En mi artículo de la semana anterior aludí al “Cristo Yacente de Santa Clara”, imagen que Unamuno contempló en la Iglesia de San Juan de Barbados, en Salamanca. Aquí desgrano los versos que Unamuno dedicó a la imagen.
EL CRISTO YACENTE DE SANTA CLARA, que levantó pasiones y furiosas reacciones en medios católicos, fue publicado por primera vez el 26 de mayo de 1913 en el madrileño diario LOS LUNES DE EL IMPARCIAL.
Nueve años después lo incluye su autor en el libro de viajes ANDANZAS Y VISIONES ESPAÑOLAS, aparecido en 1921. De esta obra reproduzco las estrofas que siguen.
Este Cristo, inmortal como la muerte,
no resucita; ¿para qué?, no espera
sino la muerte misma.
De su boca entreabierta,
negra como el misterio indescifrable, fluye
hacia la nada, a la que nunca llega,
disolvimiento.
Porque este Cristo de mi tierra es tierra.
No es este Cristo el Verbo
que se encarnara en carne vividera;
este Cristo es la gana, la real Gana,
que se ha enterrado en tierra:
la pura voluntad que se destruye
muriendo en la materia;
una escurraja de hombre troglodítico
con la desnuda voluntad que, ciega
escapando a la vida,
se eterniza hecha tierra.
Este Cristo español que no ha vivido,
negro como el mantillo de la tierra,
yace cual la llanura, horizontal, tendido,
sin alma y sin espera,
con los ojos cerrados cara al cielo
avaro en lluvia y que los panes quema.
Y aun con sus negros pies de garra de águila
querer parece aprisionar la tierra.
¡Oh Cristo pre-cristiano y post-cristiano,
Cristo todo materia,
Cristo árida carroña recostrada
con cuajarones de la sangre seca,
el Cristo de mi pueblo es este Cristo,
carne y sangre hechos tierra, tierra, tierra!
Porque él, el Cristo de mi tierra es sólo
tierra, tierra, tierra, tierra…
cuajarones de sangre que no fluye,
tierra, tierra, tierra, tierra…
¡Y tú, Cristo del cielo,
redímenos del Cristo de la tierra!.(24)
En la cristología de Miguel de Unamuno hay otra visión más amable del Crucificado, más en consonancia con la enseñanza de la Biblia. Se encuentra en el largo poema EL CRISTO DE VELÁZQUEZ, 76 páginas en el tomo VI de las obras Completas.
Del Cristo tierra, Cristo Nacional, Cristo de la España popular, el autor pasa al Cristo de los Evangelios, el Cristo universal, el Cristo de Dios, glorioso, Salvador, Redentor, vida de nuestras vidas.
Sobre este poema he escrito largamente al tratar de la influencia que la Biblia ejerció en Unamuno. Aquí añado que todo él rezuma sabor auténticamente evangélico, de los Evangelios, y también impregnado de espíritu paulino.
Del alma de Unamuno brota una sentida declaración de fe en la humanidad y en la divinidad de Cristo.
Aunque con frecuencia afirmaba que la fe se alimenta de dudas, en este fragmento poético Unamuno arrodilla su inteligencia ante la trascendencia divina del Galileo. Cree que el paso del Maestro por la tierra, con su ejemplo y sus palabras, es un claro testimonio de su divinidad.
Acostumbrado a racionalizarlo todo, en este canto a Jesús abre puertas y ventanas al sentimiento, a la emoción, a la fe.
Tú que callas, ¡oh Cristo!, para oírnos,
oye de nuestros pechos los sollozos;
acoge nuestras quejas, los gemidos
de este valle de lágrimas. Clamamos
a Ti, Cristo Jesús, desde la sima
de nuestro abismo de miseria humana……
Ven y ve, mi Señor; mi seno hiede;
ve cómo yo, a quien quieres, adolezco;
Tú eres resurrección y luego vida:
¡llámame a Ti, tu amigo, como a Lázaro!
Tráenos el reino de tu Padre, Cristo,
Que es el reino de Dios reino del Hombre!
Danos vida, Jesús, que es llamarada
que alienta y alumbra y que al pábulo
en vasija encerrado se sujeta;
vida que es llama, que en el tiempo vive
y en ondas, como el río, se sucede.
Hijo del Hombre, Humanidad completa,
en la increada luz que nunca muere;
¡mis ojos fijos en tus ojos, Cristo,
mi mirada anegada en Ti, Señor!. (25)
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Notas
24. OBRAS COMPLETAS, tomo VI, pág. 517-520
25. OBRAS COMPLETAS, tomo VI, pág. 492-493
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