Llega el verano y, con él, casi siempre alguna ilusión de descanso, de respiro, de nuevos aires, aunque no sean frescos literalmente, pero que se vivan como tales por lo que de cambio traen, simplemente.
Quizá cuando el invierno ha sido especialmente duro, esperamos con más deseo todavía que esta nueva estación nos renueve y nos permita, al menos, cierto grado de evasión para ilusionarnos de nuevo con la vida. Porque no es sencillo vivirla y porque los inviernos, efectivamente, a veces se nos hacen largos, muy, muy largos.
Pensaba en estos días lo sabio que ha sido Dios al establecer el cambio de las estaciones. Lejos de ser un Dios de pensamiento y formas únicas, se complace y se goza en la variedad y la diversidad en todos los niveles. No sólo Su creación es rica en detalles y matices, sino que además cada uno de ellos trae mucho más que color y belleza a nuestras vidas. Sus cambios y sus formas traen variedad y funcionalidad a nuestras vidas, las enriquecen y las convierten en algo menos grises de lo que serían en caso de que todo fuera hecho con la monotonía a la que tendemos a acostumbrarnos.
En el cambo estacional parece que todo toma su justo lugar, los cambios de temperatura, de clima, y todo lo que traen consigo aportan a nuestra vida una nueva perspectiva y diferente a la de la estación que se deja atrás. Ni los inviernos son eternos, ni los veranos lo son. Y esto que parece la más obvia de las conclusiones, es reflejo de mucho de lo que pasa en nuestras vidas también y nos trae algunas lecciones sobre las que reflexionar.
Los que disfrutan del invierno quizá querrían, si se les preguntara, que se prolongara hasta el infinito, tal y como les sucede a los que aman el estío. Sin embargo, la vida, tal y como la diseñó Dios, viene dotada con la característica de que se mueve por ciclos. En la aplicación práctica a nuestras vidas y su día a día, este hecho, por una parte, nos confunde y nos impide establecernos al cien por cien y echarnos a dormir plácidamente, que es lo que seguramente, en cierto sentido, quisiéramos. En el deseo de muchos de nosotros estaría justo ese objetivo como el supremo en nuestras vidas: establecernos en un punto cómodo que hubiéramos podido alcanzar y, simplemente, recostarnos a vivir la vida, quedándonos para siempre en ese estado de confort.
Pero
ese cambio estacional en nuestras vidas y sus ciclos son, a la vez, un imperativo que nos obliga a no dormirnos, a velar y estar alerta, nos permite enriquecernos, aunque sea a través del duro frío del invierno o del pesado calor del verano. Para quienes están en su estación perfecta, es bueno (aunque incómodo), saber que se aproxima otra de menor agrado para la que habrá que prepararse. Y esta previsión, además, no es opcional, o al menos lo es sin que de la falta de ella se deriven consecuencias. Pensemos, si no, y sólo por poner un ejemplo gráfico, lo que puede ser un verano sin quitarse el abrigo del invierno o un invierno sin preparar la correspondiente calefacción (al menos aquí en Madrid, donde las temperaturas son tan extremas en uno y otro sentido).
Estando prevenidos de que los cambios llegan, además, buscamos de forma natural maneras de afrontamiento que nos hacen madurar y crecer. Sin embargo, aunque a nivel puramente climático esto lo tenemos muy claro, no sucede tanto así cuando se trata del cambio estacional de nuestras vidas. Pensémoslo bien: sabemos que al invierno le sigue la primavera, y a ésta, el verano con el consiguiente otoño. Entendemos claramente que esto no cambia, simplemente es. Todo está perfectamente engranado y ello nos lleva a anticiparlo (para bien y para mal), generando cambios en nuestro día a día, desde establecer con buen criterio qué ropa nos pondremos ese día, cuándo hay que cambiar la ropa de los armarios o a qué se dedicará el tiempo de ocio. Lo sabemos, lo vemos venir, nos anticipamos y sólo en escasas ocasiones (debidas a nuestra falta de previsión, casi siempre) este fenómeno nos pilla por sorpresa.
Pero, ¿qué con nuestras vidas? En ella solemos tener en mente la idea errónea de una estabilidad que no se producirá, simplemente, porque la vida cambia constantemente. Pero nos aferramos a ella fuertemente en nuestra mente de forma que con mucha frecuencia el “cambio estacional” nos pilla por sorpresa. Evidentemente, los ciclos en nuestra vida no son de tres meses cada uno y no se dan siempre con la misma regularidad pero, ¿por qué esa insistencia en creer que lo que nos rodea es eterno y estable, cuando en realidad todo puede cambiar y, de hecho, cambia? Este pensamiento tan poco realista nos suele acompañar, además, tanto en los buenos tiempos como en los malos, aunque en ninguno de los dos se ajuste a lo que verdaderamente pasará.
