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El “testamento protestante” de Carlos Monsiváis (VI)
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“Diversificar la vida”, la fórmula monsivaíta

Si el lenguaje y la lectura constante de la Biblia marcó para siempre a las comunidades, el gran elemento unificador fue la traducción de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera
GINEBRA VIVA AUTOR Leopoldo Cervantes-Ortiz 01 DE JUNIO DE 2012 22:00 h

Si Dios nos hubiera querido diferentes, no nacemos en la misma vecindad.[1]C.M.

El cronista de la colonia Portales, al sur de la Ciudad de México, concluye su amplio “testamento protestante” apuntando hacia la experiencia de la conversión, uno de los temas más caros a la tradición evangélica en todas sus manifestaciones.

En el apartado “Las experiencias de la conversión” afirma: que las consecuencias del aislamiento son numerosas consecuencias porque aunque la “vida espiritual” es autosuficiente, la represión no deja de impactarla. Si en medio de una sociedad tan católica “el credo protestante es una formas deleznable del pecado” (p. 78), el desarrollo teológico del protestantismo mexicano se concentró “en el afianzamiento de la sobrevivencia doctrinaria y en la relación entre la vida de las comunidades y la visión del mundo”. Lejos del esquema iglesia-secta-mundo de los manuales de sociología religiosa, Monsiváis se niega a equiparar estas actitudes con la visión sectaria del mundo.

Si el lenguaje y la lectura constante de la Biblia marcó para siempre a las comunidades, el gran elemento unificador fue la traducción de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, que hasta los años 60 funcionó como plataforma ideológica y cultural. Para demostrar la importancia de esta traducción, Monsiváis cita el libro del polígrafo Antonio Alatorre, Los 1001 años de la lengua española (El Colegio de México, 1989, reditado por la Secretaría de Educación Pública en 1998 como parte de una colección dirigida a los profesores de educación primaria de todo el país, y con un tiraje de 50 mil ejemplares), cuya observación es muy ilustrativa para todo el ámbito del idioma español: “La lectura de la Biblia quedó prohibida en el imperio español desde el siglo XVI. Si hubiera sido ‘autorizada’ la hermosa traducción de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, protestantes españoles del siglo XVI, la historia de nuestra lengua sería sin duda distinta de lo que es” (p. 229 de la nueva edición).

Sólo que únicamente los círculos evangélicos más ilustrados han valorado suficientemente esta realidad histórica (véanse los magníficos textos de Plutarco Bonilla y Luis Rivera-Pagán en la edición conmemorativa La Biblia del Siglo de Oro, 2009[2]) debido al desfasamiento cultural que aqueja hoy a las iglesias.

Por ello, a partir de 1970, las cosas cambian: “Las inercias burocráticas del catolicismo y el aletargamiento en demasiadas de sus parroquias del espíritu comunitario enfrentan a decenas de miles con la necesidad de profundizar en la experiencia colectiva de la fe y en parte eso explica el alto número de conversiones al protestantismo y a credos paraprotestantes”. Es decir, que el campo religioso comenzará a modificarse de manera sustancial y, con la “explosión pentecostal”, el panorama pronto será muy diverso, a contracorriente de los defensores insobornables de las tradiciones.

Nuestro cronista resume muy bien las causas de este conversionismo casi desaforado: “la búsqueda de una comunidad en la cual integrarse de manera personal y contribuir al espíritu colectivo; la memorización de versículos bíblicos como guía de la memoria espiritual; las consecuencias del libre examen de la Biblia; el uso de la música como religiosidad paralela, la himnología como un resumen bíblico;el deseo y el ejercicio del comportamiento que renueve la personalidad o que de hecho la haga aparecer; la urgencia de las mujeres indígenas de la transformación de sus esposos o compañeros sometidos al alcoholismo y sus vértigos de improductividad y violencia; la desaparición del temor al “qué dirán”; la fuerza del espíritu proselitista y la terquedad ante los rechazos; en el caso del pentecostalismo, la aceptación a fondo del ejercicio de las emociones”. Cada uno de estos componentes, como dirá en otro lugar, posibilita en combinaciones aleatorias las “migraciones espirituales” de miles de personas hacia una praxis religiosa que por primera vez se vuelve activa y militante, pues si el protestantismo perdió, por así decirlo, su fuerza cultural consciente, ganó en una presencia cada vez más visible y, en ocasiones, hasta aparatosa.

