Juan escribe para reforzar el conocimiento de la verdad. No todo lo que se enseña en la comunidad de creyentes está en sintonía con los preceptos de la Palabra. En el capítulo 2, versículos 18-9, el autor de la primera carta que lleva su nombre, alerta sobre quienes desde el interior de las iglesias cristianas son anticristos.
A la luz de la muy clara centralidad que Juan le reconoce a Jesús el Cristo, los anticristos son aquellos que diluyen esa centralidad y ponen en su lugar otras ideas y prácticas que se alejan de lo enseñado por Jesús en palabras y hechos.
El escritor Juan recuerda a los discípulos y discípulas que cuentan con el Espíritu Santo que conduce a la verdad (1 Juan 2:20), y que la acción de ese Espíritu, que es el de Cristo, trabaja en la comunidad para llevarla a discernir lo que es de Jesús y lo que no lo es: “No les escribo porque ignoren la verdad, sino porque la conocen y porque ninguna mentira procede de la verdad” (1 Juan 2:21).
La escritura de Juan tiene una dimensión apologética. Hacia el final del capítulo 2 nos confirma que uno de sus motivos para comunicarse es prevenir sobre los errores, a la vez que confirmar la verdad de la encarnación de Cristo. A los destinatarios originales, y a nosotros, nos deja en claro una advertencia: “Estas cosas les escribo acerca de los que procuran engañarlos. En cuanto a ustedes, la unción que de él recibieron permanece en ustedes, y no necesitan que nadie les enseñe. Esa unción es auténtica —no es falsa— y les enseña todas las cosas. Permanezcan en él, tal y como él les enseñó” (1 Juan 2:26-27).
De forma muy sencilla y directa Juan nos subraya la clave para la vida de los cristianos, permanecer en Jesús de forma activa, hacer cotidianas sus enseñanzas. Llama la atención lo que escribe Juan sobre la necesidad de privilegiar las enseñanzas de Jesús “tal como el les enseñó”. Siempre hay que regresar al cúmulo de lo prescrito por Jesús, quitarle el polvo acumulado por las tradiciones doctrinales, que no pocas ocasiones obnubilan la nitidez del Evangelio.
La contribución de Juan es mayúscula porque nos proporciona certeza, brinda claridad en las penumbras de la confusión. Es escritura semejante a la que se refiere John Steinbeck cuando con brillantez da pistas para reconocer la literatura que vivifica: “Si en algo ha contribuido la palabra escrita al desarrollo de nuestra especie y de nuestra cultura subdesarrollada es en esto: los grandes escritos han sido puntos de apoyo, una madre a quien consultar, una sabiduría para comprender la locura más absurda, una fuerza en la debilidad y el valor de soportar la cobardía más infame”.
Al igual que Juan los escritores cristianos tenemos la responsabilidad de contribuir a clarificar lo que está en línea con el Evangelio de aquello que va en su contra. Es muy extensa la galería de escritores y teólogos que en la historia contendieron, en su respectiva época, con ideas y propuestas que consideraron erróneas y que disminuían la verdad Revelada.
No siempre les asistió la razón, en muchos momentos lo que consideraron herejía en realidad no lo era. Creyendo que servían a la verdad del Evangelio propusieron medidas disciplinarias atentatorias de la dignidad humana, dignidad que tienen todos los seres humanos en razón de haber sido creados a imagen y semejanza del Señor.
El amor a la verdad nunca debe traducirse en odio a los adversarios. Mucho menos debiera escribirse para desatar persecuciones contra quienes se considera enemigos. La herramienta del escritor y la escritora cristianos debe ser solamente la persuasión. Persuadir es reunir argumentos con el fin de que nuestra contraparte cambie su forma de pensar. La persuasión renuncia a la imposición, reconoce el derecho a disentir, respeta las ideas de otros y otras. Pero tal reconocimiento no es, no puede ser, renuncia a la firmeza en nuestras convicciones.
Juan ejemplarmente incorpora el amor a una decidida defensa de la verdad. El seguimiento de ésta última es encauzada por el amor a la verdad misma, por el amor a nuestros hermanos y hermanas en la fe, pero también por amor a nuestros semejantes que por distintas razones no han aceptado a Jesús como el eje central de su vida. Los capítulos 3 y 4 están llenos de formas concretas en que el Señor ha manifestado su amor al mundo. Una y otra vez Juan escribe a los creyentes que la comunidad cristiana es una comunidad de amor, que derrama el mismo en actos muy tangibles y no tanto en disquisiciones que evaden la identificación con los que sufren.
De las varias ocasiones en que Juan expresa por qué escribe, la última vez que lo hace en su primera carta enfatiza lo siguiente: “Les escribo estas cosas a ustedes que creen en el nombre del Hijo de Dios, para que sepan que tienen vida eterna”.
Creo que las anteriores líneas nos animan a vivir todos los días en perspectiva de eternidad. El Reino del que formamos parte es trascendente y nuestro horizonte es vasto. Debemos tener una perspectiva que incorpore nuestra identidad histórica, que sepa discernir el contexto presente para encarnar el Evangelio, y que visualice el futuro con esperanza y plena confianza en el Señor que nos ha prometido “un cielo nuevo y una tierra nueva”, en la que el Señor “enjugará toda lágrima de los ojos” (Apocalipsis 21:1 y 4).
Hemos tratado de mirar la cocina del escritor Juan. ¿Qué nos enseña sobre las motivaciones existentes detrás de lo que escribe? Me parece que el examen intentado a su escritura nos deja retos que deberíamos aprender a incorporar en el oficio de escribir. Juan nos reta, ayuda a dilucidar cómo se imbrican la verdad y el amor en la afirmación de los creyentes, al tiempo que rechaza con decisión las ideas docetistas que negaban la plena encarnación de Jesús.
La brevedad de la obra escrita por Juan es grande en sus alcances, porque busca centrarnos en la cúspide de la historia de la salvación, en su cima que es Jesucristo. Por esto cuando leemos al escritor milenario somos sacudidos, el peso de la verdad amorosamente presentada es una invitación a ser transformados.
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