Vivimos en una sociedad que se aferra con fuerza al presente. En el fondo, porque cree que es lo único real que tiene. No creemos ni a nada ni a nadie que no podamos ver o tocar. El futuro, por otra parte, (en mayúsculas, no ese sucedáneo del que hablan los adivinos en plan “salud, dinero y amor”) suele resultar lo suficientemente inquietante como para que pocos, o casi ninguno, tengan algún interés por saber más acerca de qué hay después. Parece que lo de “A dónde vamos y de dónde venimos” pasó a la historia. Y respecto al pasado, ¿qué podemos decir? Si bien el futuro a veces nos gusta poco, al pasado la mayoría no quieren ni mirar. Algunos lo hacen, ciertamente, pero con más nostalgia que otra cosa. Y ante todo esto, uno no puede sino preguntarse: “¿Entonces, a dónde miramos?”
Pensándolo detenidamente, igual la cuestión tiene más que ver con para qué se mira hacia un sitio o hacia otro. Como tantas otras cosas, es el uso lo que le da carácter positivo o negativo y quizá debemos detenernos y pensar hoy en enfoques tanto adecuados como inadecuados de cada una de las tres direcciones.
Parémonos en primer lugar en el futuro. Como sugería al inicio de la reflexión, hay varias maneras de fijar la vista en él. Algunas personas quieren inquirir allí más como un juego o como simple curiosidad que otra cosa. Investigar en lo que el futuro puede deparar se convirtió, ya desde que el hombre es hombre, en un juego peligroso por el que las personas jugaban a ser Dios. Esto nunca fue bien aceptado por el Creador y no son pocas ni poco tajantes las referencias bíblicas contra la adivinación o las ciencias ocultas en este sentido. El futuro, desde la perspectiva de Dios, tiene otro cariz bien distinto y bastante menos superficial que el que a veces se dibuja desde estos foros y haremos bien nosotros en no simplificarlo, ni tampoco meternos en aquellos asuntos que, desde siempre y por nuestro bien, nos están vedados. La curiosidad mató al gato… y también al hombre en tantas ocasiones.
Otra de las formas en que las personas nos proyectamos hacia el futuro es la preocupación. Evidentemente, no es la mejor de las posibles, pero es una de las más comunes, sobre todo cuando nos acucian los problemas y no sabemos qué hacer con ellos. En esos momentos, solemos pensar que la mejor forma de abordar lo que vendrá es “estando preparados” y para tal momento nos disponemos a rearmarnos anticipadamente. Pero esto no sirve. Y además tardamos poco en descubrirlo. Más bien nos desgasta y nos hace vulnerables ante lo que vendrá, por no hablar de la vanidad que resulta pensar que lo que pase o no depende, en alguna medida, de nosotros. Nosotros no controlamos nada, ni siquiera nuestro futuro más cercano. Tampoco nuestro presente y, mucho menos, nuestro pasado. Así las cosas, parece que la preocupación entonces no es solución para nada, ni tampoco una forma interesante de enfocarnos hacia nuestro futuro.
Sin embargo, en las líneas de la Escritura se nos da una perspectiva bien diferente del futuro. En la Biblia éste, para los que se pierden, es un alejamiento perpetuo de Dios y la realidad de un fuego eterno al que se llama infierno. Pero para los que han sido salvos y redimidos por la sangre de Cristo, el futuro sólo tiene un adjetivo: glorioso. Como gloriosa es la esperanza que nos proyecta hacia allí. Ésta se encuentra depositada en fundamentos mucho más sólidos que cualquier otro evento o circunstancia que pueda darse y es absolutamente inamovible. Estar cimentados en la Roca es nuestro mejor seguro de vida y, ¿qué pretende un seguro de vida, sino garantizarnos el futuro? Nuestro seguro, nuestra Roca de los siglos, sin embargo, no sólo pretende una seguridad simplista, ceñida a lo terrenal, sino que la ha comprado por precio de sangre y de forma irreversible, proyectándola hacia la eternidad.
El presente también tiene grandes misterios para nosotros, a pesar de que parezca el más palpable de los tres tiempos. La línea entre pasado y presente, presente y futuro es tan delgada, tan fina y, a menudo, casi imperceptible, que uno prácticamente no sabe cuándo se pasa de uno a otro. El pasado aún se hace demasiado doloroso en el presente cuando el tiempo transcurrido ha sido mínimo. El presente rápidamente se convierte en futuro y nos plantea retos y desafíos que ni siquiera habíamos imaginado. Y, en definitiva, nuestro ser está sujeto al tiempo, a los tiempos y a quedarnos, también, sin tiempo.
Quizá es por esto último que mucha gente afronta la vida con esa necesidad de cubrir sus carencias, de vivir cada día en la Tierra como si fuera el último. Lo queremos todo y lo queremos ya. Estamos ávidos de emociones, nada nos satisface, anhelamos lo por venir, pero en el momento en que el futuro se convierte en presente, simplemente deja de interesarnos. Queremos lo que no tenemos y el futuro es eso precisamente: lo que no tenemos. Vivimos este momento queriendo disfrutarlo, aprovechándolo al máximo, aparentemente, pero en el fondo nos falta la trascendencia, que es lo que dota de sentido todas las cosas. No se trata sólo de que venga algo. Se trata de que ese algo también nos diga algo, que tenga significado.
