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El “testamento protestante” de Carlos Monsiváis (III)
 

México, Monsiváis y marginalidad protestante asumida

El protestante es visto como un espacio de “desnacionalización” y los miembros de las comunidades son “mexicanos de tercera”.
GINEBRA VIVA AUTOR Leopoldo Cervantes-Ortiz 27 DE ABRIL DE 2012 22:00 h

C. Monsiváis en la presentación del libro Los disidentes. Sociedades protestantes y revolución en México, 1872-1911, de Jean-Pierre Bastian (febrero de 1990). Lo acompañan Carlos Mariscal, Bastian y Jean Meyer


La historia de este protestantismo es doble, es la historia de una doctrina de Reforma que se propaga y es la historia de la Iglesia católica y de las maneras que elige para aplastar a los disidentes.[1]C.M.

“Estoy de acuerdo en que crea lo que le dé la gana, pero no en que lo manifieste” Esta frase entrecomillada preside la segunda sección del texto que nos ocupa, y que pertenece a la misma estirpe de los recopilados en Protestantismo, diversidad y tolerancia (2002), en donde junto con Carlos Martínez García hace un corte transversal de su percepción sobre la experiencia de ser protestante en México.

Allí se advierte muy bien la veta personal que no aflora tanto en sus libros más conocidos y que puede pasar por alto el lector poco informado sobre su formación religiosa. Particularmente llamativo es el citado “‘Si creen distinto no son mexicanos’. Cultura y minorías religiosas”, presentado en el “Segundo Encuentro Iglesias y Sociedad Mexicana (Protestantismo, educación y cultura)”, realizado en febrero de 1993, y en donde tuve la fortuna de coincidir con él.

La explicación sobre la “persistencia bíblica” de las comunidades evangélicas, más allá de cualquier afán cultural adicional, sirve todavía hoy para entender por qué los frutos de la presencia de esa heterodoxia religiosa se han pospuesto tanto: “La mayoría […] se conformaba sólo con la lectura de la Biblia, que iba de la memorización a la explicación reiterativa, y de la explicación reiterativa a la memorización. […] La noción de lo sagrado es lo que las hizo posibles [a las comunidades protestantes], porque era la esencia de la diferencia. El aferramiento a lo sagrado permitía resistir a la persecución, a la burla, al ostracismo, a todo tipo de hostilidades”.[2]

Ya ubicado en el siglo XX, Monsiváis describe y hace la crónica del tímido comportamiento de los líderes y las iglesias en la defensa de sus derechos ciudadanos.

Los caminos de la tolerancia eran muy lentos y estaban en función de la aún fuerte presencia liberal.

A principios de siglo, los protestantes “luchan por una meta triple: garantizar el respeto de la ley a la disidencia religiosa; establecer las tradiciones que vertebren internamente a sus comunidades; convencer a los demás y convencerse a sí mismos del carácter respetable de sus creencias. Lo indispensable es garantizar, al tiempo que la legalidad, la legitimidad de una minoría calificada de “inconcebible”, es decir, fuera de la historia nacional” (p. 69).

Esta marginalidad socio-histórica y cultural fue cuestionada duramente por los sucesos políticos: Aarón Sáenz, antiguo militante del Esfuerzo Cristiano de la iglesia presbiteriana, se queda a un paso de ser candidato a la Presidencia de la República, a pesar de tener, también, todas las credenciales para ello, en 1929. No valieron su militancia revolucionaria, ni su cercanía con Plutarco Elías Calles, con quien su familia había emparentado, ni mucho menos su apego al asesinado Álvaro Obregón. Quedó fuera de la lid por el hecho mismo de ser protestante, algo que sus detractores se encargaron de divulgar al calificarlo de “obispo protestante”.[3]

Según Monsiváis, esa derrota política contribuyó a traumatizar al protestantismo mexicano y a devolverlo al ámbito del martirologio. En esos años el protestantismo fue visto como “enemigo de la cultura hispánica” incluso en las altas esferas del poder, como en el caso del secretario de Educación Pública, Ezequiel Padilla, por lo que se le excluye de la “Identidad Nacional”, entelequia promovida intensamente durante la primera mitad del siglo.

Ya en los años 20 aparecieron los grupos pentecostales, cuya efervescencia religiosa vino a fortalecer la presencia no católica. “En todas las denominaciones se va a los templos a refrendar la fe (absolutamente personal) y la seguridad de no estar solos ante la intolerancia que mezcla las instrucciones de curas, obispos y ‘creyentes elocuentes’ con las reacciones tradicionales del odio a la diversidad” (p. 70). Mientras tanto, la persecución era cosa de todos los días.

Fueron décadas arduas, sobre todo en la provincia, y más entre las poblaciones indígenas. La “marginalidad asumida” es la constante pues los creyentes se autoexcluyen de todo lo que huela a catolicismo,desde las fiestas más sencillas, hasta las fastuosas celebraciones. El sentimiento de no-ser-de aquí, tan espiritual y consistente, se extrapola a todas las actitudes posibles. Monsiváis resume el rasgo más definitorio del protestante típico: “el alejamiento de casi todos los ritos de la sociedad nacional, la actitud que mezcla la conversión, la disciplina de la fe y el manejo variado del rechazo circundante. Son ya distintos en algo muy básico: no quieren integrarse y, de acuerdo con el clero católico y la sociedad, no deben hacerlo o no tendría caso que lo hicieran”. Los protestantes son, en suma, una “anomalía extirpable” y su lugar de rigor, los márgenes de todo, pues el país era casi oficialmente guadalupano, máxime ante episodios tan evidentes como la confesión de fe que hizo Manuel Ávila Camacho al tomar posesión de la Presidencia en 1940.

El protestante es visto como un espacio de “desnacionalización” y los miembros de las comunidades son “mexicanos de tercera”, muy lejos todavía de un ejercicio sólido de la ciudadanía.

El autor de Principados y potestades redefine el papel del protestantismo de estos años como el de una “lejanía cismática de la nación” que, y arriesga el dicho, todavía persiste. De ahí la sensación de que aún sigue vigente este extranjerismo espiritual o cultural, pues el único motivo de arraigo es el credo, en un momento en que la mayoría de pastores seguían siendo estadunidenses, situación que comienza a variar hasta la década de los 60. Precisamente, en el periodo 1940-1960 acontece la “guerra santa” contra el protestantismo, con el apoyo velado de los gobiernos. Es la etapa de la que se ocupará la sección titulada “No se les admite ni cantando en silencio sus himnos”.



[1]C. Monsiváis, “‘Si creen distinto no son mexicanos’. Cultura y minorías religiosas”, en C. Monsiváis y C. Martínez García, op. cit., p. 32.
[2]Ibid., pp. 29-30
[3]Pedro Salmerón Sanginés, “Los orígenes de la disciplina priísta: Aarón Sáenz en 1929”, en Estudios. Filosofía, historia letras, Instituto Tecnológico Autónomo de México, nueva época, vol. III, primavera de 2005, p. 122, Salmerón es autor de una biografía de Sáenz (Aarón Sáenz Garza: militar, diplomático, político, empresario. Miguel Ángel Porrúa, 2001).
 

 


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