Responden de distintas formas a sus agresores. Los indígenas evangélicos históricamente han elaborado un abanico de posibilidades frente a quienes les acosan, discriminan, atacan simbólica y físicamente. La que ha dominada ampliamente es la respuesta pacificadora, la cual, argumentan, es la que corresponde de acuerdo a su lectura del Evangelio.
En los territorios de población mayoritariamente indígena, fue a principios de los años sesentas del siglo XX cuando inició el ciclo de conversiones al cristianismo evangélico. Antes existieron esas conversiones, pero es en el periodo citado cuando éstas comienzan a ser más numerosas.
El número le dio notoriedad a los indios e indias conversos, en sociedades orientadas a la tradición y que veían con escepticismo los cambios en las creencias y conductas de algunos de sus coterráneos. Primero fueron reconvenidos por familiares y amigos que reprobaban su adopción de la nueva fe. Después, al dejar de participar en rituales y festividades ligadas a la religiosidad tradicional, los conversos evangélicos comenzaron a ser sancionados con multas económicas, restricción de servicios, pérdida de derechos comunitarios. Al comprobar que las sanciones no tenían el resultado esperado, el regreso a la fe tradicional, las autoridades del poblado pasaron a ejecutar agresiones físicas: golpizas, ataques sexuales contra las mujeres y, en no pocos casos, asesinatos de líderes del núcleo evangélico.
La resistencia al acoso fue, y es sorprendente, porque
fueron, y son, muchos los que en medio de un contexto sumamente hostil perseveraron, y perseveran, en defender su derecho a cambiar de fe. Cuando las condiciones les fueron todavía más adversas, los indígenas protestantes optaron por emprender el éxodo. En el caso de Los Altos de Chiapas, la ciudad para refugiarse fue San Cristóbal de Las Casas. En las décadas de los setentas, ochentas y noventas del siglo pasado, se fueron asentando en San Cristóbal miles de indios e indias protestantes, quienes primero lo hicieron como una medida temporal, pero, después, al comprobar que no podrían regresar a sus poblados originales (debido a la dureza de sus perseguidores y el desamparo de las autoridades gubernamentales), fueron creando asentamientos con nombres bíblicos. Estas colonias han sido el factor principal de la “reindianización” de la antigua capital de Chiapas.
Cabe mencionar que la primera generación de expulsados evangélicos denunció públicamente, y ante las omisas autoridades chiapanecas, la vulneración flagrante de sus derechos humanos y constitucionales. Creyentes protestantes mestizos, junto con misioneros (principalmente norteamericanos), coadyuvaron a organizar tanto las denuncias y protestas como organismos defensores de los derechos humanos y acciones para hacer más llevadera la vida en condiciones de refugio.
Otra forma de enfrentar el rudo hostigamiento ha sido tratar de negociar con sus agresores. Éstos buscan arrinconar lo más que les sea posible a sus vecinos evangélicos. Les imponen multas económicas, cooperaciones en celebraciones que son propias del santoral católico y de la religiosidad tradicional del lugar, dejar de reunirse públicamente y no comunicar sus creencias evangélicas en el poblado. Ante tales exigencias los perseguidos buscan que las autoridades gubernamentales hagan valer el marco jurídico, el cual garantiza la libertad de creencias y culto.
Por la indiferencia de las autoridades, que en la práctica se hace cómplice de los agresores, los indígenas evangélicos aceptan algunas de las sanciones que les impone la mayoría tradicionalista. Con la esperanza de que cesen las acciones agresivas en su contra. Pero los sancionadores muchas veces van más allá, y exigen que la renuncia a sus derechos por parte de los perseguidos quede por escrito, en un convenio signado por las partes. Además tales documentos es común que los firmen personas externas, como representantes del gobierno de la entidad en calidad de testigos de lo acordado. Estos convenios son violatorios de derechos irrenunciables, derechos que se tienen por ser ciudadanos mexicanos y porque la Constitución del país incorpora a la normatividad de la nación documentos internacionales protectores de la dignidad de las personas, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Hay que estar en las condiciones de quienes padecen hostigamientos y restricción abierta a sus derechos para tratar de comprender cómo responden a las acciones de sus atacantes. Tener que salir de su pueblo, alojarse en lugares en los cuales lo único que existe es un terreno sin servicio alguno, emprender el camino con niños, niñas, ancianos enfermos y magros recursos económicos, es una aventura de fe que demanda constancia y disposición a perseverar contra toda esperanza. Es fascinante y conmovedor escuchar las narraciones, como he tenido la oportunidad en incontables ocasiones, de hombres y mujeres que vivieron un éxodo lleno de obstáculos y que, años después, testifican con lágrimas que pese a todo salir fue mejor que permanecer en el lugar que les negaba violentamente vivir su fe.
Quienes deciden quedarse, ver disminuidos sus derechos y estar dispuestos a firmar convenios que son lesivos, injustos e ilegales; también tienen sus razones. Desde afuera es muy difícil entenderlas, y más todavía aceptarlas. Pero ellos y ellas dicen que se quedan porque les resulta extremadamente difícil salir de sus lugares de origen, no quieren irse a refugiar y vivir hacinados en espacios reducidos. Les resulta castigante, a estos hombres y mujeres habituados a trabajar en el campo y así ganarse el alimento diario, tener que mal vivir en San Cristóbal de Las Casas, en Las Margaritas (u otra ciudad de Chiapas), y depender de la caridad de los conmovidos por su situación.
Los que no viven su propio éxodo, los oprimidos por convenios opresivos, toman la dolorosa decisión de permanecer en la comunidad que les ve con animadversión, tienen la ilusión de que un día sus condiciones cambien (aunque como el profeta Habacuc se pregunten. “¿Hasta cuándo, Señor, te llamaré y no me harás caso ¿Hasta cuándo clamaré a ti por causa de la violencia, y no vendrás a salvarnos?” 1:2, Reina-Valera Contemporánea).
Continúan leyendo la Palabra de forma subrepticia, entonan cantos casi en silencio, alaban entre murmullos, su conducta les hace diferentes, sus labios tienen que contener lo que inunda su corazón.
Tienen esperanza, oran fervientemente para que haya un profundo cambio, una metamorfosis, en quienes les agreden y prohíben externar libremente su fe evangélica. ¿Desde afuera podemos decirles que son cobardes, que les falta entereza por haber aceptado los convenios restrictivos? Yo, que les conozco cara a cara, no me atrevo a decirlo. Me niego a juzgarles desde la comodidad en la que escribo este artículo. Desde el fondo de mi corazón ruego que el Señor sea su amparo, su fortaleza, su pronto auxilio en la tribulación (Salmo 46:1).
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