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¡Oh, los prólogos!

“Contracorriente”, obra de la poeta Lidia Geldstein.
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 24 DE AGOSTO DE 2012 22:00 h

Propongo que se eliminen para siempre los prólogos y que de alguna manera se controle la publicidad fraudulenta y mañosa del mundo comercial. Que libros y artículos se impongan por lo que son y no por lo que se dice que son. Firmado: Westinghouse Pereira.

Me temo que muchos de los prólogos que se escriben para elogiar un libro consigan todo lo contrario; que el que se aprestaba a disfrutar la lectura sin inducciones ni anticipos de dudosa veracidad desista de hacerlo o comience por cubrirse con una gruesa capa de suspicacia respecto de lo que se dice de él y de lo que el libro promete ser. Porque ya es cosa sabida que quienes «tienen la gentileza» de aceptar escribir un prólogo saben que deben exponer profusamente las más encendidas loas a la obra aunque no la hayan leído. O que, después de leerla, les haya parecido apenas de regular a mediocre.

De vez en cuando alguien me pide que le escriba una carta de recomendación. Si la persona es de mi confianza y accedo a hacerlo, le digo que la escriba él o ella y que me la mande para firmarla.

He mencionado antes en alguno de mis artículos por ahí la anécdota bastante simpática de aquel escritor que compuso una obra biográfica sobre la vida de un dictador caribeño. Una vez que la hubo terminado, pidió a un amigo suyo que escribiera el prólogo y éste, sin tomarse la molestia de leer el manuscrito, escribió algo que al dictador no le gustó; más bien, lo puso furioso. Y como algunos de estos señores tienen la costumbre de solucionar los problemas eliminándolos con un tiro en la cabeza, mandó que, mediante un telegrama, le dijeran al prologuista que tenía que presentarse para responder por lo que había escrito. Sintiendo ya que su propia cabeza rodaba hombros abajo, el compungido prologuista mandó un telegrama al dictador diciendo, simplemente: «Escribí prólogo. No leí libro». Esas cinco palabras le salvaron la vida.

Hace poco, por esas cosas del destino —y de la profesión ―, me vi involucrado en la preparación del manuscrito de una novela que vio la luz pública un día de estos. La persona que la escribió, seguramente convencida que con esa jugada maestra iba a desatar una locura tipo Harry Potter con gente amaneciéndose en la calle para adquirir un ejemplar, no tuvo mejor ocurrencia que creer que con pedirle a alguien que con su solo nombre habría de desatar tal furia de compradores, tenía el éxito asegurado. Y el prologuista, sin duda que con la mejor intención (diría que todos los prologuistas son/somos personas bien intencionadas), comenzó diciendo, dando el nombre de la novela: «… es un libro extraordinario». Yo que trabajé en él, sé que sin desmerecer lo que la persona que lo escribió intentó hacer, no es nada de extraordinario; es, como decía mi amigo, el filólogo chileno Enrique Margery, algo que «se deja leer».

Hoy por hoy, los prólogos rimbombantes están tan desprestigiados como lo está el Books Review del The New York Times.

Mi tía, que ya se acerca a los 90, para conseguir o para agradecer algún favor de políticos o de funcionarios públicos para ella o para alguno de sus sobrinos, hornea unas sabrosas empanadas chilenas y se las lleva de regalo. Embajadores la visitan en su casa, alcaldes la distinguen con su amistad y hasta presidentes de la República y primeras damas han dado órdenes expresas para que la dejen pasar. Yo no sé qué le darán al que escribe las notas laudatorias del The New York Times, pero me imagino que será algo más que una media docena de empanadas chilenas.

Las obras literarias, como los productos que se ofrecen en el supermercado, deberían imponerse por su calidad y no por lo que dice la propaganda. Yo compro galletas Tritón o mantequilla Dos Pinos no porque alguien me diga que son sabrosas sino porque yo he decidido que son sabrosas y me gusta comerlas.

Todo lo anterior para decir lo siguiente: Un día de estos, cuando aun convalecía de mi cirugía del 18 de junio (2012), estuvo a visitarme en casa un distinguido líder indígena del Perú, el magíster Roger Márquez quien, según tengo entendido, tuvo una destacada actuación en la CLADE no recuerdo qué número recientemente efectuada aquí en San Antonio de Coronado, Costa Rica, como quien dice, al lado de mi casa. Vivo en San Isidro de Coronado, primo hermano de San Antonio.

El reverendo Márquez me traía saludos de los miembros de ALEC-PERÚ y era portador además, de un librito de 51 páginas que gentilmente me hacía llegar su autora, una apreciable dama miembro de nuestra agrupación peruana, la poeta Lidia Geldstein.
Me gustó la portada, comenzando por el título: Contracorriente; también la ilustración que con un tono algo surrealista da respaldo al título. Y al pie de la portada algo que puede pasar desapercibido para muchos pero no para mí: ALEC-PERÚ, Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos.

Después que se hubo ido mi amigo Márquez, abrí el libro y me encontré con dos prólogos; uno que no se identifica como tal pero que sin dificultad cae en esta categoría, escrito nada menos que por Alfredo Pérez Alencarty, bajo su firma, algunos de sus acreditivos: Universidad de Salamanca, España/Academia Castellana y Leonesa de la Poesía. «¡Caray!» me dije, «¡Se las mandó!» (expresión ésta acuñada, inscrita y firmada por Don Guillermo Serrano). Y el otro, por nuestro querido presidente de ALEC-PERÚ, el reverendo Jesús Aquino Espinoza.

