Resulta inevitable, ante el final del verano y la vuelta al trabajo y la obligación para la mayor parte de los mortales, hacerse cada cual su propia reflexión acerca de cómo abordar el tan temido (¿quizá para algunos ansiado?) momento. Y es que, aunque para algunos la vuelta a la cotidianeidad y la rutina es de agradecer y están casi deseándolo, para la mayor parte de nosotros estar un cierto tiempo “desconectados” dificulta después la incorporación. Al menos, no volvemos a la normalidad sin cierta sensación de calma y estrés anticipado.
Con la vuelta a la rutina cotidiana llegan también los problemas que durante unas semanas habían quedado aparcados. Parecía que, mientras no los veíamos muy de cerca, casi casi podíamos imaginarnos que no estaban. Pero lejos de ser así, la realidad nos obliga a abrir bien los ojos y se encarga de recordarnos que todo sigue su curso y que haremos bien en mirar hacia delante, no sea que por seguir mirando por demasiado tiempo hacia otro lado, nuestros problemas nos atropellen.
Nuestro camino es largo y no suele ser sencillo. Incluso para los afortunados que pueden mirar hacia atrás y a su alrededor sin espantarse demasiado ante el recuerdo de lo vivido, existen momentos de dificultad. Quizá no son historias terroríficas, ni generarían argumento suficiente para escribir una novela. Pero sí han supuesto para la persona una inquietud significativamente alta en el momento en que sucedieron como para que, al presentarse como piedras en ese, su camino, tuvieran que plantearse qué hacer con ellas. No es trivial este asunto de qué hacemos con las piedras que vamos encontrándonos a nuestro paso. Quizá lo primera que haya que hacer, y en eso nos vamos a detener en estas líneas, es pararse, analizar qué características tienen y hacernos una cierta composición de lugar, para así poder tomar las más sabias decisiones. Porque, sin duda, todas las piedras no son iguales. Pero los abordajes que las acompañan, ciertamente, tampoco lo son.
Imaginemos un camino real, más o menos recto, más o menos evidente en cuanto a lo que trae por delante. No importa cuán intrincado sea su trazado: una piedra en el camino, cuando es lo suficientemente voluminosa e inesperada, obliga necesariamente a detenerse.De la misma forma que hemos visualizado un camino físico, imaginemos esa roca física también en el camino y, con ello, la posible reacción de una persona que transita por ese recorrido. En cada una de las posibles acciones y actitudes del caminante podremos encontrar, si nos detenemos a observar con atención, paralelismos acerca de cómo reaccionamos ante nuestros propios problemas y dilemas en la vida.
Ante los obstáculos en el camino, algunas personas se paran, se sientan junto a la roca como esperando a que ese elemento no sea más que un espejismo y su tarea es, simplemente, esperar a que desaparezca. En los casos más flagrantes, su postura es la de cerrar los ojos ante la realidad de esa piedra haciendo, simplemente, como si no estuviera. Su imagen me recuerda a la de los niños pequeños que, para jugar al escondite, deciden taparse los ojos y decir en voz bien alta “¡No estoy!” Los adultos, ante esta imagen, solemos esbozar una sonrisa y pensar “¡Qué ingenuos!” La cuestión que más curiosidad me despierta es, sin embargo, por qué no detectamos la misma ingenuidad en nuestras propias actitudes o las de otros a nuestro alrededor cuando vemos esas posturas infantiles que se resumen en un ingenuo “Si no lo veo, no existe”. La gran decepción suele aparecer después cuando, al abrir los ojos de nuevo (porque ese momento siempre llega), la piedra sigue allí. Es más, a veces no abordar una primera trae consigo una segunda, una tercera… y la obligación ya prácticamente imposible de posponer lo inevitable: afrontarlas y no de la misma manera que en la ocasión anterior.
