Antes de llegar al momento en que se hable para excusar la naturaleza de la Inquisición española, de “leyenda negra”, conviene colocarnos en su naturaleza y en sus comienzos. Por qué se crea tal institución, y por qué pervive, ya cambiadas las circunstancias iniciales, hasta la primera mitad del siglo XIX.
De nuevo al ocuparnos de la historia, es necesario ocupar un lugar en ella. Los que ven la Inquisición como algo propio de su tiempo (si duró cuatro siglos, ¿de qué tiempo será consecuencia lógica?), tienen que ocupar su lugar: en su momento, en cualquier momento de su historia, ¿están con ella, o en contra?, ¿serían de los procesados por procurar que no existiera, o estarían con sus creadores?, en fin,
¿en qué lado del tribunal se colocan, con los jueces o con los acusados?
Fernando el Católico buscaba una herramienta claramente de tipo político, para afirmar su poder personal. Eso hace que pueda aplicarse este color a la creación de la Inquisición española. La herramienta, sin embargo, era de material religioso, su madera y su fragua la tenía que recibir del papado.
Con ello
el papado se encuentra creando una herramienta que no tiene plenamente en su mano, que la usa otro, de la que obtiene solo un beneficio colateral.
Eso produjo en un primer estadio dudas y actuaciones contradictorias.
Desaparecido Fernando, ni su hija Juana ni el marido de ésta, Felipe, están por la labor de mantener esa herramienta. Carlos la conserva, y
Felipe II será quien le de su uso más extenso.
En medio,
el papado, que al principio la mantiene con más o menos entusiasmo, se convence del buen recurso que supone tal tribunal; incluso crea otro semejante (1542), pero éste bajo su único control: la Inquisición romana (que no lo olvidemos, sigue activa).
En la fundación de esta institución tenemos, pues, los dos brazos de Caín (no hay neutralidad posible) que matan y atemorizan con una cruz de hierro y fuego; uno es político, el otro eclesiástico; ¿qué importa?
La sentencia de muerte, por ejemplo, la ejecutaba la mano civil, pero el brazo eclesiástico podía excomulgar al político que no llevara a cabo adecuadamente la orientación eclesiástica. Por otra parte, ¿podemos calificar como sector “religioso” o eclesiástico, para diferenciarlo del político, a lo que no deja de ser un principado terreno, con sus vasallos, ejércitos, e intereses propios de cualquier Estado? No hay justificación posible de muerte alguna por esa herramienta; si fue política, o si fue eclesiástica, al final, es el uso de una cruz con el que se niega su significado en el Calvario.
Cuando se considera válido y justo el argumento de su creación: la eliminación del problema converso, es decir, sacar de la sociedad el cáncer de unas gentes que tenían fachada de cristianos, pero que seguían en lo interno sus ceremonias judías (o moras), no podemos menos de asombrarnos de la sangrante contradicción del mismo. (No menciono a personas, obras o artículos, pues en la brevedad de estas notas sería muy parcial.)
Resulta que el tribunal inquisitorial sería justo y necesario por causa de la situación social de los falsos cristianos, que ejercían de tales externamente, pero dentro de sí eran otra cosa. Pero esos falsos cristianos eran producto de la persecución a sangre y fuego contra ellos; si la persecución fue lo que provocó la situación, se tiene que asumir lo justo de esa persecución si se quiere justificar la herramienta para suprimir sus efectos. Y ese es el problema; los que justifican la validez de la Inquisición en su finalidad de “sanear” la sociedad en su vertiente eclesiástica, tienen que convenir en justificar también los pogromos o expulsión en masa de judíos (o moros), que sería la causa de esas “conversiones” falsas. (Otra cuestión es ver si el resto de “cristianos” en España eran realmente fieles y no de fachada.)
