Una de las grandes pérdidas para el pensamiento teológico latinoamericano (no solamente protestante) acaeció con el fallecimiento de José Míguez Bonino, quien, nacido en 1924 en Argentina, protagonizó uno de los periplos más interesantes y productivos.
Su nombre figura al lado de otros teólogos y teólogas (Emilio Castro, Rubem Alves, Sergio Arce, Federico Pagura, Julio de Santa Ana, Justo L. González, Jorge Pixley, Luis Rivera-Pagán, Samuel Escobar, Beatriz Melano, Orlando Costas, Elsa Tamez, por citar sólo algunos) que han contribuido a hacer presente al subcontinente en el ámbito mundial, luego de un enorme periodo de “sequía”, a partir de los años 60 del siglo pasado, en medio de fuertes convulsiones políticas.
En coincidencia con el surgimiento de la teología de la liberación, la mayoría se situó en esa línea o en profundo diálogo con el nuevo rostro de las iglesias latinoamericanas. Míguez estuvo al lado de los teólogos católicos más conocidos de esta tendencia en igualdad de condiciones, y sus trabajos fueron muy apreciados.
Considerado por muchos como el “decano” de la teología protestante latinoamericana, su trayectoria es una muestra clara del desarrollo de un pensamiento vigoroso, pertinente y sumamente comprometido. Porque Míguez transitó el camino convencional de un estudiante evangélico de teología de su época, luego como pastor, y finalmente, gracias a sus estudios de posgrado, despegó hacia una carrera docente y escritural que lo colocó como uno de los mejores teólogos de su generación.
Dirigió también la institución que lo formó inicialmente (el ahora Instituto Universitario ISEDET) desde donde colaboró en los principales movimientos evangélicos (Iglesia y Sociedad en América Latina, ISAL; Movimiento por la Unidad Evangélica Latinoamericana, Unelam; Fraternidad Teológica Latinoamericana, FTL) y ecuménicos (Movimiento Estudiantil Cristiano, MEC; Asociación de Teólogos del Tercer Mundo, EATWOT; y en el Consejo Latinoamericano de Iglesias), además de producir un amplio número de volúmenes que ahora esperan lecturas atentas de las nuevas generaciones.
Parte importante de esa participación ecuménica, que lo llevaría a ser uno de los presidentes del Consejo Mundial de Iglesias, es Concilio abierto. Una interpretación protestante del Concilio Vaticano II (Buenos Aires, La Aurora, 1967), fruto de la Cátedra Enrique Strachan en el Seminario Bíblico Latinoamericano (Costa Rica) del mismo año y testimonio de su presencia como único observador protestante latinoamericano en dicho acontecimiento(uno de los dos designados por el Consejo Metodista Mundial), que este año ha cumplido medio siglo de sus inicios, con celebraciones conmemorativas en diversos países en las que, como es natural, se ha destacado su vertiente católica.
En un amplio homenaje y revisión de la vida y obra de Míguez, Julio de Santa Ana se ha referido a la relevancia de esta presencia protestante en el Concilio:
La presencia de Míguez Bonino en el Concilio Vaticano II fue importante en varios aspectos: por un lado, porque hizo evidente que en América Latina se debe tener en cuenta la presencia evangélica. Dicho de otra manera: que no hay fundamento válido para sostener que los pueblos latinoamericanos tienen que ser católicos romanos. […]
Por otro lado, quedó claro que la situación histórica de los pueblos latinoamericanos legitima la predicación del Evangelio, que es buena noticia para los pobres y manifestación del Espíritu de Jesucristo. El Evangelio llama a amar al pobre y a luchar por la liberación de los oprimidos. La presencia de Míguez en el Concilio Vaticano II fue una expresión de que el cristianismo plantea el reconocimiento de la presencia de Cristo entre aquéllos que son los ciudadanos del Reino de Dios (Mt 5.3-11; Lc 6.20). Como lo recordaba él mismo: “Tiene que haber sido un llamado a la humildad que los obispos españoles tuvieran que compartir la misma mesa con el hijo de un obrero”.