Pensaba en toda la crisis económica, sin ir más lejos, y lo tan “por sorpresa” que ha pillado a muchos. En realidad había muchos signos previos que indicaban que las cosas estaban llegando a un punto insostenible durante mucho más tiempo, pero tantos y tantos pensaron que la aparente bonanza, estabilidad y abundancia económica durarían para siempre. Es más, contentos en su verano, pensaron que nunca llegaría el otoño y, mucho menos, el duro invierno. No recolectaron evocando anteriores periodos de “vacas flacas”, gastaron por encima de lo necesario y justificado, y prefirieron creer que la buena vida duraría para siempre. Quienes supieron verlo, sin embargo, se prepararon mucho mejor que el resto y viven hoy una situación diferente, quizá no de verano, pero sí de un invierno algo menos duro que aquel en el que están viviendo la mayoría.
Esto no significa, ni con ello quiero decir, entiéndaseme bien, que a quien le ocurrió algo desastroso económicamente en estos tiempos que vivimos, le llegó por falta de previsión. Por desgracia y por fortuna, las cosas no son tan simples. Pero sí digo que tenemos todos (y entre ellos me incluyo) una tendencia peligrosa a pensar que lo bueno durará para siempre y que podemos tranquilizarnos y echarnos a dormir. Hay momentos en nuestra vida en que estamos tan convencidos de que nada ni nadie puede hundirnos el barco que ni nos acordamos de que tal idea pueda ser un simple, simplista, más bien, producto de nuestra mente. Seguramente quienes leen estas líneas recordarán, tal y como yo hago en este mismo momento, la famosa fábula de la cigarra y la hormiga que tantas y tantas veces escuchamos de niños y de la que pensábamos haber aprendido la lección. Estamos en muchas ocasiones, sin embargo, lejos de ello, a la luz de cómo afrontamos nuestra vida y nuestros cambios en ella.
Por el mismo mecanismo mental, aunque en sentido contrario, muchas personas tienden a creer que su invierno durará para siempre, que cuando su vida entra en un túnel, nada ni nadie les sacará de allí y afrontan entonces su existencia de forma derrotista y negativa, sin apreciar que hasta el más duro de los inviernos a veces huele a otoño o, incluso, a primavera. Esto también es un regalo del cielo: una buena tormenta de verano que aplaque los calores y llene de frescor nuestros agostos; un bonito y soleado día de invierno que nos permita recorrer las calles con algo de agrado y olvidar, por un momento, que aún falta tiempo, quizá mucho, para que llegue el verano. Pero llegará. Y me preguntaba cuán sensibles somos a esos regalos que nos trae cada estación, en que lo general son, sí, el frío o el calor en su caso, pero donde también encontramos puntos intermedios que nos dan la fuerza suficiente para seguir adelante o para intentarlo al menos.
“No hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista”- dicen muchos. Dios, en su propio lenguaje, nos recuerda que las pruebas que encontramos en nuestra vida no son superiores a lo que podemos soportar y que, juntamente con la prueba, Él nos da también la salida (1ª Corintios 10:13). Igualmente, se nos llama a que velemos para que no caigamos (1ª Corintios 10:12). Cara y cruz de la misma moneda, la de una vida cambiante, sí, pero que nos reta e invita al desafío constante, mucho más cercano a la posibilidad real de éxito cuando estamos anclados en Aquel en cuya mano están nuestros tiempos (Salmo 31:15). Inviernos y veranos, pero también otoños y primaveras en los malos y buenos momentos de nuestra vida.
Si tu momento actual es el verano, disfrútalo, vívelo, pero no pierdas de vista que tras el verano llega el otoño y, con él, momentos no siempre cálidos, sino que anticipan un duro invierno. Prepárate para ellos, acércate al Señor, encomienda tu vida a Él, ármate del mejor de los abrigos para los fríos momentos de tu vida que puedes no tener delante aún, pero que en algún momento se presentarán.
Igualmente, sirva esta reflexión como invitación a otros, a mí misma también, para poder hacer de este verano, quizá, una suave primavera para nuestro propio invierno personal cuyas nieves, por cierto, no serán eternas.
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