UN DESCONOCIDO POETA PERUANO
La obra de José María de Romaña (Arequipa, 1924 – Lima, 2009) bien merece incluirse en lugar destacado dentro de la poesía cristiana en lengua española. Tras casi veinte años como sacerdote jesuita, abandonó la dicha orden y se casó con la sueca Ulla-Lena Benson, con quien tuvo seis hijos.
Cuando alguien le preguntó si no había tardado mucho en colgar los hábitos, Romaña dijo: “Lo grave es que uno puede servir para algún trabajo y no tener vocación; eso es lo que me pasaba a mí. Me decía, esto debe ser como estar casado con una mujer maravillosa y no quererla, pero sabes que te enamorarás de ella. Y no te enamoras nunca. Y todo es tan apasionante, las casas de estudios y las bibliotecas de los jesuitas son espectaculares pero algo me faltaba, no me sentía realizado”.
Cualquier peruano diría que Romaña se fue como un patriota, pues falleció un 28 de julio, Día de la Independencia.
Lo cierto es que este filósofo, teólogo, periodista y escritor, llevó una vida discreta en medio del mundo de los medios de comunicación escritos:
fue director de dos importantes periódicos (La Prensa y Correo), además de jefe de editorial del diario El Sol y colaborador del prestigioso semanario Caretas. Publicó un poemario titulado “En la orilla del tiempo” y dejó dos libros inéditos.
Mostremos, sin mayores preámbulos, dos excelentes poemas de Romaña. Él nunca apagó su fe por el Dios que se hizo carne, por el Cristo que le sigue acompañando por los reinos esenciales.
Anotemos su nombre, pues estos dos poemas presentados bien merecen estar en cualquier antología de poesía dedicada a lo Sagrado.
ENCARNACIÓN
Así, mejor así,
de carne y hueso.
Limitado, abarcable.
Materia, llanto y risa, tiempo y número.
Así, mejor así.
Te adoro, Dios de los espacios blancos,
eterno, eterno, eterno.
Así te quiero, así tienes que ser.
Ultima playa sola y absoluta
al fin de mis naufragios y mis noches.
Pero ¿sabes, mi Dios?, soy muy pequeño.
Al levantar mi frente sólo veo
un infinito cero.
En esa curva azul mi alma adivina
tu abrazo en que me estrechas con tus mundos.
Pero es tan grande y tan distante... Dios,
no te enojes conmigo.
Tenía que decirte lo que siento,
y aunque no lo dijera, Tú lo sabes.
Escúchame, eres Dios y yo soy polvo.
Tú me hiciste y conoces cómo soy.
Sabes que sólo puedo
amar con toda el alma lo que entiendo.
Y a Ti, mi Dios, no sé... Tú me comprendes...
Me da vértigo y ardo en tu presencia.
Sólo soy una brizna
pensante, amante, frágil y sufriente
entre la polvareda silenciosa
de estrellas, que levantas con tu paso.
Para amarte,
así, mejor así,
perdido entre mis manos
como yo entre las tuyas infinitas.
Así, de carne y hueso.
Materia, llanto y risa, tiempo, número,
entre crujir de pajas,
dócil vaho caliente
y dos manos fragantes de mujer.
Y poderte besar,
y poderte dormir,
¡y poderte matar. Oh Dios de carne!
Y poderte decir
-noche de maravilla y de locura-:
“No llores, Dios pequeño,
que aquí viene mamá...
No llores, hay juguetes:
oro de rey, una estrellita blanca
y el corazón de todos estos hombres”.
Así, mejor así,
de carne y hueso.
¡Oh, por algo será si Tú lo has hecho!
SEÑOR, YA LA TARDE SE APAGA
Señor, ya la tarde se apaga
y las calles del cielo y la tierra
se encienden y tiemblan.
Hasta mañana, Señor, hasta mi insomnio primero,
o, quien sabe, hasta la puerta de tu casa.
Aquí tienes, Señor, mi poquito
de ceniza diaria.
Soy brasa de tu incensario.
Hay algo que ha muerto hoy en mí.
Te lo ofrezco, Señor. La sangre
que ha quemado en mí tu servicio.
Las limaduras arrancadas
de mis irreducibles ilusiones humanas,
erizadas en frente de las tuyas.
La espuma cansada que baña
el freno de mi rebelde corcel
quemado en los caminos de tu ley.
Señor, tu lámpara roja
tiene menos fulgor.
En mi lámpara también falta ahora
su poco de aceite gastado en la lucha.
Al arrodillarme
con la frente en las manos pesadas y tibias,
siento un gozo infinito,
el gozo tranquilo de un lento morirse
que en sí lleva gérmenes de resurrección,
el gozo de irme gastando
desangrándome a gotas por Ti.
En cada jornada que dejo
queda ondeando como una bandera de amor
un jirón de mi vida.
Que María los vaya cosiendo jirón a jirón
para que te abrigue con ellos
en la noche fría de aquel veinticinco.
Y cuando yo muera,
Señor, ponlos como una gran vela
en mi pobre navío de muerte
y que todo navío y velamen,
inefablemente se vayan hundiendo
en el mar abierto de tu corazón. Así sea, Señor.
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