“Diversificar la vida” es la fórmula monsivaíta para explicar este fenómeno porque, agrega: “La conversión es el eje de las religiones minoritarias y es la fuerza que obliga a mostrar los cambios de vida, hasta donde, clásica o típicamente, lo permite la condición humana, a la que se pueden quitar o poner comillas, pero que siempre actúa en contra de las utopías de la perfección”(p. 79). Todo ello no elimina las variedades del rechazo, que también se diversifica y atraviesa por una etapa de señalamientos del supuesto conspiracionismo de inspiración yanqui. La Biblia es traducida a lenguas indígenas por misioneros extranjeros sospechosos de hacer una labor extraña. Con todo, la situación se sigue transformando ante el intento católico de frenar los cambios, pero el propio protestantismo vive una doble dinámica: por un lado, la vida social lo asimila y, por otro, tenderá a estancarse. Dicho en el lenguaje de Monsiváis: “los protestantes pasan de amenaza a pintoresquismo”. Habrá mayor tolerancia y menos riesgos, a pesar de todo.

La división de las comunidades, el gran temor de las esferas conservadoras, igual que de antropólogos y sociólogos, se da en medida variable, lo que en ocasionas reactiva la persecución hasta bien entrados los años 90. Monsiváis se pregunta por el contexto de la intolerancia e incomprensión incluso mediáticas y responde que a la sociedad, por su propio crecimiento, no le queda más que asumir la tolerancia. Periódicamente, algunos obispos propalan cifras alarmistas para dar fe del imparable crecimiento evangélico, pero siempre amenazando con tratar de detenerlo.

Los estados del sureste serán el principal escenario de este impulso y en Chiapas, ante el estallido zapatista, la situación parece salirse de control. En “Bienaventurados los que sufren, porque ellos también se dividen”, comenta las contradicciones que afloran al interior de las familias divididas por la fe y la política. Las poblaciones indígenas se desplazan por la lucha guerrillera como antes por las expulsiones debidas a motivos religiosos: “la jerarquía católica niega la existencia de una ‘guerra santa’”, pero la confusión genera múltiples episodios violentos, el más conocido el de Acteal, en 1997, un crimen de Estado por el que se mezclan en la cárcel culpables e inocentes de distinta filiación religiosa y política. Lo que priva es ya la ingobernabilidad y el linchamiento con odiosa frecuencia.

Monsiváis cierra su texto refiriéndose a un personaje siniestro, aunque clave para la comprensión de los cambios acaecidos a partir de 1992 en materia religiosa: el representante papal Girolamo Prigione, quien montado en el triunfalismo de sus colegas obispos no duda en afirmar en 1985: “Las sectas son como las moscas y hay que matarlas a periodicazos”.

Y desde Guadalajara, el prelado Juan Sandoval Íñiguez desahoga su intolerancia mediante vulgaridades y burlas. Hasta en 2004, en el Congreso Eucarístico Internacional, se sigue viendo la pluralidad religiosa como algo casi satánico. El texto concluye con la observación de que la disidencia religiosa es variopinta y así pudo haber un protestante como Humberto Rice quien renunció a la militancia en el muy católico Partido Acción Nacional por su “intolerancia sustancial”. A su vez, el muy protestante Monsiváis no deja de enjuiciar el más reciente pragmatismo político de cuadros evangélicos al señalar que ese grupo, “ansioso de espacio político”, le da su apoyo a Felipe Calderón con resultados desastrosos. No obstante, sus últimas palabras tienen que ver más con que, a pesar de estos comportamientos coyunturales: “lo que se mantiene como principio es lo evidente: el derecho que tienen las personas de profesar el credo que les resulta pertinente. Esto, de manera tardía pero firme, ya forma parte de los saberes de la nación” (p. 85).

Esta es, pues, la suma de apreciaciones sobre el universo religioso de un evangélico conocedor de la cultura y la dinámica socio-política del país, como lo fue Monsiváis. Su mirada oblicua y simultánea sobre ambas realidades, la protestante y la historia de México, es un legado que las nuevas generaciones harían muy bien en apreciar y asimilar.

 

 


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