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De Santa Ana recapitula muy bien la manera en que el teólogo argentino interpretó el Concilio, lo realizado por éste y el impacto que tuvo en América Latina:
Míguez escribió: “Juan XXIII dijo que el Concilio fue como una ventana abierta en la vida de la Iglesia Católica. En este sentido, fue un éxito. En el aula donde el Concilio tuvo sus reuniones de trabajo, las voces del mundo hallaron eco. Voces que imploran, expresiones de angustia, incluso de juicio. A través de las puertas del Vaticano pasó una multitud de observadores y delegados de otras iglesias. No obstante, a través de su participación otra voz se hizo oír, por cierto más crítica, más poderosa y consoladora: la voz de la Palabra de Dios”.
Los Padres conciliares debatieron y aprobaron 16 documentos a lo largo de las cuatro sesiones. No tienen todos la misma importancia: hay Constituciones, Declaraciones, Decretos. Algunos permiten comprender de manera más clara la abertura de la Iglesia de Roma en el Concilio. Entre estos merecen ser citados el Decreto sobre ecumenismo (Unitatis Redintegratio), la Declaración sobre Relaciones con las Religiones no Cristianas (Nostra Aetate), la Declaración sobre Libertad Religiosa (Dignitatis Humanae). Los debates sobre la interpretación y el sentido de otros textos continúa hasta el presente, sobre todo de las Constituciones: Dei Verbum (sobre la revelación), Lumen Gentium (sobre la Iglesia), y Gaudium et Spes (la Constitución Pastoral sobre las relaciones de la Iglesia con el mundo moderno). […] …la Declaración sobre la Libertad Religiosa ganó actualidad en América Latina debido a la evolución que tuvo lugar en muchos países en el período que va desde principios de la década de 1960 hasta el fin de los años l980.
Y es que,
en el volumen citado, prácticamente su primer libro, Míguez Bonino esboza en seis pequeños capítulos un análisis ágil, crítico y pertinente de lo sucedido en el concilio. Ya desde el prólogo y el primer capítulo (“Un concilio abierto”) expone la visión respetuosa y comprensiva, sobre todo de los propósitos originales del papa Juan XXIII, pero siempre crítica del evento católico, no sin dejar de agradecer su inclusión como observador.
Su perspectiva era optimista: “Juan XXIII no piensa, por supuesto, romper la continuidad de la doctrina y de la vida de la Iglesia. […] Pero esta reserva en ninguna manera invalida el juicio fundamental sobre lo que hemos llamado el ‘tono’ del Concilio [su apertura]. Por primera vez en la historia de la Cristiandad un Concilio se convoca con el fin específico de ‘anudar’ la Iglesia con el mundo, de abrir vías de comunicación, más bien que levantar trincheras y muros de protección de la fe cristiana” (p. 16). En “‘Aggiornamento’” desmenuza los intentos católicos por ponerse al día y la manera en que el Concilio desarrolló el tema; allí subraya los alcances de los cambios litúrgicos planteados, sobre todo la autoctonización del culto, aunque no del todo aplicados, en donde la palabra clave es el ritmo propio con que las diversas comunidades han de asumirlo. Sus palabras sobre el gran desafío de la modernidad al catolicismo son contundentes: “El mundo moderno es un mundo de personas adultas que deciden. ¿Puede la Iglesia católica aceptar este hecho? Con una multitud de pequeñas y grandes cosas el Concilio ha querido responder básicamente: ¡sí!” (p. 33). En ese sentido, el documento sobre libertad religiosa es mostrado como un avance, a pesar de todo.
En el capítulo sobre la fragilidad de la iglesia destaca el esfuerzo de Paulo VI por “renunciar” al poder mundano y asumir un verdadero diálogo con el mundo, que fue la tónica impuesta por este papa, luego del horizonte pastoral sugerido por Juan XXIII: “Una Iglesia que no dicta sus leyes al mundo ni pretende hacerlo. Una Iglesia que aprende del mundo —incluso a comprender mejor su propio mensaje. Una Iglesia a la que Dios reprende y guía también desde afuera” (p. 48). “¿Ha cambiado la doctrina?” rememora y discute las fuertes tensiones teológicas que se dieron en el Concilio al momento de debatir sobre la permanencia de las grandes afirmaciones tradicionales de fe. Míguez explica: “El Concilio no se dejó amedrentar por los celosos guardianes de la inmutabilidad y de dio a la tarea de examinar en profundidad la doctrina y formular sus propias conclusiones” (p. 55). Con todo, señala continuamente que las voces conservadoras no cejaron nunca en el intento por impedir mayores cambios.
