Como los miembros de las otras minorías, los protestantes o evangélicos también son excluidos múltiples, en este caso, de la identidad nacional, del respeto o la indiferencia de los vecinos, de la solidaridad.[i]C.M.
La auto-marginación de los evangélicos/as fue respondida, en palabras de Monsiváis, por los asaltos y crímenes con que se quiso frenar “el desenvolvimiento del protestantismo para que la Identidad Nacional no se vea perjudicada”(p. 75). En la sección “Aquí no pasan cosas de mayor trascendencia que las fosas” (parodia del verso de Carlos Pellicer: “Aquí no suceden cosas/ de mayor trascendencia que las rosas”, del poema “Recuerdos de Iza. Un pueblecito de los Andes”,
Colores en el mar, 1915-1920), señala que a la hora de la persecución ningún periodista se interesó en documentarla y que las tenues movilizaciones eran muestra de la resignación que prevalecía en las comunidades. Monsiváis no deja de mencionar que todo ello se dio, al menos hasta los años 80, al lado de un priísmo a toda prueba, es decir, de un apoyo irrestricto y casi patológico al partido en el poder desde 1929, el Partido Revolucionario Institucional, y sus dos antecedentes. La identificación evangélica con ese régimen, sin estar documentada formalmente, fue un hecho irrebatible.
De ahí que el nacionalismo protestante no debió cuestionarse, pero la capacidad de respuesta fue nula y los ataques llegan de todas partes: “Acosados a diario en muy distintos niveles, los protestantes resienten la indiferencia social, no son noticia ni podrían serlo. Con cinismo, los dirigentes de la institución que hoy exige más libertades religiosas no conceden ninguna y la izquierda nacionalista no considera asunto suyo esta catástrofe de los derechos humanos”. La marginalidad, elevada a práctica casi normal, muchas veces ni siquiera se asume conscientemente y la historia oficial se niega a registrar su existencia; no hubo libro de texto que siquiera insinuara su presencia. La condena al olvido parecía inevitable…
El cronista constata lo sucedido en el pasado, la pérdida de la presencia real de los logros evangélicos: “expulsados de la historia nacional o ni siquiera incorporados a una nota de pie de página, los protestantes no le hacen caso a su historia propia. La fragmentación es ignorancia, se conoce poco o nada del conjunto de sus esfuerzos, de los seres admirables en sus comunidades, de los alcances de la persecución, de los ejemplos de conductas responsables”. Y también mira hacia el presente, destacando la actitud de las nuevas generaciones, desconectadas ya de aquellos “años heroicos” y de su propia herencia: “se desentienden por lo común del alto costo de sus libertades religiosas y el conservadurismo es una tendencia muy sólida: ‘Para que se me respete, debo ser como los que no respetan la diversidad’” (p. 76).
Monsiváis aborda la pluralidad protestante en “El cielo nada más escucha plegarias autorizadas”y se pregunta en una enumeración sumamente elocuente: “¿Cómo unificar estas ciudadelas también llamadas “denominaciones”? ¿Qué tienen en común los bautistas, los presbiterianos, los episcopales, los luteranos, los metodistas, los menonitas, los nazarenos, los Discípulos de Cristo, la Iglesia Bíblica Bautista, el Movimiento Manantial de Vida, la Iglesia Alfa y Omega, la Iglesia Cristiana Interdenominacional, la Iglesia del Evangelio Completo, el Alcance Latinoamericano, las Asambleas de Dios, la Iglesia Evangélica Pentecostés? (cito sólo algunas)”. La nomenclatura se va haciendo más compleja hasta el punto en que tal diversificación funde los nombres y amplifica las diferencias. Acaso el escritor añoraba los tiempos en que aún podía hablarse en singular de la heterodoxia religiosa. Pero también le preocupaban los lazos de estas iglesias con las raíces supuestamente comunes, sin dejar de advertir las disonancias, pues siempre lo
hizo: “¿Y cuál es la relación de estos grupos, de un modo u otro derivados del protestantismo histórico de Lutero, Calvino, Zwinglio, John Wesley y los anabaptistas, con quienes ya no toman la Biblia como la única fuente de doctrina, así por ejemplo, los mormones o Iglesia de los Santos de los Últimos Días y los Testigos de Jehová?”. Su vocación por el inventario permanente aquí no podía fallar ni mucho menos, sobre todo porque este espacio le resultaba familiar y cercano.
Los aspectos culturales derivados siempre le interesaron, y así, su mirada observa que antes de “la fiebre de conversiones” desatada en la década de los 70, la Iglesia católica cree que el protestantismo estaba confinado sólo a la capital, aunque otras ciudades, como Monterrey, también tenían amplios contingentes evangélicos. “Sin que se comente por escrito, se percibe el fenómeno como asunto de credos importados y ridículo asumido”. La palabra
secta se vuelve el arma de batalla para la descalificación y “autoriza a los Creyentes Auténticos para hacer con los sectarios lo que su fe autoriza” (p. 77).
Volviendo al tema de la ubicación, encuentra que “en los pueblos y las pequeñas ciudades los protestantes constituyen una provocación”. Y allí la adscripción social y doctrinal ya marca una diferencia: “Los más pobres son los más vejados, y los pentecostales la pasan especialmente mal, por su condición de ‘aleluyas’, gritones del falso Señor, saltarines del extravío”. Los herejes se merecen el exterminio, ya imposible pero añorado por los opositores: la diferencia no merece ser respetada porque no se sabe qué hacer con ella. Los matices brillan por su ausencia y hasta en ciertos sectores católicos medianamente ilustrados la burla abusiva sigue vigente. En este sentido, Monsiváis no menciona los efectos del Concilio Vaticano II porque nunca se aplicaron en el país de manera general y los “hermanos separados” nunca fueron vistos fraternalmente, pues sólo se enfatizó la segunda parte de la nueva definición.
De nada le valió a los protestantes la integridad de sus acciones y a nivel escolar, los niños y niñas evangélicos afrontaban el rechazo y el señalamiento: las creencias protestantes no los hacían confiables aunque fueran buenas personas: “tú eres nadie por ser protestante, un enemigo de Dios, un disparate de la religión. ¿Cómo se atreven a desertar de la Fe de Nuestros Mayores?”. La fidelidad a los orígenes de un país es lo que estaba en juego y los evangélicos, en una especie de obviedad, ya no pertenecían a la nación, por lo que su integración cultural, política y social al país se pospuso indefinidamente. La venganza vendría a darse en el terreno de las estadísticas, décadas más tarde y, por otra parte, el análisis monsivaíta no podía dejar de detenerse en la experiencia de la conversión como tal, una zona vedada para quienes no comprenden, todavía hoy, la dinámica religiosa auténtica y sólo se quedan con las apariencias. Con ese acercamiento infaltable Monsiváis prepararía sus conclusiones.
[i]C. Monsiváis, “‘Se necesita no tener madre’ (Sobre las querellas de religión)”, en
Proceso, 6 de abril de 1998, recogido en C. Monsiváis y C. Martínez García,
op. cit., p. 104.
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