De cuanto tenemos o podríamos tener, nada hay tan esencial como la vida. Nacer, en sí, siempre es hermoso y bueno. Es aparecer, salir de la inexistencia, vivir por el gesto de amor, sumergirse en los inmensos mares de la vida, y ser a la vez un maravilloso recipiente de ella.
Nacer es ingresar en la incontable hermandad de los hombres, en el necesario querer amar y ser amado, en el fervoroso deseo de la verdad, a la que vemos sin recurrir al Creador, tan turbia y tan lejos como el pez ve a las estrellas.
Un nacimiento debería ser siempre una ocasión de gozo, una renovación de la esperanza, esa hermana siamesa de la vida.
No hay duda que esto sea también además del hecho, el simbolismo de la Navidad: Alguien infinito que nace para compartir, para traer luz, paz, alegría, dones. Por eso me preocupa pensar en lo que la humanidad se ha convertido, y en lo injusto y atroz de sus repartos.
Nacer es introducirse en la confusa majestad de ser hombre, hacia la probable o improbable felicidad, hacia la verde o madura o agridulce danza de la naturaleza, y ello dependiendo del camino que escojamos.
El hombre es el único ser consciente de sí mismo: esto lo erige en superior a todo lo demás, y ello lo hace responsable. En todo caso, nacer es bueno y hermoso.
Y quizá nos beneficie reflexionar cuando conmemoramos la Natividad del Señor, que Él vino para transformarnos, pero nosotros no nos dejamos transformar.
Ochocientos setenta millones de personas no tienen lo suficiente para comer y el 98% de ellas vive en países en desarrollo. Cada año mueren unos 10,9 millones de niños menores de cinco años en los países en desarrollo. La desnutrición y las enfermedades relacionadas con el hambre son la causa del 60% de esas muertes. No han cometido más falta que estar vivos ¿no estremece?, ¿no aterra?; ¿qué mundo, sordo y ciego es este que se dispone cada año, volviendo la cabeza, yo me incluyo, a celebrar la Navidad?; ¿qué Navidad es la que celebra este mundo ensangrentado, egoísta, insolidario, devorador, materialista, necio?; ¿en qué sinceridad podrá creerse?; ¿qué sinceridad cabe entre Papás Noeles, orgías, consumismo sin medida, tontos reyes magos?; ¿qué monstruosa comedia –sin desvalorizar los gestos puntuales de caridad, tristemente, puntuales- autocomplaciente y festiva es la de los continuos cotillones y fiestas?.
Dos tercios de los hombres sufren tan sólo por haber nacido. No penas finas, no penas imaginarias, no desazones por no tener empleos más altos, o por ilusiones rotas: sufren por hambre, por hambre de esperanza, por hambre de justicia, por hambre de pan.
Mientras nosotros en hogares tibios, sin mucha intención de darnos cuenta de ese tsunami de dolor, cantamos villancicos, comemos hasta empacharnos, bebemos hasta hartarnos y celebramos nuestras Navidades, muy alejados de Aquel que nació en Belén.
Una humanidad que deja morir 10.9 millones de niños no es cristiana, es una inhumana humanidad. Una humanidad que produce un rosario colosal de problemas, martingalas y despropósitos.
Con el costo de un misil intercontinental, dicen los expertos, se podrían plantar doscientos millones de árboles, regar un millón de Hectáreas, dar de comer a cincuenta millones de niños. Desde esta sonrojante realidad, hasta el agujero que unos cuantos chorizos de guante blanco han dejado en bancos y cajas de ahorro. Desde los estragos de la burbuja inmobiliaria hasta el oligopolio de los cuatro listos que manejan la energía eléctrica. Desde la explotación de los más vulnerables: los pobres, hasta el nepotismo de la dedocracia en los asesores de comunidades, ayuntamientos y administraciones.
Y nosotros, como si nada estuviese sucediendo, nos sentamos a cenar en Navidad, religiosos y alegres y seguros ¡Qué torpe farsa!
“Desde el corazón” pienso que somos culpables todos.
Culpables quienes no damos valor a la ley de Dios –sobre todas las otras: sobre todas‑ a la obligación de salvar a los vivos, pues ¿para qué vino el Mesías? “y llamarás su nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo”.
Culpables los que olvidamos ‑al día siguiente de ver reportajes, fotos, textos, atrocidades, razas atormentadas, cristianos perseguidoslo que, para nuestra comodidad nos conviene olvidar.
Culpables porque hablamos de otras cosas, y no gritamos, ni exigimos, ni denunciamos, ni acusamos incesantemente, ni siquiera presentamos la real Navidad.
No consintamos celebrar, con tal hipocresía, la natividad del Niño que vino a hablarnos de amor: de renuncia, de entrega, de compasión, de comunión, de justicia, de salvación. Y mientras esto ocurra, sospecho que no habrá ángeles cantando la gloria de Dios en las alturas y anunciando la paz para los hombres.
Pues me temo que los ángeles no querrán, hasta que vuelva el Mesías, arriesgarse en un mundo donde alrededor de 24.000 personas mueren cada día de hambre o de causas relacionadas con el hambre, al tiempo que se almacenan armas y armas para seguir matando a los que el hambre tenga a bien dejar vivos.
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