Tampoco son pocos los que creen que el tiempo no pasa por ellos, que poco o nada tiene que ver con sus vidas el paso de los años y se enfrentan a sus días con la sensación de invulnerabilidad del que cree que todo lo puede. Para ellos sólo hay un eterno presente y cualquier dificultad o el paso mismo de los segundos, los minutos o las horas les pilla siempre fuera de juego. Viven sus vidas desde la necedad de no considerar que hay un Dueño y Señor que también lo es de los tiempos, de sus tiempos.
¿Qué ocurre, sin embargo, con el otro extremo, con el que supone que las personas sólo vivan en el pasado o en el futuro?
Quien se ancla en el pasado lo puede hacer porque de alguna forma quedó traumatizado, algo que ocurre en las menos de las ocasiones, después de algún suceso impactante que le impide avanzar emocionalmente y que produce un bloqueo. Pero en otros casos lo que ocurre es que, en el fondo, se añoran tiempos antiguos. Hay en nosotros un profundo y permanente descontento que se refleja sobre todo en el presente, cuando no se valora lo que se tiene y se piensa que lo que hubo antes fue mejor. Sin embargo, cuando tal pasado era presente, probablemente era igualmente minimizado en su valor por las mismas razones: lo anterior, lo que pasó antes, por el simple hecho de estar entonces y no ahora, también se consideró mejor. Este tipo de razonamiento y emocionalidad circular se convierte en un problema para muchos y tiene difícil solución mientras no se rompa voluntaria y conscientemente alguno de los eslabones que componen la cadena.
Dios nos llama a vivir nuestro presente, sin embargo, de forma muy distinta. Nos anima al contentamiento, a dar gracias en todo, y a no acordarnos de las cosas antiguas. Y esto nos lleva directamente a la siguiente cuestión: ¿qué hacemos respecto a nuestro pasado? ¿Mirar, o no mirar? Esa es la cuestión.
Cuando se habla de estos temas me resulta casi inevitable que la imagen de la mujer de Lot convertida en estatua de sal por mirar atrás se me venga a la cabeza. Pero la razón por la cual ella tenía ese gesto vedado no era simplemente una cuestión de capricho. Mirar atrás en aquella situación tenía un significado muy potente: estaba muy relacionado, por ejemplo, con el mismo recordatorio que el pueblo de Israel hacía de las cebollas, pepinos o ajos que tenía en Egipto, menospreciando la salvación grandiosa que había experimentado por parte del Dios de los Ejércitos. Resulta increíble que ese pueblo pudiera recordar algo tan insignificante como unas simples verduras después de haber visto el Mar Rojo abierto delante de sí. Sin embargo, así sucedía. Su memoria, como la nuestra, era muy corta. Su percepción, tal como lo es la nuestra, muy limitada.
Lo que Dios nos tiene por delante, a los que le amamos, siempre es mucho mejor que nuestro presente o nuestro pasado. Simplemente porque en el sistema de medidas que Él usa, tan distinto al que nosotros tenemos, se produce un aumento en nuestro crecimiento, perfeccionamiento y santidad por medio de lo vivido en el pasado y también en el presente. Todo apunta a un fututo en el que no sólo tendremos la mente de Cristo y Su espíritu mora en nosotros (como si eso fuera poco), sino que además esto será manifiesto con toda Su grandeza y gloria. Nada de lo que nos sucede ni nos sucedió es despreciable. Simplemente no podemos entender lo que Dios es capaz de hacer con ello, pero tiene valor y es de gran profundidad, además. Esto sólo podemos entenderlo cuando nuestra mirada hacia el pasado es diferente. Y no podemos ni debemos, creo, conformarnos con menos.
Ante la pregunta que hacía al inicio, sobre si debemos mirar al pasado.me atrevería a afirmar que, en ocasiones, sí podemos y tenemos que hacerlo. No es una cuestión de querer contradecir lo dicho hasta aquí. Tampoco de negar el mensaje bíblico. De hecho, en la Palabra también se nos exhorta a considerar que “Hasta aquí nos ayudó el Señor” y se nos recuerda que nos ha traído a través de un “largo desierto” para sostenernos y mostrar Su poder y Su gloria en medio de la adversidad.
Los altares que tantas veces el pueblo de Dios construyó tenían justamente esa finalidad: que recordaran. Sólo cuando somos capaces de considerar dónde estuvimos, dónde estamos y dónde se nos promete que estaremos, es que somos capaces de considerar estos asuntos en toda su envergadura y también a Quien está detrás de ellos. Así, las cosas no son “No, porque no” o “Sí, porque sí”, simplemente, sino que, tal y como ocurrió siempre, Dios mira el corazón y conoce las intenciones de lo profundo de nuestro ser. Sabe qué deseos habitan en nosotros y con qué perspectivas miramos a pasado, presente o futuro.
En Él, todos y cada uno de los momentos de nuestra vida tienen sentido. Pasado, presente y futuro toman, efectivamente, su justo papel cuando sabemos verlos con Sus ojos y no solamente con los nuestros.
El pasado para recordarLE.
El presente para reconocerLE y vivirLE.
El futuro para anherlarLE.
TODOS ELLOS PARA AMARLE.
Si quieres comentar o