"Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5, 8)
¿Los de limpio corazón? ¿Pero quién es de limpio corazón? De todas las bienaventuranzas que estamos tratando, ninguna nos acerca tan claramente al evangelio como ésta. Ninguna nos descubre la necesidad tan grande que tenemos de Dios y nuestra incapacidad radical para el bien y para el cielo.
Nuestro corazón no es limpio. Nadie viene al mundo con un corazón puro e inclinado a Dios y al bien. El apóstol Pablo, profundo conocedor del alma, y hombre de singulares virtudes, llegó a decir: "Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien" (Romanos 7,18). Y el mismo Jesús, conocedor inigualable del corazón humano, dice: "Del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias" (Mateo 15,19
). La raíz de todos los males está en el corazón del ser humano. Los problemas del mundo están en el interior del hombre y no en las circunstancias que le envuelven. Si queremos cambiar el mundo, tendremos que cambiar el corazón del ser humano.
Es posible que nosotros no hayamos matado, robado o adulterado en la práctica. ¿Pero quién se atrevería a decir que nunca incurrió en estos delitos en su corazón, es decir, en su interior, pues, esto es lo que significa corazón en esta bienaventuranza: El centro del ser, la fuente de la que mana todas las acciones, las emociones y los sentimientos del ser humano?
CORAZÓN IMPURO
Según Mateo 15,19, Jesús no nos ofrece una imagen muy agradable de nuestro corazón. Pero es indudablemente una imagen cierta. Jesús sabía lo que había en el hombre.
La suciedad de nuestro corazón se advierte claramente en la esfera de la sexualidad. Jesús habla de la mirada codiciosa y adúltera. Dice: "Cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón" (Mateo 5,28).
Pero la impureza del corazón no se limita únicamente al ámbito de la sexualidad. Si los motivos que impulsan nuestras acciones no son nobles y puros en el sentido bíblico, es decir, si el motor de todas nuestras acciones, dentro y fuera de la iglesia, no es "buscar primero el reino de Dios y su justicia", entonces no somos de corazón limpio, entonces no podemos ver a Dios.
La impureza del corazón se pone también de manifiesto allí donde se cultiva la doblez espiritual, donde junto al altar de Dios se levantan también otros altares y se adora a otros dioses. A lo largo de toda la Biblia Dios denuncia una y otra vez el adulterio espiritual de los que dicen amarle y servirle, la infidelidad de unos hombres y mujeres con corazones idólatras, personas con el corazón dividido entre Dios y el mundo, entre la palabra divina y las especulaciones ideológicas y espirituales del momento, entre la fe y la superstición. Estos corazones tampoco pueden ver a Dios.
CORAZÓN LIMPIO
La evidencia de que somos limpios de corazón es que podemos ver a Dios. Pero nadie ha conseguido ver a Dios por ser de moral intachable, por ser persona buena. La visión de Dios no la debemos a nuestra calidad ética, ni a nuestra buena disposición interior.
Pues la visión de Dios comienza precisamente con el descubrimiento de nuestra miseria interior y de la santidad divina. El descubrimiento del pecado en nosotros nos empuja hacia Dios, pues, somos conscientes de que no hay medio en el mundo entero para limpiar uno solo de nuestros pecados. Cuando descubrimos ésto comenzamos a mirar a Dios, esperando de él la ayuda a nuestro dilema.
Y entonces empezamos a ver a Dios no en la naturaleza, ni dentro de nosotros mismos, sino en el único lugar donde la gracia divina nos lo muestra: en Cristo.
Descubrir a Dios fuera de Cristo es algo terrible para el hombre, si tenemos en cuenta quién es Dios y quién es el hombre. Dios es el Santo, y nosotros somos pecadores. Por eso, encontrarnos con Dios al margen de Cristo es algo angustioso y terrible. Sin Jesús sólo nos queda el terror delante de Dios. Ese terror del que nos habla el profeta Isaías cuando tuvo la visión de Dios en el templo, y exclamó: "¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos" (Isaías 6,5). Sin Jesús la visión de Dios produce la muerte.
Ver a Dios es dejarse utilizar por él. Y Dios nos sirve en Jesús. "Yo no he venido para ser servido, sino para servir", nos dirá Cristo. Y su mayor servicio nos lo prestará al morir en la cruz.
El que no vea a Dios en Cristo, y especialmente en el Cristo de la cruz, no le ha visto todavía ni ha experimentado su mayor servicio.
Es la persona y la obra de este "unigénito hijo de Dios" Jesucristo, quien da validez y fuerza a la bienaventuranza que nos promete que veremos a Dios. Nadie sino Jesús puede decir que los hombres "verán a Dios" en una visión llena de gracia y de misericordia.
