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El enfado y su justa medida

Nuestros enfados poco suelen tener que ver con esa ira santa de Dios ante la injusticia y cuya benignidad es inapelable. Porque incluso cuando Dios se enfada nos hace bien, aunque no sepamos verlo.
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 08 DE SEPTIEMBRE DE 2012 22:00 h

Al empezar a escribir estas líneas, reflexionaba acerca del hecho de que este tema no resulta ajeno a nadie. Si así lo creen algunos, probablemente el análisis no es lo suficientemente exhaustivo ni profundo al respecto. No se puede tratar el asunto del enfado o de la ira y decir, alegre y honestamente, “Eso no va conmigo”. O quizá puede decirse, pero no pasará de ser un profundo autoengaño.

Todos y cada uno de nosotros, en algún momento puntual o durante un período de tiempo más prolongado y por causas más o menos justificadas o justificables, hemos sucumbido ante esta emoción que es la ira, dejándonos llevar, asignándole un lugar también más o menos relevante en nuestra vida e, incluso, permitiendo que, si enraíza lo suficiente, se instale en nosotros como si se tratara de un huésped que ha dejado de serlo para empezar a formar parte de la familia.

Cuando esto sucede, ni siquiera nos llama la atención su presencia. Es más, casi no podríamos concebir la vida sin ese “plus” de autocompasión y victimismo que a menudo el enfado trae consigo. Nos resulta cómodo seguir enfadados y dándole vueltas una y otra vez a lo mismo. Y es que, además… ¡es un huésped, en cierto sentido, tan silencioso! ¡Es tan majo! Nunca nos contradice, ni nos quita la razón. Solemos estar cien por cien de acuerdo con su discurso y eso, reconozcámoslo, no es nada sencillo de conseguir. Si hace ruido es, exclusivamente (según lo vemos nosotros) para defender con justicia nuestros intereses y, en esos casos, para nosotros, la algarabía está plenamente justificada. Por lo demás, se mantiene calladito y al margen. Tanto, que a menudo va ocupando más y más estancias de nuestra casa imaginaria, esa que conformamos nosotros mismos, y al igual que ocurriría con un ocupa al que nunca se invitó, luego difícilmente puede uno desprenderse de ella. Para cuando nos damos cuenta de que se ha instalado “con todo el equipo” en casa, ya es muy difícil intervenir si no es haciendo una limpieza profunda, de arriba abajo.

Es fácil que anide la ira en nosotros. Muy fácil. Nuestros enfados, además, poco suelen tener que ver con esa ira santa con la que Dios se enciende ante la injusticia y cuya benignidad es inapelable. Porque incluso cuando Dios se enfada nos hace bien, aunque no sepamos verlo. Nosotros, sin embargo, no somos así. Es cierto que nuestros enfados son muchas veces justificados, pero nos resulta tremendamente difícil no traspasar esa débil línea que separa la justa ira de la pataleta, la defensa de los propios derechos respecto a nuestra habilidad para hacer sangre a partir de las situaciones más absurdas. Y en esos casos, no podemos ampararnos bajo el argumento de que Dios también se enfada y, por tanto, nosotros tenemos el mismo derecho de hacer lo mismo. Él no está sesgado por segundas intenciones, ni egoísmos, ni malentendidos. Su ira responde coherentemente a Su principal cualidad: Él es Santo y no acepta lo que no lo sea. Y ante el mal y sus consecuencias se rebela con una ira que es proporcionada y justa. Si algo nos cuesta ser a nosotros cuando nos enfadamos, a la vista está, es ser proporcionados y justos.

¡Qué difícil es acertar cuando se trata del enfado! Incluso asumiendo, como decíamos, que las razones de nuestro enfado puedan ser legítimas que, efectivamente, en muchas ocasiones lo son, nuestras formas no suelen ser tan equilibradas como nos gustaría o deberían. Tal y como decía Aristóteles, “Cualquiera puede enfadarse; eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo”. Centrémonos, por un momento, en considerar que puede significar cada uno de estos aspectos:

· ¿Nos enfadamos siempre con la persona adecuada?
Partiendo de la base de que no conocemos toda la realidad de las cosas, asumiendo que somos más que susceptibles a cometer errores al comprenderlas (si no, pensemos en cuántos de nuestros enfados son simplemente fruto de malentendidos) y teniendo presente que, ya que todas las personas no nos resultan igual de gratas, probablemente algunos tendrán más probabilidades de despertar nuestra ira, parece altamente improbable que escojamos siempre a la mejor persona con la que enfadarnos. Es más, si me apuran, diría que en buena parte de las ocasiones, nos enfadamos con una persona determinada y lo pagamos con el resto, que suele tener poco o nada que ver con el asunto. A la luz de esta realidad, parece que no siempre nos enfadamos con quien es responsable de aquello que nos produce malestar, sino que otros factores confluyen para determinar, finalmente, sobre quién recaerá nuestra furia.

· ¿Nos enfadamos en el grado exacto?
Asumo que todo el mundo tiene claro que, salvo honrosas excepciones, la respuesta es NO. Para enfadarse en el grado exacto tendríamos que tener una percepción absolutamente perfecta de las cosas y eso es sólo don de Dios. Nosotros solemos ser, más bien, altamente desproporcionados en nuestras reacciones. Incluso cuando seamos medidos con nuestras reacciones, cosa que no ocurre con frecuencia, por el hecho probable de que nuestro enfado no vaya dirigido a la persona exacta, ya estaremos siendo desproporcionados. Sin querer, probablemente, pero eso no le resta verdad al suceso. Es por ello que la cuestión de saber enfadarse adecuadamente es, simplemente, algo que nos desborda y no podemos controlar, ni siquiera poniendo toda nuestra carne en el asador.