El resultado es que en sus inicios se “justifica” contra los judaizantes. Esa es la razón de llevarla también a América. Pero creo que debemos prevenirnos de caer en la trampa del lenguaje y aplicar a la institución un formato único de su sustancia. No valdría, por ejemplo, estudiar sus aspectos formales jurídicos; alguien podría reclamar que eran incluso superiores en formalidades a los de su vecina parcela civil. O escapar de la incomodidad del uso de la tortura, afirmando que la esfera civil también la usaba, y quizá con instrumentos más “sangrantes” (una de las peculiaridades de la tortura del tribunal inquisitorial era “cumplir” el mandato evangélico de no mancharse las manos de sangre).
La peculiaridad del tribunal de la Inquisición (no se olvide que fue un tribunal, y en al caso de España, uno de los pilares del Estado) es que se trata de un tribunal que crea sus propias leyes.
Es decir, es un espacio cerrado hacia fuera (su secretismo es evidente), pero abierto como cuerpo creativo hacia dentro:
no se reciben órdenes, sino que la institución las genera; de ahí su especial poder. Se trata de que la Inquisición es “creadora” de la naturaleza y fines de las entidades que la sustentan: el Estado y el papado.
Se puede afirmar que la Inquisición es un cuerpo de
creación teológica, con las consecuencias propias, que dependen del poder que en cada momento se disponga.
La Inquisición, pues, (también vale esto para la romana) crea un modelo específico de Estado y de Iglesia. La permeabilidad de las paredes de la institución, por donde se pueda filtrar la presión de intereses “personales”, no impide que, al final, su existencia sea, paradójicamente, bastante “autónoma”. No se puede pensar en que desde fuera le vengan impuestas doctrinas o teologías: la propia Inquisición las produce; no puede existir una teología diferente a la asumida por el tribunal, pues serían sus proponentes de inmediato acusados de “herejes”.
Por donde quiera que se mire, el tribunal inquisitorial es un engendro diabólico. Varían sus actuaciones, ajustadas a las circunstancias de cada lugar, pero siempre queda su fundamento: una fuente donde mana todo lo contrario a la virtud cristiana.
Por ejemplo, su existencia fue alimentada por intereses mezquinos (en el lenguaje profético, se podría decir que “fortaleció las manos de los impíos”); si en una ciudad una familia importante veía que otra empezaba a ser competencia en sus intereses: acusación a la Inquisición de judaizantes.
Eso se convirtió en un instrumento social mezquino, pero eficaz. (Los que dicen que la sociedad “pidió” la existencia del tribunal, no sé si refieren a “esa” sociedad.) La familia que era puesta en entredicho sobre su origen, no tenía ya futuro. A veces, la acusación podía provenir solamente de que en una casa saliese por la chimenea humo el sábado o el domingo. Los pasos de la Inquisición son variados, pero su talante de uso de la
pedagogía del miedo, es permanente.
Al ser el tribunal de la “ortodoxia”, que ella misma creaba, no es extraño que su actuación se centre contra todo lo que huela a libertad de pensamiento, a algo opuesto a sus principios esenciales. De ahí sale que si un Estado o Iglesia la tiene como su tribunal, éstos se conviertan en partícipes de sus actuaciones, y al mismo tiempo, esclavos de las mismas: esclavos voluntarios, lo peor de lo peor.
No debe extrañarnos la saña con la que persigue a cualquiera que muestre otro modelo de cristianismo. Ya mencionamos a los cristianos que, de procedencia judía, afirmaban una fe libre y un Cristo redentor. Esos cristianos, reunidos en comunidades pequeñas, que fueron calificados como alumbrados, dejados y perfectos, son los primeros “protestantes” contra los que la Inquisición actúa.
El inquisidor Valdés declaraba que la actuación contra los protestantes en Sevilla, no solo era imprescindible, sino que era el resultado de no haber atajado antes el alumbradismo. Con ello se convierte en testigo de que la consecuencia normal de la vida religiosa de esos grupos es el desarrollo ulterior en lo que llamamos Reforma Española, y que España estaba sembrada de esa semilla.
Y de la supresión de esa Reforma, y de la información al respecto que proporcionan en Europa (lo que algunos llaman “leyenda negra”), reflexionamos, d. v., la próxima semana.
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