El capítulo sobre los “Hermanos separados” expone la forma en que el Concilio batalló para incorporar un nuevo reconocimiento de cierta validez a las demás iglesias cristianas, aunque no lo consiguió del todo, pues no se abandonó suficientemente el lenguaje que insistió en el “retorno” de ortodoxos y protestantes al redil papal.Los gestos de acercamiento estuvieron a la orden del día y las discusiones al respecto, tensas también, desembocaron en documentos matizados que no alcanzaron a reconocer, por ejemplo, la plena eclesialidad de las comunidades no católicas.
Míguez encuentra mucha distancia entre el “ecumenismo del corazón” y el “oficial”, muchas veces cerrado a la fraternidad total, pues el documento sobre ecumenismo no cumplió con las expectativas anunciadas, especialmente porque no se asumió la dinámica bíblica, ese “drama de juicio y de misericordia” (p. 88) que obliga a la reforma verdadera de la iglesia, esto es, a romper con esquemas del pasado y a convertirse.
De esta preocupación brota el capítulo más crítico del libro, el último, “La ambivalencia de la apertura conciliar”, en donde el autor hace observaciones radicales a los propósitos integradores o integristas del Concilio y en el cual, sin dar la razón por completo a los protestantes más escépticos (e intolerantes, que vaya que los hubo y los hay todavía), propone un esquema interpretativo que, en otras palabras, da a entender que lo realizado por el Vaticano II ya sucedió con las reformas del siglo XVI, pero sin caer en el triunfalismo que también critica duramente en ambos espacios eclesiales.
Cerca del final del libro, sus interrogantes proféticas que van a la raíz del problema planteado por la actitud dominante en el Concilio son dignas de leerse nuevamente, dada la intensidad con que fueron escritas y su fuerte sabor bíblico y protestante:
Los problemas prácticos creados por la doctrina de la infalibilidad adquieren su gravedad a partir de un problema teológico. ¿Es la continuidad y el progreso la forma en que se desarrolla la historia del Pueblo de Dios, según el propio mensaje bíblico? ¿No es la historia del pueblo del Antiguo y del Nuevo Pacto caracterizada más bien por la tensión entre la fidelidad de Dios y la infidelidad del pueblo, por la reprensión y el castigo de Dios, el arrepentimiento y el perdón? ¿No existe realmente la Iglesia en la historia, con todas sus características, más bien que en el ámbito de la naturaleza? ¿Y no es la historia el escenario de conflicto, error, reforma, y no sólo de evolución y progreso? Cuando se desconoce este hecho, todas las categorías de la renovación de la Iglesia se debilitan o se desvirtúan. Porque todas ellas se arraigan en la historia de la relación de Dios con su pueblo como drama de rebeldía y redención y no como simple desarrollo. El arrepentimiento es, en términos bíblicos, morir para ser resucitado, no hacer algunas rectificaciones en el rumbo. La renovación es una verdadera liberación de la enfermedad y del pecado que arrugan y envejecen a la Iglesia, no una nueva lectura de los orígenes bajo la determinación de las interpretaciones sucesivas. La humillación ante Dios es una auténtica voluntad de despojamiento de todo lo que tenemos y hemos hecho y no sólo la disposición a admitir valores que completen y coronen nuestra herencia. ¿Cómo puede haber auténtica reforma sin estas cosas? ¿Cómo puede la Iglesia se arrancada de sí misma y colocada a los pies de Jesucristo en términos de sí misma, si no hay forma en que Él la confronte y la corrija por encima de sus propias definiciones? ¿Puede una iglesia infalible reformarse? ¿Puede abrirse realmente —a los hombres, a los demás cristianos, a Jesucristo? (pp. 108-109)
Términos como éstos se aplican por igual, en la intención de Míguez, a todas las iglesias por igual, de ahí su vigencia en estos tiempos siempre complejos y llenos de desafíos. Católicos, protestantes y cristianos de todos los signos son confrontados de la misma manera.
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