EL MÁS NOTABLE POETA ECUATORIANO
El más notable poeta ecuatoriano, al menos a mi entender, también está considerado como poeta francés. Se trata de Alfredo Gangotena(Quito, 1904-1944).
Hace ya tantos años que lo vengo guardando en el cofre de revelaciones que atesoro, desde cuando mi grande amigo Carlos Contramaestre, entonces Consejero cultural de la embajada de Venezuela en España, me regalará unas fotocopias de su obra completa. Sería a principios de 1990, si recuerdo bien.
Pero lo que no olvido fue el impacto, la conmoción profunda que me causó leer sus poemas acopiados en
Orogenia (1928),
Ausencia (1932) y
Tempestad secreta (1940). Salvo este último libro, un Cantar de los cantares del que hay que ir extrayendo tras la incandescencia de un lenguaje pletórico de contraseñas, los otros poemarios los escribió en francés, pues a París llegó con 16 años y allí entrañó la cultura gala e hizo amistad con los más connotados representantes de la poesía de su tiempo.
Pero esos contextos son lo de menos si la obra es magnífica, original hasta la médula, romperadora de tópicos o prejuicios hacia un poeta llegado a la vieja Europa desde el paralelo cero del mundo.
En aquel entonces
leí un verso suyo que guardo por siempre: “Y mi cuerpo está ocupado en morir”. Un verso salva a un poema: toda la obra nacida del alma al descubierto, de la llaga de lacerantes vértigos, de la fe cristiana que torna en plegarias la carne desgarrada del poeta, salva la Escritura del hombre raído de agonías. Anotemos una porción de su poética en torno a lo Sagrado:
Silenciosamente en la pasión de todas mis venas
Y de toda mi sangre,
Como el águila, en el centro de mi vida yo espero,
Silenciosamente
Espero que sople el gran viento de la esperanza.
Pero percibe tú, Pablo:
En el aéreo esplendor de Su fuerza,
El Espíritu Santo
Gravita y sangra en torno de tu cénit.
Gangotena, un poeta de dos patrias y de dos lenguas. Su canto surge de las grietas que dejan atisbar la aniquilación y la gloria.
Orogenia, bello título, tiene esa impronta que aprendió en la Escuela de Minas de París.
Pero
una de las vetas suyas que pocos han profundizado es esa dimensión religiosa, esa búsqueda para que Dios le ayude a no perder nunca la esperanza, para que le proteja de su congénita tristeza, de su precaria salud (era hemofílico). Y así invoca a Dios: “¡Ah, Señor!, si yo recorro una patria malvada, ten piedad de quien te ofende,/ paupérrimo niño olvidado en las zarzas de su calvario./ Te grito: ¡Señor, cúrame del inmenso mar, de mi grandísima tristeza, y del astro banal que ilumina las tierras de tormento!”.
Magnetizado, colmado, por la certera intuición, expande sus palabras, abre su marcha desde el cosmos, desde la Luz del milagro eterno. Y las posa sobre el tiempo de nosotros, o del apóstol-poeta de Patmos:
¡Aleluya! Ved
Aparecer —como zócalo el rumor angélico de las brisas—
En el aire diáfano, las siete Iglesias.
¡Abre los portones.
Grita a muerte las palabras de tu libro,
Oh Juan!
UN POEMA COMO MUESTRA DE EXCELENCIA Y DIFICULTAD
Años después, ya empezado el siglo XXI, un joven estudiante ecuatoriano en las aulas salmantinas, Patricio Burbano, me regaló la estupenda edición, en tapa dura, de
Tempestad secreta, hecha en Quito 52 años después de la primera.
Releo muy seguido esta joya de lenguaje y de enigma. Pero
ahora les dejo con un largo poema (todos los de Gangotena lo son), que bien puede dar un idea de su mayor esfuerzo en torno a propagar su fe. Para quienes no conozcan nada más de él, pueden acceder al
Material de lectura que la Universidad Nacional Autónoma de México dedica al poeta ecuatoriano que estimaba que Francia era su patria espiritual.
CANTO DE AGONÍA
a Julien Lanoe
El endurecido y arcano vuelo de los árboles; los mil truenos
que estremecen la Tierra;
El huracán en torno de las llamas y en el deslumbramiento de su cólera
El huracán con sus voces desgarradoras de la seda de las flores,
en el espacio clama: “Oh noche, yo recuerdo.
He conocido antaño al claror de los astros,
Su cuerpo de belleza y de gracia,
Su cuerpo estibado de amor a la orilla de las llamas, estrechándome
en mi fluida eternidad”
Tus aromadas alas, viento solar de la noche,
Tus alas me llenan de un vasto soplo el espíritu.
Aguas madres de mi reino, aguas yacentes en mi vigilia;
¡Grandes centellas de mi sangre y de mi carne!
Y vosotros, mis ojos vibrad en el éxtasis postrimero,
¡Claridades de tanto amor!
Un solo deseo me aniquila, significándome, en esta firmeza extraña,
los agoreros límites de la muerte.
Y el Ángel, centella de las aguas,
Huracán de cabellera. —en el instante mismo de la luz—
advierte mi azoramiento gritando:
“Resplandezco en mi poder, venas de la Primavera.
Cristiano, cristiano, te hablo de un gran fulgor.
Alguien se nutre esperanzadamente de la sal de las lágrimas.
¡Pasiones! ¡Pasiones!
Aquel macula con su aliento y emponzoña toda palabra y toda apariencia:
Que diga de hinojos su plegaria de hinojos, de hinojos por tres veces,
sobre el vestigio del Señor Jesús, amén”.