Algunos individuos, ante la visión de un obstáculo en su camino, deciden esperar a que otro transeúnte se acerque con la suficiente buena voluntad como para retirarle la piedra en su lugar. Y no me refiero a pedir ayuda simplemente. Ese es otro tipo de sujeto, el tercero, uno de los más inteligentes e interesantes, por cierto, porque entiende que una de las mejores estrategias para abordar los problemas con solvencia es pedir ayuda a quienes pueden proporcionarla. En este segundo caso me refiero a quienes delegan completamente la resolución de las complicaciones de sus vidas sobre otros que, no sólo tienen que abordar sus propias piedras en el camino, sino las de los demás. Por decirlo de otra manera, no asumen su papel activamente en la resolución de sus problemas, sino que se “apalancan” en un rol pasivo por el que presuponen que los demás tienen la obligación de manifestar benevolencia con su falta de implicación y resolverles la vida. Esas personas que vuelcan en otros la resolución de sus problemas son inmaduras en su desarrollo moral, personal y espiritual, no han asumido aún la responsabilidad que implica la vida y moverse por ella y suponen una verdadera carga para todo su entorno. La piedra en su camino no es solamente el problema puntual que abordan, sino su propia inmadurez y falta de capacidad para afrontar la vida.
Dinamitar la piedra es otra de las posibles actitudes que encontramos ante los obstáculos del camino. Algunos abordan sus retos y desafíos en la vida como si se tratara de la irrupción de un elefante en una cacharrería: matan moscas a cañonazos, no conocen el concepto de medida y son desproporcionados en sus actuaciones. Al intentar resolver un problema crean cinco más a su paso y, finalmente, los efectos colaterales de su afrontamiento suelen alcanzarles, no sólo a ellos, sino a cuantos transitan por caminos aledaños. Las soluciones desesperadas sólo están indicadas para situaciones desesperadas y éstas suelen ser la excepción, y no la norma. A algunos puede parecerles que esto que digo es una barbaridad, pero es que una de las grandes curiosidades que trae el estudio de estos temas es justamente que la interpretación de las situaciones y los problemas es absolutamente subjetiva. Es decir, una situación sólo debería dinamitarse cuando sea objetivamente desesperada, y no cuando lo sea desde el punto de vista subjetivo. En este último caso, normalmente pedir ayuda u opinión a otros que objetivamente ven salidas al problema puede llevar a su resolución sin necesidad de apelar a las muchas fórmulas drásticas que se nos pueden ocurrir en momentos de angustia. La dinamita genera destrucción a su paso. En muy pocas ocasiones, como decimos, está justificado su uso y, por tanto, debe usarse con la mayor de las mesuras.
Rodear la piedra es una de las acciones también más habituales a la hora de seguir adelante con el camino trazado. Verdaderamente supone, en muchas ocasiones, retrasos, una cierta sensación de entorpecimiento respecto a lo previsto… pero es una forma de abordaje tan buena como cualquier otra de las varias formas que llevan a una resolución satisfactoria de la situación. Mirar la piedra desde otra perspectiva permite comprender mejor la circunstancia que se presenta delante. A veces no hay una fisura por la que abordar el problema de frente, pero esa fisura aparece cuando se le da una cierta “vuelta de tuerca”
Sin embargo, el sentimiento que acompaña a esa acción de rodear la piedra es, muchas veces, la impaciencia, la frustración y la sensación de que los imprevistos nos atacan con toda su fuerza. La presencia de la piedra nos molesta. Y sí, podemos ser conscientes de que sabremos y podremos abordarla, pero simplemente no nos apetece. Nuestra inclinación por la comodidad es mucho mayor que nuestra necesidad por profundizar en otros caminos. En esos momentos somos capaces de despotricar, maldecir y auto-compadecernos hasta la extenuación y el aburrimiento, olvidando que cada piedra en el camino viene asociada a una lección que, sin duda, debemos aprender.
Ante cada imprevisto, ante cada cambio de planes, podemos avanzar en otros sentidos y direcciones diferentes a los que habíamos anticipado. Es cierto que nos gusta más caminar en línea recta, sin demasiadas curvas, al menos. Pero los obstáculos nos obligan a mirar arriba, a los lados, incluso hacia nosotros mismos y, al desviar nuestra mirada de lo obvio para encontrar soluciones, vamos acumulando riqueza y profundidad para nuestro avance personal. Quizá en esos tramos no avanzamos demasiados metros hacia delante de forma evidente, pero sí lo hacemos en otras muchas áreas de nuestra vida que constituyen también caminos por los que debemos transitar y que a menudo dejamos de lado, olvidados, por estar demasiado centrados en otros que resultan ser mucho más secundarios, aunque aparentemente parezcan vías principales. Nunca crecemos más y mejor en nuestras vidas sino cuando estamos atravesando los peores momentos posibles aunque, eso sí, duele y mucho.
