Cuando llegué a Manila, Filipinas, por vez primera, la parte vieja de la ciudad, llamada Intramuros, fue lo que más me cautivó. Allí recordé la frase de Diderot: “Las ruinas son cartas negras de las edades”. No es preciso convertirse en ruinas para entender las ruinas, como pregonaba Heine. En aquellos lugares de sombras vive un pasado siempre presente.
El Fuerte Santiago, recinto fortificado que alberga el Museo José Rizal, empezó a construirse el año 1590 y se puso la última piedra en 1750, tras una interrupción de 150 años.
Al salir del Museo, impresionado por la vida y la obra de Rizal, me dirigí de inmediato a una gran librería que está precisamente en la avenida Rizal. Encontré y compré las cuatro biografías que había sobre Rizal. Todas ellas en inglés. En mi albergue madrileño me enfrasqué en la lectura de los libros. Tomé numerosos apuntes con intención de escribir una nueva biografía, como lo hice con Frank País, héroe de la revolución cubana asesinado cuando sólo tenía 24 años y era dirigente máximo a nivel nacional en la clandestinidad del Movimiento 26 de julio, mismo que llevó a Fidel Castro al poder.
Entre Rizal y País descubrí muchos puntos de semejanza, si bien al filipino lo asesinaron al cumplir 35 años. Ambos fueron grandes idealistas, al estilo de mi señor Don Quijote, ante quien me postro con lágrimas en el cerebro.
Aún no he podido pagar a Rizal mi compromiso con su memoria.
Ahora, un artículo del genial novelista y ensayista Juan Goytisolo, publicado el 3 de mayo último en el diario EL PAÍS, ha revivido mis emociones y mis sentimientos por la figura del héroe de Filipinas.
José Rizal nació en Calambra, provincia de Laguna, el 19 de enero de 1861. Su padre era rico agricultor y su madre estaba considerada como una de las mujeres más culta del país.
En la Universidad de Manila estudió Filosofía y Letras y en Madrid inició la carrera de Medicina, que prosiguió en Francia y Alemania. Fue aquí donde publicó su obra más conocida, NOLI ME TANGERE, que llegó a ser comparada con LA CABAÑA DEL TÍO TOM. La escribió en tagalo, idioma que más conocían los nativos.
El título lo tomó de las palabras de Cristo a María Magdalena en el huerto de la resurrección: “no me toques”.
NOLI ME TANGERE, de la que se publican nuevas versiones en español, es una violenta diatriba contra la miseria social del pueblo filipino y contra el poder opresor de aquella jerarquía católica. Esta novela, que vio la luz en Alemania el año 1887, cuando su autor contaba 26 años, fue su sentencia de muerte.
De regreso a Manila, el clero desató una violenta campaña en su contra, acusándolo de hereje, masón, anticlerical, revolucionario. Pudo escapar a España, viviendo poco tiempo en Barcelona. Pero aquella mano larga con mangas negras hasta el puño, consiguió que fuera devuelto a Filipinas.
Nada más llegar fue encerrado en el Fuerte Santiago. Sacerdotes y obispos se turnaban en visitas al preso tratando de convencerlo para que se retractara de sus escritos anticlericales y regresara al seno de la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana. De hecho, ya le habían sentenciado a muerte, pero la jerarquía católica pretendía antes su arrepentimiento. Una vez arrepentido podía ser asesinado. Torquemadismo sin entrañas.
Desde su encierro Rizal escribe cartas al todopoderoso Pablo Castells, provincial de la orden jesuita en Filipinas. Respondiendo a acusaciones del clérigo ante las autoridades militares y civiles del archipiélago le dice que siempre ha creído en Dios, en Jesucristo, en la revelación bíblica, pero no en la infalibilidad de la Iglesia católica. Tampoco en la masonería. “Si se ha usado mi nombre sin que yo haya podido evitarlo –le dice al jesuita- otros usan el nombre de Dios para sus propios medios y para proteger sus pasiones”.
Aún entre aquellos muros, privado de libertad, la fuerte personalidad de Rizal no se doblegaba.
No quería morir tan injustamente.
El 12 de diciembre de 1896 publicó un amplio alegato en defensa propia.
De nada le valió.
El entonces gobernador de Filipinas, general Polavieja, figura en extremo controvertida, pronunció sentencia de muerte.
El 30 de diciembre de 1896, a las siete de la mañana, un pelotón de soldados disparó sus fusiles al cuerpo de Rizal.
Había vivido 35 años entre los hombres.
Los numerosos españoles que presenciaron el crimen gritaron: “¡Viva España!” La banda militar de música tocó la Marcha de Cádiz. Uno de los curas presentes en el fusilamiento elevó el crucifijo que sostenía entre las manos e hizo la señal de la cruz.
Otro hereje al infierno, según su teología.
Cuando la muchacha de 23 años que guiaba al grupo de visitantes entre los que yo me encontraba por los laberintos de Intramuros concluyó sus explicaciones, un catalán comentó: “qué malos eran aquellos españoles”. La joven guía respondió al instante: “A José Rizal no lo mataron los españoles; lo mataron los curas”.
Rizal es recordado hoy en Filipinas como médico, filósofo, viajero, periodista, poeta y, muy especialmente, como luchador revolucionario a favor de la independencia de su pueblo. Parques y avenidas, instituciones sociales, culturales y juveniles llevan su nombre. Monumentos a su memoria se alzan en las principales ciudades del país. El héroe vive en el espíritu del pueblo filipino, este pueblo que ama la libertad y mira al futuro con esperanza.
Uno de sus biógrafos, el filipino Celedonio A. Ancheta, afirma que entre 1869, cuando apenas tenía ocho años, hasta 1896, asesinado a los treinta y cinco, Rizal escribió cincuenta piezas de literatura, incluidos muchos poemas. El postrero de ellos, titulado ÚLTIMO ADIÓS, figura íntegro en otra biografía, la del también filipino Gregorio F. Zaide.
Las dos estrofas finales del largo romance se leen así:
¡Mi Patria idolatrada, dolor de mis dolores,
querida Filipinas, oye el postrer adiós!
Ahí te dejo todo: mis padres, mis amores:
Voy a donde no hay esclavos, verdugos ni opresores:
donde la fe no mata, ¡donde el que reina es Dios!
¡Adiós, padres, hermanos, trozos del alma mía,
amigos de la infancia en el perdido hogar!
¡Dad gracias, que descanso del fatigoso día!
¡Adiós, dulce extranjera, mi amiga mi alegría!
¡Adiós, queridos seres! ¡Morir es descansar!
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