La soledad es probablemente uno de los estados que producen más rechazo y pavor en nosotros, las personas. Nuestro diseño puede prever momentos de soledad, de independencia, sí, pero, en esencia, no es bueno que estemos solos ni fuimos creados para ello. Aún cuando algunas personas tengan la capacidad de sacarle partido a momentos de tranquilidad o ausencia de compañía, son los menos por cierto. La mayor parte de nosotros entendemos más la soledad como un estado impuesto e incluso indeseable, más que como una elección.
Somos seres bastante incomprensibles, en cualquier caso. El sentimiento de ambivalencia ante la soledad es quizá lo más generalizado respecto a ella, sólo superado en primer lugar por el rechazo que produce a casi todo el mundo. En prácticamente todas las ocasiones en que estamos deseando estar solos pensamos en las muchas y variadísimas cosas que haríamos si pudiéramos contar con, al menos, unos minutos para nosotros, sin nadie más cerca. Y fantaseamos en nuestra cabeza, como si del cuento de la lechera se tratara, sobre cuánto de maravilloso habría en un rato de distanciamiento de todo, incluyendo a los demás. Pero luego, curiosamente y a pesar de todo, cuando llega el momento de la verdad y tenemos la oportunidad de vernos solos, nos sentimos bastante incapaces de disfrutar. Así de complicados somos… ¿quién nos entiende?
En esencia, queremos estar solos, pero no aceptamos estarlo en realidad. Cuando la soledad es escogida, aún podemos soportarla (aunque no sin ciertas “ayuditas” que nos la hagan más liviana, por supuesto). Pero cuando la soledad es impuesta, o fruto de las circunstancias que nos vamos encontrando en la vida, todo es mucho más difícil de asumir. Las pocas virtudes que la soledad temporal pudiera tener se convierten en pesadas cargas que no resultan nada fáciles de llevar. Queremos un cierto grado de autonomía, pero para los momentos y en las circunstancias que nosotros escojamos, lo cual parece ser contra natura para esa gran tirana que es la soledad.
Ella no pregunta, se impone; se presenta y punto. Nunca da el tiempo suficiente para prepararse, ni se manifiesta como cada cual se la imaginaba en sus sueños. Da igual si se la supuso amable, tranquila o sosegada. Pudiera quizá presentarse tal cual, cierto, pero algo ha de tener de inesperada y traicionera cuando buena parte de los que la viven confiesan que, más que vivirla, la sufren. A quien le llega ese momento no tiene más remedio que adaptarse. No se negocia con la soledad. Cambiar ese estado no siempre es posible ni depende de uno, y en esos casos toca, simple pero no simplistamente, asumirlo, que no resignarse.
La cuestión de lo subjetivo y lo objetivo son otra batalla que lidiar. Pudiéramos estar rodeados de gente, pero sentirnos profundamente solos por incomprendidos o dejados de lado. Pudiéramos estar objetivamente solos pero sentirnos profundamente acompañados, queridos, recordados, comprendidos. ¿Cuál es la clave entonces, sobre todo cuando uno quiere ser capaz de controlar a la soledad y no caer en que la soledad nos controle? Qué duda cabe de que se trata de una cuestión muy, pero que muy ligada a la percepción de cada cual.
Dos personas diferentes, si lo pensamos, pueden estar sometidas a la misma situación en las mismas condiciones de soledad o de compañía y, sin embargo, sentirse en contextos y emociones completamente distintos. ¿Por qué unos tienen tendencia a sentirse solos aún rodeados de gente y otros pueden estar verdaderamente solos con una sonrisa reflejada en el rostro? Sin duda la soledad ha acompañado al hombre desde que el mundo es mundo, pero a día de hoy seguimos sin haber descubierto como tenerla sometida y bajo control. Más bien seguimos dependiendo de que no nos haga mucho mal en caso de encontrárnosla en nuestro camino.