· ¿Elegimos el momento oportuno para enfadarnos?
En esto tampoco solemos tener demasiado acierto. Más bien somos rápidos para airarnos (al contrario que el Señor, que es tardo para la ira y grande en misericordia, como dice Números 14:18, aun recordándonos que no tendrá, de ningún modo, por inocente al culpable). El libro de Proverbios nos recuerda que “El que tarda en airarse es grande de entendimiento, mas el que es impaciente de espíritu enaltece la necedad”. ¡Qué difícil es retenerse ante una emoción tan impulsiva como es la ira! ¡Y qué complejo también, por otra parte, no prolongar ese enfado más tiempo del estrictamente necesario! ¿Cuál es ese tiempo prudente, el tiempo justo a partir del cual ya no deberíamos estar permaneciendo en el enfado? Se me ocurría pensar que quizá ese tiempo lo marca el que debiéramos tardar en depositar el asunto en manos de Dios mismo, que es quien tiene la potestad de impartir justicia acertadamente y vengar nuestras causas. Jesús, en momentos en que el enfado y la ira hubieran estado plenamente justificados, escogió un camino mucho más difícil, pero más cercano sin duda al carácter de Dios mismo, al que encarnaba. “Cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente.” (1ª Pedro 2:23) Si en el momento en que detectamos que el enfado surge en nosotros lo depositamos en manos de Dios, quien vela por nuestros intereses más aún que nosotros mismos, probablemente nos acerquemos mucho más a esa idea de “tiempo justo” para el enfado. Imaginemos el descanso que esto puede traer a nuestras vidas…

· ¿Es el propósito con el que nos enfadamos justo?
Para nosotros, siempre lo es. Miramos y analizamos nuestras circunstancias a través de nuestros ojos. Pero nuestros ojos no captan la realidad como si de una fotografía se tratara. Bien al contrario, nuestros ojos captan tendenciosamente aquello que suele convenirnos, lo que corrobora nuestros puntos de vista y, por tanto, nuestros enfados suelen estar sesgados por nuestra propia interpretación de las cosas. Así, por justo e inapelable que nos parezca una determinada visión sobre algo, habremos de considerar que lo que a nosotros puede resultarnos justo, para otros y más aún, para Dios mismo, puede no serlo.

· ¿Nos enfadamos del modo correcto?
Quizá está pregunta y su correspondiente respuesta nos llevan de vuelta a todas las demás que ya hemos considerado. A la luz de lo expuesto, parece claro que no nos enfadamos del mejor modo posible. La ira y el enfado forman parte de nuestro espectro emocional. El abanico de emociones con que Dios nos creó es riquísimo en matices y, probablemente, con esta en particular también expresamos, aunque de manera errada y equivocada tantas veces, algo de la imagen de Dios. Él tiene la capacidad de sentir esta emoción, pero su ira es santa y justa, acertada y correcta, busca el bien nuestro y no la destrucción de todo cuanto está cerca. Y es en todos estos aspectos que resulta, finalmente, tan diferente a la nuestra.

Mientras no sepamos o podamos ajustarnos a este tipo de ira santa, tan alejada de nuestra forma de hacer las cosas, hemos de volver una y otra vez a rogarle al Señor que nos aleje de tomarnos la justicia por nuestra mano, y de hacer las cosas según nuestro criterio y no el Suyo. El Señor defiende nuestras respectivas causas con una intensidad, cuidado y denuedo que nos resultan casi incomprensibles. Esto sólo lo percibimos cuando tenemos la oportunidad de ver con nuestros ojos (no sólo por los de la fe, desgraciadamente), como el Dios de los cielos nos resarce, ocupándose de nuestras pequeñas cosas. Y cuando esto ocurre, viene acompañado de una sensación y faceta sobrenatural que difícilmente puede explicarse si no se experimenta. Por decirlo de forma diferente, cuando es Dios quien nos repone moralmente ante alguna ofensa, la percepción de que es Su mano y no la nuestra es tan clara que parece claramente milagroso. Ningún intento de nuestra parte puede conseguir eso. Más bien suelen venir acompañados de la profunda frustración que trae contemplar que la pseudo-justicia que hemos podido conseguir no termina de satisfacer nuestras necesidades. ¿Podemos captar lo que esto significa? ¡El Dios de todo y en todos, que controla el Universo y todo lo que éste contiene, cuidando de los pequeños detalles de nuestra vida y haciéndonos justicia, según Sus promesas, una justicia perfecta que nos sacia completamente!

QUIERO…
Quiero aprender a vivir con este descanso en mi vida.

Quiero despojarme de aquello que supone un lastre, entre otras cosas mi enfado.

Quiero aprender a vivir la plenitud de una vida despreocupada por tener que hacerme justicia.

Quiero recordar a cada momento que Él la hace por mí.

Quiero dejar que Él tome el relevo de mis causas, tanto las que aparentemente puedo manejar, como las que me resultan titánicas. Todas, de hecho, lo son.

Quiero dejar de apelar al pasado y mirar con expectación hacia el futuro.

Quiero ser justa en mi enfado y, quizá, con ello y por ello, enfadarme lo menos posible.

Quiero ser más a Tu imagen y a la imagen de Cristo, que supo encomendar Su causa a Ti, que juzgas siempre justamente.
 

 


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