ALGO DE FRATERNIDAD CRISTIANA
Poeta, narrador (cuento y novela corta), licenciado en Filosofía y Letras, en Ciencias de la Información y en Teología, articulista y ensayista; mucho admiro a este Quintín García (Piña de Esgueva, 1945), un hombre humilde que se preocupa por los prójimos y que a diario práctica el Evangelio. Hablar, ahora habla lo justo, pues va lidiando a un cáncer de garganta. Y aunque la jerarquía católica, fe a la que está consagrado, le haya impuesto silencios y haya cometido tropelías contra su persona, él sigue sonriente y reflexivo, repartiendo gestos muy expresivos del Amor que sabe prodigar a los demás, sin importarle raza, sexo, nacionalidad, ideología o religión.
Y esa genuina actitud cristiana le viene deparando la querencia generalizada de las gentes del pueblo donde vive, Babilafuente (provincia de Salamanca), pero también de los otros pueblos de la comarca.
Lo conozco hace años y he compartido su mesa, pues el Cuerpo de Cristo es Uno y el Evangelio resulta el referente de esa fraternidad. Y cuando pienso sobre su obra y persona, siempre surge la figura entrañable de Alfredo Encinas, sacerdote dominico fallecido en mi Perú primero, tan solo unos meses más tarde de haberse despedido de mí en una cena que celebramos, esta vez en Tejares, viendo el Tormes desde mi balcón. Encomiable su esforzado trabajo durante décadas, entregado a la Misión con la gente más necesitada de la región del Urubamba…
Pero dejémonos de chácharas y presentemos la magnífica poesía de Quintín García, quien ha ganado un buen manojo de premios, tanto en poesía como en narrativa. Un ejemplo de ello es su nutriente poemario, todo él dedicado a Teresa de Cepeda, titulado
Carne en fulgor, Primer Premio Kutxa Ciudad de Irún,publicado enSan Sebastián el año 2006. Antonio Colinas y quien esto escribe, tuvimos el privilegio de presentarlo a la prensa salmantina. Y también
A título póstumo, Primer Premio del I Certamen de Novela Corta Ciudad de Dueñas, publicado en 2001.
DOS POEMAS PARA UNA ANTOLOGÍA
Poesía, la de Quintín García, impregnada de Evangelio, de plegarias desnudas y de Vida zambulléndose en lo cotidiano del ser humano. He aquí estos dos poemas inéditos que me ha permitido dar como ofrenda para quienes acercan sus ojos (y su corazón) a esta antología en construcción, toda ella dedicada al último Adán.
Leamos a Quintín García para ver cómo se hunde en el Nacimiento y cuestiona el aluvión de tonterías que han trastocado el verdadero sentido de la Natividad.
BÁLSAMO DE LUZ, NIÑO
“El Verbo se hizo Carne
y habitó entre nosotros”
Evangelio de Juan
Ahora que inhabitas mi carne, Niño
de la Navidad, y sabes que mis ojos, dolidos
ya de sombras, apenas
si descubren los asideros de la barca
en la que zozobramos; y que ha enmohecido
el pan en los armarios; y que pasan,
rugientes, vendavales amamantados
en las altas torres de Babel --torres KIO,
torres Petronas, Wall Street, el Lehman
Brothers-; y hay corvos picos sedientos
de pájaros negros –el Ídolo
y la Bestia- acechando
desde las altas cúpulas marmóreas
del Templo y de la Patria,
abre
nuevamente corredores de luz a mis pies
de Sísifo, fortalece
mis hombros a punto de derrotas, prende
los leños entumecidos de mi estancia.
Por si aliviaras, Niño, los agrios
fríos de este invierno
con el fulgor
de tus bienaventuranzas.
No imploro sino el mismo
calor de tus manos que acarició
la frente de los niños en las plazas
cuando abril, que roturó las cárcavas
leprosas y dibujó
nuevos amaneceres en las cuencas
vacías de los ciegos. El mismo
que sembró los pedregales y las sendas
de horizontes azules y de espigas.
Que sea
también bálsamo de Luz para estas
manos mías, heridas
de soledumbres y de olvidos.
Cuando cae hoy la tarde
hacia la noche y están
ardiendo ahí fuera los fuegos
de artificio de la Farsa, solo
espero de ti, Niño de la Navidad,
un ardoroso beso de Luzque incendie
nuevamente la tibia
epifanía de tu Carne
en mi carne
por si la Amanecida.
NAVIDAD EN NEGRO
“Porque tuve hambre y me disteis de comer…
…Cada vez que lo hicisteis con uno de esos
más humildes, lo hicisteis conmigo”
Mateo, 25, 35-46
Una mujer dulce, del color
de las caobas en abril, tiritando
las ascuas de sus ojos, besaba
el otro día en la pantalla
de mi televisión a su hijo (¡Dios!
lo llamó alguien de los que comentaban
el suceso), negro también
como ella, y reluciente, mientras
le limpiaba el salitre del mar y le bajaba
la fiebre con paños de agua fría
y mimitos de sus labios de miel.
Acababan de llegar los dos a una playa
llenita de guardias y alambradas
por si encontraban allí una mesa
dispuesta con sonrisas y pájaros
en vuelo, donde saciar
la sed y lavarse
las heridas del mar.
Habían dicho ¡Dios! en la televisión y yo
quedé rumiando por dentro, tiempo
y tiempo, como entre nieblas, removido,
porque el cura de mi pueblo, en Navidad,
todos los años nos da a besar
un Niño Dios distinto: blanco
y sonrosado, pelo arrubiado
y casi mofletudo, que saca
de un portal con luz eléctrica
donde está rodeado de pastores, ángeles
que tocan la zambomba, una mula
y un buey y Reyes de púrpuras
y lino que le regalan
oro, incienso y mirra.
¡A ver quién me soluciona, por favor,
esta contradicción que me zahiere!: ¿era Dios
aquel niño del color del chocolate
y de las hambres, sarpullido
de fiebres, que nos traía el mar,
o tengo que seguir viéndolo
en el belén de la abuela en el pasillo
de casa, en la Misa del Gallo
con sonrisas e incienso, o al final
de la cena
en el champán de Navidad?
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