A algunas personas nos cuesta identificar cuándo tenemos que parar. No resulta nada fácil, además, con una forma de vida en la que se van acumulando las responsabilidades, las urgencias y también la sensación de que, si no se llega a todo, no se llega a nada. Tiempos como estos nos llevan de preocupación en preocupación, nos mantienen inquietos desde la mañana a la noche… y nuestro cuerpo y mente se resisten… aunque no siempre detectamos que nos están gritando “¡BASTA!” hasta que es demasiado tarde.
Es curioso cómo el cuerpo aguanta y aguanta silenciosamente hasta que ya no puede más. Pero en ese no poder más, muchas veces tiene lugar un reventón que no siempre tiene marcha atrás.
Queremos llegar a todo y sin que haya consecuencias negativas sobre nuestra salud y, mientras se pueda seguir dando una vueltecita de tuerca más, seguimos adelante, sacrificando sueño, comidas, ocio, bienestar… pero rápidamente uno se da cuenta de que no compensa. No puede compensar cuando, no solamente esta forma de vida es sobre nosotros un ladrón permanente, sino cuando además no termina de producir ni traer a nuestros días el resultado por el que hicimos tantos sacrificios.
El asunto de llamarnos a hacer siempre lo humanamente posible puede estar bien justificado en algunos casos(cuando se trata de ayudar a otros en dificultad, de darnos en entrega desinteresada como reflejo profundo del carácter cristiano…) pero este no es siempre el caso.
En muchas ocasiones la imposición nos la hacemos a nosotros mismos respecto a asuntos que son difíciles de dirimir, precisamente porque parecen importantes, vitales e innegociables pero, en el fondo, no lo son tanto.
Véase, por ejemplo, la cuestión del trabajo, del que, en un tiempo como el que corre, uno no puede prescindir. Nos toca estar estirándonos hasta el infinito, alargando las horas de nuestro día (no de forma estructural, pero sí funcional, haciendo lo que correspondería hacer en tres jornadas y no en una sola), sacrificando incluso lo que nunca deberíamos sacrificar… haciendo, en definitiva, lo humanamente posible. Pero hoy rompo una lanza a favor de un grito de “¡BASTA!”.
Da igual si el cuerpo aún aguantaría un poco más o no. Da igual si aún es posible humanamente llegar un poco más lejos. Ha llegado el momento de plantarse (muchos de los que leen estas líneas en este momento puede que, igualmente, se levanten y griten conmigo) y apelar a lo que en primera y última instancia siempre debió estar en su justo lugar: lo humanamente posible no es necesario cuando tenemos al Dios de todo imposible.
El asunto de la justa combinación entre la responsabilidad del hombre (esa cuestión de hasta dónde debemos llegar con nuestras fuerzas, cuánto se nos pide que demos, o en qué sentido estamos fallando cuando no lo damos) y lo que Dios, no sólo puede hacer, sino hace, sigue siendo un misterio para nosotros. Para mí, al menos, lo es. Pero en momentos de ansiedad, preocupación y sentimiento de estar a punto de estallar veo con más claridad y convicción que Dios no obra más y mejor cuando llevo mi maquinaria al límite. No se me pide eso. Y aunque sea humanamente posible, no debo hacerlo tampoco.
Esto me lleva necesariamente a una decisión urgente: hay que hacer cambios. No quiero prescindir de la responsabilidad a la que soy llamada, pero no se me llama tanto a dejarme el pellejo en el camino como a depositar fe en que el remedio a lo imposible lo pone Él y no yo. ¡Cuántas necesidades creadas, incluso en asuntos loables y defendibles! ¡Cuántas veces me digo “debes llegar” o “tienes que hacer esto o aquello”, cuando nadie más que yo me lo impone! Ni siquiera los tiempos de dificultad lo hacen… sólo yo, que sigo pensando erróneamente que “debo” llegar, en vez de que “me gustaría” llegar.
¡Claro que me gustaría! ¿Y a quién no? Pero
donde llegue, he de recordarme, llegaré porque el Señor me lo permita y no por todos los kilómetros de esfuerzo que recorra.
El llamado irrevocable está centrado en confiar. Aquella famosa frase de “Trabaja como si todo dependiera de ti pero a la vez confía como si no trabajaras” también obliga a un límite. El límite, sin embargo, no lo pone lo humanamente posible, que podemos llevar hasta extremos insospechados, sino en que ese “poner de nuestra parte” no esté rozando (o metiéndose de lleno) en una disfrazada autosuficiencia. ¿Se trata de que lleguemos a todo sintiendo ansiedad? ¿O quizá el límite tenemos que ponerlo antes, aunque se queden muchas cosas sin hacer o en el tintero? ¿En qué fallamos más? ¿En aquellas situaciones en las que no damos el todo por el todo o en las que, dándolo, estamos en el fondo confiando en nuestro propio esfuerzo?
Me hago estas preguntas en un momento difícil, como casi todos los que leen esto estarán pasando también. Pero lo hago desde la paz de saber que, hecho lo que hay que hacer, sea más o menos, pero siempre confiando en que Quien hace la obra es Él, no se nos pide más.
Me tengo que poner límites. He de ponerlos a la actividad, por muy necesaria o de supervivencia que me parezca ahora.
Mi supervivencia, la de los míos, no depende de esas cosas. Depende en todo de Él aunque yo no pudiera mover un dedo. Dios no me llama a que me eche a dormir irresponsablemente mientras Él hace, como si no tuviera responsabilidad (Él me ha creado con sentido de la responsabilidad) pero sí me pide, nos pide, que descansemos mientras eso ocurre, y son cosas bien distintas.
Inactividad o desidia no, pero estar sometido siempre a lo humanamente posible puede convertirse en la mayor de las esclavitudes.
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