que viniera Aquel que les daría la protección verdadera y para siempre. Aquel que sustituiría los templos de piedra y habitaría en nuestros corazones.

Y ellos esperaban con ayuno y oración, no de cualquier manera… eso me llama la atención. Y dice la Palabra que Simeón obedecía a Dios (y no a otro poder); y que el Espíritu Santo estaba sobre Él. Sólo así, pudo saber el momento exacto y a dónde debería ir para ver al Mesías tan esperado. Sólo así no pudo dudar y tener certeza absoluta. Pudo decir: “Ahora Señor, despide a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación, la cual has preparado en presencia de todos los pueblos; luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel” (Lucas 2:29-32). Por su parte Ana, la profetisa, vivía en el templo desde que se había quedado viuda. Y esperaba ayunando, orando y adorando a Dios. A sus ochenta y cuatro años. Menos mal que por la edad no le dijeron que se fuera a casa y esperara acostada el final de sus días, y que mejor le vendría prejubilarse. Más bien no perdía la oportunidad para hablar del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Una muestra más que para Dios ni siquiera la edad es un obstáculo.

Ana y Simeón sabían por qué estaban esperando. Soñaban con aquel que liberaría al pueblo de la injusticia, de la opresión, de la pobreza y el paro, de los mendigos en cada esquina. De los niños robando para comer. De la falta de atención sanitaria. Del desprecio a los leprosos, endemoniados, publicanos, todos esos desechos humanos. Pensaban en las ovejas negras que podrían tener una oportunidad, aunque fuese una sola. Se acordarían de sus viejas transgresiones, de su miseria anterior. Por eso su júbilo al ver al Pacífico, a la Luz. Tanto tiempo en tinieblas, golpeados al chocar los unos con los otros, todo había llegado a su fin. Pero no de la manera que muchos esperaban…

Qué navidades aquellas, en ayuno y oración, alabando a Dios, pensando en el pueblo, sus hermanos. Después el banquete que no se acabaría nunca. La copa rebosando. El bien y la misericordia. Y ellos daban las buenas nuevas porque recordarían lo que Isaías había dicho acerca del verdadero ayuno… “Este es el ayuno que deseo: abrir las prisiones injustas, romper las correas del cepo, dejar libres a los oprimidos, destrozar todos los cepos; compartir tu alimento con el hambriento, acoger en tu casa a los vagabundos, vestir al que veas desnudo, y no cerrarte a tus semejantes. Entonces brillará tu luz como la aurora, tus heridas se cerrarán enseguida… Entonces llamarás al Señor y responderá, pedirás socorro y dirá: Aquí estoy. […] Volverás a levantar viejas ruinas, cimientos desolados por generaciones; te llamarán reparador de brechas, repoblador de lugares ruinosos” (Isaías. 58.6-12).

Cuántas navidades han pasado hasta llegar a esta nuestra.

¿Cómo es mi contexto? Acaso alguien piense que no me he dado cuenta, sí me he enterado que no es el mismo de ayer, pero que hay más de lo mismo. Sí, han cambiado los modelos de los vestidos, la forma de poner la mesa.

Sí veo los comercios llenos, las calles iluminadas y no por lucernas, pero no con la luz de Jesús. Quizás no estoy poniendo mi granito de luz para que la suya se vea estas navidades.

La Navidad es Cristo, por su bajada a esta tierra tenemos qué celebrar; él es el motivo. Él es el que debe tener el lugar principal en nuestra mesa. El agasajado. El del cumpleaños. Todos los preparativos deben estar centrados en sus gustos. ¿Se lo hemos preguntado?Creo que no necesitamos releer los evangelios para saber cómo es la mesa que a él le gustaba. Que no faltara el vino y el pan, pero también le gustaba la mesa global; diversa. Estaban sus amigos, los anfitriones, los más cercanos; no obstante, también otros a los que quería conocer y, sobre todo, sabía que le necesitaban desesperadamente porque el tiempo se les acababa. Él era un Hijo, el privilegiado. El Heredero. El misionero por excelencia, que había atendido el llamado. Al que le había encomendado el rebaño de las negras, blancas, marrones, beiges… Con lana más suave o más áspera… De balidos suaves, o ruidosos.

La mesa global no sabe de diferencias, de partidos, de estratos, de solera, pareciera que nos dice con su ejemplo. Incluso pueden tener acceso los informales que llegan sin estar en la lista de invitados, como esa mujer que derramó valioso perfume de nardo sobre sus pies durante una cena muy bien organizada.

¿He sentado a mi mesa sólo a los que la valorizan o los valoro? ¿Miré a mi alrededor para detectar a los que estaban solos, cargados, cansados, con hambre y sed de justicia? Jesús se humanó para todos. Porque Dios amó de tal manera que lo envió a Él para dar la vida a todos los que creyeran. Pero para que crean nosotros debemos seguir la misión que Él inició. ¿Le di su mensaje a alguien en esta Navidad? ¿Dije que el cumpleaños que celebrábamos era suyo?

¿He sido como Ana quien después de recibir sabía que tenía que compartir? O me he quedado paralizada e impotente ante el panorama desalentador que tenemos hoy. Y mañana. El mismo de hace dos mil años.

Tal como dijo Simeón, nosotros también ya hemos visto Su salvación; por eso, aunque vengan malos tiempos y el mundo sea un caos, sabemos que confiando en nuestro Dios capearemos el temporal. Y tenemos que actuar. Intentando facilitarnos el camino, Jesús resumió los Diez mandamientos en sólo dos, cortitos, fáciles: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Y el segundo es semejante, amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Eso, sólo eso es lo que tenemos que hacer, nada más. Sobra dar tantas vueltas. ¿A quién tengo a mi lado hoy?
 

 


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