Esta es otra de esas frases extrañas y contradictorias a la idea que nuestro mundo tiene sobre la felicidad.
¿Tiene alguna relación la felicidad con el sufrimiento? ¿Se puede hablar de la felicidad del dolor? ¿A qué clase de sufrimiento y de llanto se refiere Jesús en esta bienaventuranza?
Indudablemente está hablando de un dolor real, de un sufrimiento auténtico, de verdaderas lágrimas de aflicción. En el idioma griego del Nuevo Testamento esta palabra llorar designa un dolor intenso que no se puede reprimir y que se manifiesta en lágrimas vivas, en gestos o en dolor; es el verbo que se traduce también como "hacer duelo" por la muerte de alguien muy querido.
Jesús habla del sufrimiento y de la aflicción en general, siempre que este sufrimiento se convierta en puente que conduzca al hombre a Dios (Isaías 61:2).
Porque no todos los que lloran serán consolados, pues, esta bienaventuranza, al igual que todas las demás, está en relación con Jesús y con la disposición del hombre hacia su persona y obra.
Todos los hombres y mujeres conocemos el dolor personalmente con mayor o menor intensidad. Lo que nos diferencia a veces frente al dolor es nuestra reacción en medio de él, nuestra manera de superarlo.
El dolor nos hace vulnerables y, por lo tanto, humanos. El que es capaz de sufrir por un dolor personal, puede sufrir también con los dolores del prójimo. En este sentido el sufrimiento nos humaniza.
Los que lloran y sufren son vulnerables, se les puede herir. En consecuencia pueden recibir la herida de la "espada" divina, que traspasa el alma, como le fue dicho a María, madre de Jesús (Lucas 2,35). Con lo cual manifiestan que están abiertos a la salvación de Dios. En contraste, la persona insensible al dolor, quien no puede sufrir, no puede gustar la sanidad. No necesita salvación ni Salvador. Pero mientras tengamos la virtud de llorar por lo efímero y lo vano de la existencia, mientras seamos capaces de sufrir por el dolor propio y por el ajeno, podremos ser redimidos por la salvación de Dios.
Un predicador inglés escribió: "El hijo de Dios sufrió hasta la muerte no para que los hombres no tuviesen que sufrir, sino para que los sufrimientos de ellos fuesen como los de El."
ALGUNAS CLASES DE SUFRIMIENTO
Dice Jesús: "Bienaventurados los que lloran", hay, pues, bienaventuranza en el dolor, en ese sufrimiento que nos vuelve a Dios, que nos guía a buscarle. ¡Cuántos son los que han encontrado a Dios a través del dolor!
Entre los muchos dolores que nos afectan y amenazan tenemos
el dolor que nos ocasiona la enfermedad o la muerte de seres queridos. Aún este inmenso dolor puede convertirse en bendición para creyentes e incrédulos.
A menudo el sufrimiento es un mensajero de Dios que nos dice: ¡Toda felicidad terrena es pasajera; pero hay una felicidad que es eterna. Esta es la felicidad de la comunión con Dios. "Dame, hijo mio, tu corazón," entonces conocerás una felicidad nueva, eterna, inquebrantable!
¡Cuántos son los que mirando hacia atrás en su vida confiesan que el sufrimiento los condujo a Cristo y que en Él encontraron la vida y la felicidad! Por eso Jesús llama bienaventurados a los que lloran. El que por causa de su dolor se acerque a Jesús, será consolado, y Dios secará las lágrimas de sus ojos.
Esto no vale decirlo únicamente acerca del pecador arrepentido, vale también acerca del hijo de Dios. También los cristianos sufren y lloran. Pero también de ellos vale decir: "Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación."
Leyendo el salmo 23 observamos que en los primeros versículos el salmista habla de Dios siempre en tercera persona: "Jehová (él) es mi pastor - (él) me hará descansar -(él) me pastoreará - (él) confortará mi alma - (él) me guiará. Y de momento este "él" se transforma en "tú". ¿Cuándo y dónde ocurre esto? ¡En el valle de sombra de muerte! Dice: "Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque
tú estarás conmigo".
De esto sacamos una preciosa lección. Y es que mientras descansemos en verdes prados y retocemos en frescas y mansas aguas el Señor se nos convierte en un "él"; hay como un distanciamiento entre él y nosotros, no por causa suya, sino por la nuestra. Pero cuando entramos en el valle de sombra de muerte, entonces la cosa cambia, entonces tenemos necesidad de sentirnos muy cerca del Señor; entonces nos aferramos fuertemente a él. ¿Acaso no ha sido esta nuestra experiencia personal en multitud de ocasiones? Cuando todo nos va bien, cuando estamos sanos, la rutina de la vida diaria se apodera de nosotros y dejamos de ocuparnos en los asuntos del alma y del espíritu. Nuestras oraciones se espacian en el tiempo, nuestras lecturas bíblicas se acortan y la participación en el culto se nos vuelve un fastidio. Nuestra vida espiritual se resiente. Entonces envía Dios el sufrimiento para volvernos de nuevo a él. Nos postra en cama para hacernos orar, nos conduce a la casa del luto para hacernos reflexionar sobre nuestros caminos.