Grandes y nocturnas flores sueñan en la soledad de sus cálices.
La plegaria, adentro, desliza en mis venas su tiniebla y sollozo.
Me persiguen cien riesgos y mil torturas.
¡Amor, amor, deseo de fijeza!
Cegadora música de las conjuradas arenas de la selva.
Octava de espanto que me atrae con deleite y violencia.
De un solo golpe, los miembros se juntan al estremecimiento de los labios,
a la llegada del corazón.
¡Palpad, amigos, mi frente y mis párpados!
Más tarde no tendré nada de este cuerpo para presentarme a vosotros.
Que yo os regocije en último lugar, en el objeto mismo de mi pesadumbre.
En las noches de infortunio,
La colina repliega sus alas de bruma y de rocío.
Pasemos, pasemos.
Empecinamiento sin tregua de la tormenta en torno de los cálices vegetales.
Madre, el astro se levanta sobre tus reliquias, escucha el eco
de las nieves que juguetea en tus jardines.
Clamorosamente, me llama la selva y golpea las puertas de mi cárcel.
¡Dios! La sutil morada se entrega de improviso a la esencia de los lirios.
Me embelesas, línea meridiana de vuelo,
Y resplandeces para la pupila con el relámpago negro de una bestia
agoniosa, emperatriz de las arenas.
Salobre estación en el lecho de los lagos, grietas perdidas
que un cielo ardiente calcina, crueles espejismos de sal y de viento.
El cielo azul, el mundo y su verdura.
Todas las formas en mi vida, y aquella más extraña en torno mío
que las abiertas llamas del firmamento.
Transida, el alma vela el agua desierta de mis ojos;
Se embeben mis pestañas en el viento de las tumbas.
Cesad, cesad, inútiles, inútiles comparaciones.
Al favor de las lluvias, piedras latentes de mi morada, al favor
de un soplo, ataviaos con una luz más encendida en la noche.
Solitaria, la dama ambula entre las hojas; y conmovedora franquea
la desmesurada sombra de los montes.
Acudid, brisas, y vosotros, pueblos del huracán, gustad por connivencia
las formas vivas de su amor.
Febril todavía bajo el peso de la nieve, el pájaro polar se arriesga en la llanura.
¡Les plazca a los ángeles que llegue esta corriente de inmensidad!
y que venga dulcemente a cerrar mis párpados
donde corre la sangre de la desesperanza.
Nos vence la inmensidad de las arenas.
Las puertas gimen bajo el intrépido embate de la tormenta.
Y tú despuntas, Bella, junto al ruego de mi alma.
Mujer, te presiento en la gloria y el rehilo de tus contornos.
Dócil para escuchar el movimiento del solsticio en las venas del esposo, esta grandeza.
El agua quemante de todas las coyunturas se inmoviliza en tus rodillas.
Ávido, con mi transparencia, me detengo en el dintel.
Mi atribulado corazón me arrulla extrañamente:
“Desplegad vuestras alas boreales,
Sombras remotas que el sueño incita en las cortinas,
Id por el mundo, melancólicas imágenes del invierno,
Id para abriros donde se anuncian las primicias de su blancura”.
¡Es ella bajo las fases nupciales de la luna! La dama viene
más ligera que el fuego de mis miradas.
¡Mirad! Su amor me solicita detrás de la muralla traslúcida de los océanos.
“¿Por qué, dice, y para que la urgencia de mi regreso?
¿Para qué si tú yaces helado y sombrío,
Cuando las flores se inclinan y pesan voraces sobre tu corazón?”
Esta grande tristeza en la memoria.
Ciego y leproso, ¿desde qué siglo he perdido todo contacto con la vida?
Bellas de la tarde, el pájaro canta los júbilos del hombre bajo vuestro reino.
Mujeres arropadas con el soplo en la noche, bajo vuestro reino,
este rumor de lágrimas de los jardines.
Entonces, vosotros, inmensurables y congeladas en vuestra gloria, ¡Adiós!
El Amor es mi herencia que me tortura en las soledades de mi carne.
Me revelas, Espíritu, la violencia de las hachas a tu paso.
¡Espíritu, nos abandona el mundo! y sus confines, por los demás,
perecen bajo tu impulso de eternidad.
¡Brazos innumerables, levantad al cielo con un solo suspiro el poderoso polvo!
Paraliza tu soplo, oh muro, inmoviliza mi alma como antaño
me amurallabas la inteligencia de todas las formas exteriores;
Guárdame ferviente bajo tu abrazo en la confidencia de tus pajas gramíneas.
Paciente naturaleza: la hoja donde se prende la tórrida presencia del cielo.
¡Visitación! ¡Visitación!
El huracán lúgubre barrena como un pez en la punta de las flechas.
Estas llamas, entonces, bajo las sienes, se estremecen con toda su ira.
¡Pájaros, despejad el espacio de vida!
Libradme de esta pupila donde el espíritu se hiela.
Lágrimas, corred, sed para mí la estrella nueva de mi bautismo.
¡Y que yo cante mi canto de despedida al son de las llamas!
La vida al viento, y con mi grito de ventarrón que me traspasa.
Me precipito hacia vos, Señor, como un río de lava.
En la última ardencia del alma, ¡me aproximo a vuestra mano, amén!
Filigrana de los torrentes, un gran viento luminoso
se levanta bajo mis párpados.
El mar y el espíritu juntos se han disuelto en la luz.
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