Los de limpio corazón no son los que están más que convencidos de su propia justicia y nobleza, sino los que miran a Cristo con fe, porque han comprendido cuán sucio, perverso y engañoso es esto que llamamos corazón.
Los de limpio corazón son los que con el salmista David oran diciendo: "Crea en mi, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí." Sólo Dios puede hacer ese milagro en nosotros. Los hombres podemos perfeccionar nuestra ética, pero no podemos crear un corazón limpio.
Esta bienaventuranza no tiene un sentido ético ni moral, sino espiritual y cristiano, es decir, su realización no está al alcance del esfuerzo humano, ni está al margen de Jesucristo. Es gracia divina, y gracia divina sólo en Jesús.
Los de limpio corazón son los que han comprendido y creido las palabras de la primera epístola de Juan que afirman que "la sangre de Jesucristo... nos limpia de todo pecado" (1 Juan 1,7).
VER A DIOS
"Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios." ¿Qué significa ésto? ¿Qué significa ver a Dios? Generalmente suele interpretarse esta declaración de Jesús como un evento del futuro escatológico o como experiencia de los muertos bienaventurados que gozan ya en el cielo de una visión beatífica de Dios.
En un sentido último es verdad que esta visión de Dios está ubicada en el futuro. En sentido estricto todo lo que hoy vemos de Dios es un ver en fe.
La visión directa de Dios está ahora mismo reservada a los ángeles y a los muertos bienaventurados que están en el cielo. Nosotros "ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara" (1 Corintios 13,12).
De cara a los tristes acontecimientos que diariamente se suceden en nuestro mundo hay pesonas que preguntan desesperadas, doloridas e indignadas: "¿Dónde está Dios?" ¿Qué podemos responder a esta pregunta? A estos corazones sangrantes no se les puede ayudar con razones sobre el tema. Tenemos que darnos cuenta de que detrás de la pregunta "¿Dónde está Dios?" se esconde una angustia, un problema. Ese es el que hay que descubrir y atajar. Y en muchas ocasiones veremos como la pregunta en cuestión queda así solucionada.
Cuando de cara a los angustiosos problemas mundiales, una persona empieza a dudar de la presencia de Dios en el mundo, es que ese hombre, esa mujer, no está seguro de su salvación personal en Cristo Jesús. Estas personas no han visto aún a Dios en esa "cabeza ensangrentada, de espinas coronada, herida por mi bien." Pero el que tiene su fe puesta en el Dios crucificado, el que reconoce a Dios en medio de las oscuras tinieblas que cubrieron los pueblos de la tierra aquel viernes de pascua, ese está capacitado para ver a Dios en cualquier oscuridad, ya sea ésta tiempos de guerra, catástrofes, accidentes, terremotos, enfermedades o muertes.
Por eso, la respuesta a la pregunta "¿Dónde está Dios?" sólo puede consistir en la contrapregunta: "¿Quién es Cristo para tí?"¿Has visto tú a Dios en Jesucristo? ¿Tienes a Cristo en tu corazón? No te estoy preguntando si tienes una imagen de Cristo en tu mente. Te estoy preguntando si tienes en tu corazón, en tu vida, a ese Cristo cuya sangre nos limpia de todo pecado. Pues sólo en Cristo se cumple la bienaventuranza que reza: "Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios."
La mayoria de las gentes tienen ojos, pero no ven. O dicho de otra manera, las gentes no pueden ver a Dios porque sus ojos están prisioneros de determinados objetos. Algunos sólo tienen ojos para sus obligaciones; otros no ven más que el dinero; otros sólo ven lo relacionado con la salud; otros están ciegos por la familia y otros sólo ven televisión. De todos estos decía Jesús que "teniendo ojos, no ven".
El que tiene en Cristo a su salvador y Señor, ese ve a Dios en todas las circunstancias de su vida, y está de acuerdo con los caminos del Señor, tanto si los entiende como si no los entiende.
¡Y cuán feliz se torna la vida una vez que hemos aprendido a ver a Dios! Jacob luchó durante toda la noche con un varón. ¿Podemos imaginarnos su miedo, su preocupación? Pero sólo cuando despuntaba el alba se dió cuenta, vió, que estaba luchando con Dios. Y entonces ya no temió, sino que se aferró al ángel con más fuerza pidiendo de él su bendición. Vió a Dios y fue bendecido.
A nosotros nos ha ocurrido lo mismo después de pasar por un trance difícil. Al mirar atrás ¡vimos a Dios! Tuvimos que atravesar una situación difícil de la que salimos bendecidos, y entonces dijimos: "¡Allí vi la mano de Dios!" Pero si bueno es ver a Dios después de que todo ha pasado, más bueno todavía es ver a Dios mientras que dura el sufrimiento y la aflicción. Más bueno es poder decir en medio de nuestro problema: "¡Aquí está el Señor!"
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