Conozco la poemaria de Lidia. He estado en su casa, en Lima. Y he disfrutado de un recital íntimo ofrecido a los miembros de ALEC-PERÚ y a este servidor con acompañamiento de violín por su entrañable esposo. Pero de todos modos, me puse la capa de suspicacia y me apresté a leer los prólogos para seguir, luego, con los poemas.
El de Don Alfredo me pareció mesurado. Convincente. Una pieza poética escrita en prosa. El de mi amigo Aquino, sincero, escrito un poco con ese sentimiento paternalista que con todo derecho y justicia puede adoptar siendo que ha dado parte de su vida a levantar ALEC-PERÚ y a mantenerla viva, activa y productiva.

En ALEC-PERÚ tenemos por lo menos dos excelentes poetas. Una es Lidia a quien estoy dedicando este artículo y la otra es Meriam Bendayán, a quien aún se lo debo. Y más allá del Perú tenemos a Ana Rando, de Málaga, España y acá, a su compatriota ahora radicada en los Estados Unidos, Carolina Galán-Jackson. En Chile, está Luis Rebolledo quien, con toda timidez se está atreviendo a incursionar por las rutas poéticas que lo atraen e invitan a andar por ellas sin miedo ni complejos.

No soy crítico literario ni menos del género poético. Para mí un poema es bueno cuando hace que dentro de mí, en los dominios del espíritu, vibre alguna cuerda que ha permanecido floja, quieta o en reposo. Un poema es bueno cuando a través de su lectura, se establece una especie de vínculo espiritual con quien lo escribió. Un poema es bueno cuando toca mis sentimientos y me permite apreciar lo grande y bello de la vida, aunque el tema sea triste y doloroso. Por eso, los poemas no son para todo el mundo sino para los espíritus sensibles; para aquellos que saben disfrutar una puesta de sol, una lluvia fina que moja la campiña, una nube que pasa cargando agua para ir a regar otras regiones del globo; para aquellos que se sienten elevados a uno de los siete cielos conocidos escuchando a Brahms, a Paganini o a Debussy; alguien que sabe reconocer la mano de Dios en el diseño del ala de una mariposa o en el movimiento reflejo de los párpados de un ser querido.

El poeta, cuando escribe, lo hace para dar expresión a sus sentimientos, no a los de otros. Si alguien de los otros vibra en su ser íntimo, podría decirse que el poeta dio en el blanco. Lo que yo siento al leer un poema, sea de Lidia, de Meriam, de Ana, de Carolina o de Luis no tiene por qué sentirlo Juan o Juanita.

Por todo lo que he dicho y mucho más es que he decidido escribir este artículo el que, en resumen, dice: hay una concordancia entre los prólogos y el contenido de Contracorriente. O, dicho en otras palabras, acertaron los prologuistas con lo que escribieron; que si bien mi amigo Westin tiene razón al proponer la eliminación universal de los prólogos junto con la propaganda engañosa que nos dice que aquel aceite para motores es el mejor del mundo utilizando para convencernos a una muchacha semi desnuda que nos mira con ojos lánguidos y sonrisa seductora, hay prólogos que desmienten la generalización. Dos de estos son los de Pérez Alencart y de Aquino Espinoza. ¡Ah! Y el que escribió Pedro Tarquis para la colección de artículos La bicicleta de Noé, de autor casi desconocido.

Para muestra, dos poemas entresacados de Contracorriente, de la poeta bonaerense avecindada en Lima, Perú, Lidia Geldstein:

POR LA RUTA DE LA FE
Cuando estábamos a punto
de encallar (mi barca y yo)
una mano invisible nos detuvo.
Cambié el rumbo
de mi navegación
viré ciento ochenta grados
al norte de mi decepción.
Ahora navego el río de la vida
por la ruta de la fe,
navego entre aguas profundas
entre camalotes de luz.
Mi barca es frágil,
mi cuerpo sensible,
las tormentas y las nubes
nos intimidan,
pero una mano invisible
nos sostiene
es la mano amorosa, compasiva,
saturada de fuerza y de poder
del galileo glorioso,
mi Señor de Nazaret.

REVIVIENDO EN TI
Si fui fango, letanía,
profusa oscuridad,
si habité bajo las alas
de la incertidumbre,
heme aquí, tocada
por el amor de tu gracia
vuelvo a vivir.
Por ti, mi Salvador,
puedo tañer timbales de luz, volver a vivir, volver a soñar, reviviendo en ti.
Y al terminar mi jornada,
en la anochecida penumbra
diviso tus manos, tus dedos
posándose sobre mí;
cuando reclino mi cabeza
escucho los sonidos de tu paz
y duermo feliz, feliz
reviviendo en ti.
 

 


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COMENTARIOS

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Respondiendo a

Verónica
09/09/2012
14:43 h
1
 
Disfruto leyendo a Lidia Geldstein y disfruto leyendo a Alfredo Pérez Alencart. El prólogo de Alfredo es un regalo otorgado al lector del libro de Lidia. Y este vínculo Perú-España es un signo muy positivo. Felicito a Jesús Aquino Espinoza, un líder que persevera y persigue la visión.
 



 
 
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