¡Cómo descubrimos el amor y la fidelidad de Dios en el sufrimiento! ¡Cuán bondadoso nos sostiene el Señor en la adversidad! Sí, en el dolor hay bendición, en el llanto hay bienaventuranza. Pues el sufrimiento nos acerca a Dios y nos une al Señor estrechamente. Ahí aprendemos a conocerle. Ahí gustamos su fidelidad, su amor y su gracia para restituir el alma.
Hay también otros sufrimientos que son incluso más duros que la muerte de un ser querido, por ejemplo, el sufrimiento de tener un hijo o hija en el infierno de la droga o del alcohol. ¡Qué dolor más grande es este! Con él se levantán las personas y con él se acuestan. Sienten la angustia por el hijo pródigo como una carga inmensa sobre el alma. En este dolor no ayuda nadie como el Señor. También para los que sufren esta pena dice Jesús: "¡Bienaventurados los que lloran, porque recibirán consolación! Confiemos nuestros hijos a Jesús. Él los alcanzará dondequiera que se encuentren y enderezará sus pasos.
Es posible que algunos sufran también por
sentirse abandonados por algún amigo. La pérdida de una buena amistad duele, nos hace sufrir. Jesús también conoció este sufrimiento. Él fue traicionado por su amigo íntimo. Judas Iscariote le vendió a sus enemigos. Después oyó cómo su querido amigo Pedro renegaba de él cuando todos le habían abandonado. ¡Cuánto sufrimiento! Pero Jesús tomó toda esta aflicción de la mano de Dios. Él sabía que Dios le había dado por compañero a este Judas. Y nunca intentó deshacerse de él. Le retuvo como discípulo a pesar de que sabía lo que había en su negro corazón. De esta manera, por medio del sufrimiento, aprendió la obediencia a Dios (Hebreos 5,8).
Jesús soportó todo este sufrimiento para ejercitarse en la obediencia al Padre. Y en medio de nuestro sufrimiento nosotros recibiremos también el consuelo que nos procura el saber que nuestros problemas son instrumentos en las manos de Dios para nuestra educación y formación. De esta manera aprenderemos a orar por los que nos ultrajan y a bendecir a los que nos maldicen. Y cuando hagamos esto notaremos desaparecer la opresión de nuestra carga.
La bienaventuranza de los que lloran también podemos aplicarla a esos
sufrimientos de la vida cotidiana. A ese superior en el trabajo que nunca está satisfecho o al compañero que habla mal de nosotros o al vecino molesto o al marido iracundo o a la esposa celosa o al hijo desagradecido. ¿Cuántas veces hemos sufrido por esto? Y hemos pensado en acabar con todo y huir. Podemos cambiar de trabajo y de vivienda y librarnos de todo esto. Pero ¿estamos seguros de que es esto lo que debemos de hacer? Al margen de que intentando huir del sufrimiento algunos abandonan la casa de Caifás para meterse en la de Pilato, si estas cosas vienen de Dios y procuran nuestra educación, no podremos evitarlas. ¡Dios las necesita para darnos forma! Si sólo estuviéramos rodeados de gente buena que nos tratara con amabilidad y educación no desarrollaríamos esas cualidades propias de la naturaleza del Cordero de Dios, Jesucristo.
Las personas que en ocasiones consideramos nuestros enemigos, son realmente nuestros benefactores. No deberíamos indignarnos por causa de ellas, sino darle gracias a Dios. Dios nos quiere educar por medio de ellas. Son instrumentos en las manos del Señor. Sirven al fin de darnos la forma que Dios quiere que tengamos. Aceptándolos así transformaremos nuestro lamento en baile y el sufrimiento se nos tornará bienaventuranza.
¡Y cómo no iba a tener esta bienaventuranza relación con el pecado del hombre!
¡El sufrimiento del pecado! ¿Hay dolor más grande que el descubrimiento de nuestra condición de pecadores? El pecado es el dolor más grande, porque el pecado es la espuela que azuza mis males y mis sufrimientos. Por eso, el que predica en el monte nunca socorrió con tanta solicitud y bondad a nadie como a esos que lloraban por sus pecados, y nunca pronunció más presto y gozoso palabra alguna que esas que decían: "¡Tus pecados te son perdonados!"
¿Hay alguno entre nosotros que llora por causa de sus propios pecados? Que se acerque a Jesús y recibirá consolación. Él dice: "Venid a mi los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar".
Y, finalmente, citamos
el sufrimiento de los pecados de los cristianos. Nos referimos al dolor y a la aflicción que los cristianos se ocasionan mutuamente por causa de sus pecados.
"Bienaventurados los que lloran, porque recibirán consolación". Esta bienaventuranza tiene su aplicación en el caso de todos los sufrimientos que Dios permite que nos alcancen; ya sea éste el sufrimiento por la muerte de un ser querido, o el sufrimiento que nos ocasionan otras personas o la culpa almacenada por nuestros propios pecados y errores en la vida. Quiera Dios que todos los sufrimientos que gustemos sirvan para conducirnos al Señor y para cultivar con él una comunión más estrecha y profunda; para que nuestra experiencia sea: "Bienaventurados los que lloran, porque recibirán consolación.
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