Inevitablemente, cuando hablamos de la posibilidad de rodear la roca que se ha instalado en nuestro camino, tenemos que llegar a considerar también la temida realidad de que no todos los obstáculos pueden rodearse. A veces nos toca estar parados en el camino durante largas temporadas y nos vemos ante problemas que, en ese momento al menos, no parecen tener solución. En situaciones así, pareciera que hay que esperar simplemente (aunque para nada esto es sencillo) a que ocurra un milagro. Porque los milagros suceden, a pesar de que nuestras mentes del siglo XXI a veces nos impidan verlos como tales. Es curioso cómo podemos haber estado durante infinitas horas, días, semanas, meses o años esperando que un problema se resuelva. Nos hemos acostumbrado a vivir con él, a saber de su presencia constante ahí, como una piedra infranqueable en nuestro camino y, un buen día, por métodos que simplemente nos parecen inexplicables y que quedan, a todas luces, fuera de nuestro alcance, se resuelven. Sin más. Esto debe llevarnos, como a aquel leproso agradecido tras haber sido curado por Jesús que relata el Evangelio, a elevar nuestra mirada a lo lato y atribuir la gloria de esta maravilla al único que ha podido recolocar ese obstáculo en un lugar distinto que nos permita avanzar.
Pasar por encima de ciertas piedras en el camino y no prestarles demasiada atención es siempre una opción que tenemos y a la que podemos acogernos voluntariamente. Es cierto que algunas de ellas no se pueden obviar. Es más, no deben obviarse por las razones que se comentaban al principio de la reflexión. Pero una de las cosas que uno aprende a lo largo de la vida si está lo suficientemente atento como para poder verlo es que han de elegirse las batallas que se quieren pelear si uno no quiere dejarse el pellejo literalmente en la guerra. Cada obstáculo en nuestro camino no debe hacer que nos vaya la vida en ello, porque nuestras energías y capacidades son finitas y muy, muy limitadas. Así, parece mucho más conveniente ser sabios y prudentes al escoger en qué causas invertiremos nuestros esfuerzos y dejar de lado aquellas pequeñas piedras que, simplemente, podemos y debemos pasar por alto.
Podríamos seguir valorando las muchas otras maneras que tenemos de abordar las inclemencias que vamos encontrando a nuestro paso. Sin embargo, independientemente de cuál se aquella en la que nos sentimos más identificados de manera natural, hay una forma de abordaje que no debería faltar en el arsenal de recursos que los cristianos tenemos ante la dificultad. Nuestra fe y nuestra vida están depositadas sobre una Roca mucho mayor que cualquiera de las piedras que podamos encontrarnos a nuestro paso. Da igual la envergadura del elemento en cuestión: no sólo Él es capaz de levantar y llevar sobre sí cualquiera de nuestras cargas, sino que además, en primera y última instancia, Él es quien permite y determina que esa piedra se encuentre en ese lugar y no en otro.
Job apelaba a Dios en su dificultad porque tenía esto muy claro. Y pudo comprobar, aunque con mucho dolor, cómo la voluntad de Dios es buena, agradable y perfecta, tal y como nos recuerda Romanos. Cada piedra, en manos de un Dios Todopoderoso y que nos ama como lo hace, tiene un valor y una función para nuestro bien, que no es el que nosotros esperamos, sino el que es conforme a Sus propósitos. No sabemos cuál, ni cómo habremos de abordar el obstáculo para llegar a donde Él quiere que lleguemos. Pero Su misericordia nos rodea siempre, y arrodillarse ante el Dios altísimo para clamar a Él ante las dificultades de nuestra vida sigue siendo una forma de abordaje que no terminamos de integrar en nuestro arsenal, pero que se constituye como la única válida para poder seguir creciendo en el camino que Él quiere, que no suele coincidir con el que nosotros elegimos.
Por supuesto que tenemos responsabilidad. Agustín decía “Trabaja como si todo dependiera de ti, pero a la vez confía como si no trabajaras”. Aquí quedan reunidas magistralmente responsabilidad y confianza en Dios y, quizá, esta es la primera y más importante de las piedras que debemos resolver en nuestro camino. Probablemente, abordando este asunto, muchos de los demás por venir quedarán más y mejor resueltos.
Cada piedra, una oportunidad de crecer.
Cada obstáculo, una posibilidad de confiar sin reservas en el Dador de la Vida.
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