La soledad, a veces, sólo aparece con angustia respecto a una persona en particular. Podemos tener alrededor a todas las personas del mundo… pero sólo queremos a una a nuestro lado y si esa persona no hace que nos sintamos acompañados y comprendidos, o bien lo que hace no sirve, la soledad que produce es más angustiosa y perniciosa que vivir permanentemente en el aislamiento absoluto. Nuestra atención se centra, queramos o no, en el foco de donde querríamos que vinieran los afectos que anhelamos. Y nada nos hace sentir tan vacíos como el vacío que atribuimos a quien, habiendo de estar cerca nuestro, no puede o no quiere estarlo. Ni siquiera depende siempre del otro, sino de nuestra capacidad para detectarlo. De ahí que la soledad real sea a veces vivida como un alivio (¡qué paradoja!) cuando llega a sustituir o suplantar a la soledad que vivimos aun rodeados de gente.
En la historia de los grandes hombres de Dios la soledad ha tenido papeles muy diferentes. No podemos hablar de ella en términos completamente negativos, ni tampoco plenamente positivos. Su presencia, de nuevo, se muestra ambivalente y, como poco, curiosa, porque ni con ella ni sin ella “tienen nuestros males remedio”. Uno de los puntales de los grandes personajes cuyas vidas vemos relatadas en las líneas de la Escritura era siempre la presencia de Dios. Anhelada y temida también, en cada momento de la historia de Su pueblo se ha manifestado de múltiples maneras, en forma de columna de fuego, en forma de nube que les guiaba en el desierto, en forma de zarza ardiente o como presencia impalpable… pero en todos ellos, absoluta e indiscutiblemente real y objeto de anhelo para los que le amaban y le amamos.
El mayor drama de los hombres y mujeres de Dios era y es, si lo pensamos detenidamente, la ausencia de Dios, por otra parte, y el sentimiento de soledad respecto al Creador en determinados momentos o épocas de su existencia. La sensación de abandono a la que va asociada esa soledad es lo suficientemente penosa como para que muchos de los textos que componen los Salmos o el libro de Job, sin ir más lejos y sólo por poner dos sencillos ejemplos, pongan de manifiesto la más absoluta de las angustias por sentirse solos o, peor aún, abandonados. Porque
para el cristiano, para quien tiene su vida puesta en las manos del Dios Todopoderoso, el peor drama es sentir, o incluso sospechar, que haya podido ser abandonado por Él, algo que, por cierto y para nuestra fortuna, nunca sucede. Podemos no sentirlo, pero está. Fallamos nosotros, pero nunca Su presencia.
Él no nos deja solos. Y no sólo esto, sino que justamente en aquello que más dudas nos aporta la soledad, que es en la respuesta a la cuestión de quién nos comprende cuando no hay nadie a nuestro alrededor (o no lo sentimos aunque esté presente), es donde el Señor nos suple con mayor generosidad, identificación y misericordia. Caía en mis manos recientemente el libro “Escrito con lágrimas” (de Luke Veldt), en el que el autor reflexiona sobre el Salmo 103 al morir recientemente su hija de 13 años. Y es justo en esa reflexión que este padre se da cuenta de que de la misma manera que el padre se compadece de sus hijos y de su dolor, Dios se compadece de nosotros, como hijos y criaturas Suyas y también de nuestro sufrimiento, incluso del que va más allá de lo físico, el que no se ve, el que está asociado profundamente a la soledad misma, a que te falte alguien. Más aún se compadece de nosotros cuando Él mismo se ha encarnado y ha padecido todo tipo de sufrimiento, incluyendo uno que nosotros nunca tendremos que experimentar: el abandono de Dios debido a nuestro y sólo nuestro pecado.
¿Quién nos escucha?Él nos escucha.
¿Quién nos comprende?Él nos comprende.
¿Quién nos abandona?Todos aquellos que tenemos alrededor pueden desaparecer en un momento u otro, por unas u otras razones. Pueden estar pero no estar a la vez. Sin embargo, Su presencia siempre está con nosotros, activa, cálida, cercana y nada ni nadie nos arrebatará de Su mano.
¿Necesitamos algo más?Ya tenemos quien nos entienda. Y, mientras nos entiende, nos acompaña y camina con nosotros. ¡A Él la gloria!
Si quieres comentar o