A lo largo de nuestra vida tenemos que tomar muchas y muy variadas decisiones. Algunas tienen una trascendencia menor. Pero otras, sin embargo, son de las que sin duda catalogaríamos como difíciles.
La existencia de las personas es constantemente cambiante y ello obliga a tener que variar los planes, a prever nuevas circunstancias con las que no se contaba hasta el momento… y a decidir constantemente, con la intención de poder acertar.
El creyente comprometido con Dios y con la fe en ese mismo Dios entiende que, en esas decisiones especialmente, tiene que haber presencia del Altísimo. Pero no nos resulta tan sencillo, en ocasiones, discernir qué tipo de presencia es la más conveniente. Ni siquiera contamos con que haya varias formas en que el Señor esté con nosotros. Y no son todas iguales, aunque pudiera parecérnoslo. Detrás de esas diferentes formas de entender este asunto se esconden matices de mucha relevancia que pueden dar lugar al éxito o, por el contrario, el fracaso en esa toma de decisiones.
No es lo mismo tener al Señor en nosotros que con nosotros. No es igual que esté a nuestro lado que el hecho de que no lo esté. No es lo mismo que vaya delante o que, por el contrario, vaya detrás. Y una de las decisiones absolutamente relevantes que va asociada a cada una de las nuestras es justamente ésta: ¿Dónde queremos que vaya Dios en ese tránsito nuestro que es nuestra vida y todas las decisiones que abarca?
Nos solemos conformar con poco muchas veces, nos hacemos en exceso complacientes con situaciones muy poco adecuadas para nosotros. Por otro lado, nos sigue gustando tener la sensación de control sobre nuestras vidas y decisiones. Y
puestos a elegir preferiríamos, lógicamente, que Dios esté de acuerdo con nuestras decisiones. Es lo correcto, al menos en teoría. Sentir que Dios nos acompaña en esa elección, cualquiera que ésta sea, es algo que nos agrada y que nos aporta convencimiento, particularmente en las situaciones difíciles. ¿A quién no le gusta contar con un aliado así?
Pero esto es conformarse con la menor de las posibilidades, permítanme que lo exprese así y, además, no responde a la realidad de la manera en la que Dios se ha comprometido a acompañar a Su pueblo, entre los que nos encontramos.
¿Hemos pensado alguna vez que hay lugares donde Dios no puede acompañarnos?Entiéndase esto en el sentido más amplio de la expresión: como poder, Él puede ir donde quiera, pero los lugares donde elegimos ir, las situaciones que escogemos para nuestras vidas, no siempre son de Su agrado y aunque el Espíritu de Dios vive en nosotros, con ciertas acciones y decisiones le contristamos.
En ese sentido, no es que nos abandona, pero no está con nosotros en el mayor de los sentidos a los que podríamos aspirar. No basta sólo con la idea de que el Señor esté con nosotros presente, sino que además pueda aprobar lo que hacemos, pensamos, sentimos y decimos y que Su presencia, Su compañía, pueda suponer la plena aprobación de lo que estamos viviendo o decidiendo.
Pero hay algo más. No es cuestión de minimizar la realidad de la presencia de Dios en nuestras vidas, pero podemos aspirar a un objetivo todavía mayor y éste consiste, no tanto en que Dios nos acompañe en las decisiones que tomemos, sino en que nosotros sigamos a Dios en las decisiones que Él nos lleve a tomar. ¿Qué pedimos, si no, cuando rogamos a Dios que Él nos guíe? ¿No nos conformamos tantas veces con decidir nosotros y luego aspirar a que Dios nos saque de las situaciones en las que nos metimos? ¿O que apruebe decisiones en las que Él no ha tenido ningún papel activo? ¿Por qué no más bien buscar un enfoque completamente diferente y verdaderamente sujeto a Su voluntad?
La realidad de que vayamos por libre debería darnos verdadero pavor, porque son cosas radicalmente distintas las dos que se han comentado. En la primera, el hombre tiene la iniciativa y aspira a que Dios le dé el beneplácito, el visto bueno, y le acompañe en el proceso para recibir Su ayuda y Su favor. Pero este no es el mejor orden posible. Es mucho más conveniente en nuestras vidas que seamos capaces de pedirle al Señor con valentía que sea Él el que vaya delante y nosotros, simple y humildemente, detrás, y que estemos dispuestos a seguirle. En ese caso, la presencia de Dios estará en nuestras vidas, ciertamente. Pero no sólo esto, sino también y mucho más importante, si me apuran, contaremos con Su dirección, que es de lo que verdaderamente se trata al ser nosotros discípulos de Cristo: la clave está en seguirle y continuar en los pasos que Él marca.
Difícil decisión ésta. Tiene mucho que ver con aquello de tomar la propia cruz cada día y seguirle… Prescindir de nuestros planes para buscar los Suyos… Ignorar la tendencia natural de nuestros pasos para seguir sólo Sus pisadas… Buscarle y llevar nuestra vista al horizonte donde está la columna de nube o fuego que nos guía en nuestros días y nuestras noches, no echando la vista atrás para comprobar si Dios nos sigue de cerca o de lejos en las decisiones que nosotros, y sólo nosotros, lejos de su voluntad y Su dirección, estamos tomando.
Todo ello son, como se ha comentado, matices que a menudo se nos pasan desapercibidos, pero que marcan la verdadera diferencia respecto a cuán agarrados estamos a Él y cuál es Su señorío real sobre nuestras vidas. Los señores no van al lado… van delante. Quien tiene la iniciativa y marca la dirección a seguir es el Señor, y no el discípulo. Quien confía verdaderamente en la protección y guía de Su Señor estará dispuesto a seguirle o no dudará de que, en esas pisadas, está el verdadero camino de la vida.
Señor, no me acompañes… Ve tú delante.
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