Cuando hace unos días escuchaba la canción ‘I won´t give up’ de Jason Mraz, mi cabeza no pudo evitar detenerse y volver repetidamente sobre una de las frases de la primera estrofa: ‘How old is your soul?’[i] (¿Cuántos años tiene tu alma?) Y parece a simple vista una pregunta sin sentido. Para muchos, de hecho, el alma ni siquiera existe. Para otros, es un ente tan eterno, tal ligado a lo divino, que no tiene ni siquiera sentido preguntarse por su edad. Simplemente, es eterna, indisoluble, imposible de destruir, aunque su destino pueda ser bien distinto en unos y otros casos. Pero, ¿preguntarse por su edad? ¿Qué sentido tiene?
Sin embargo, la pregunta, aunque no exenta de profundidad, no está formulada en este caso en términos eternos. Simple pero directa, habla al corazón del afligido: has andado mucho hasta llegar aquí, has venido de tan lejos, hay recorrido en tus ojos, cansancio… ¿Cuántos años tiene tu alma? Tantos como una estrella en el cielo, aparentemente, con todo lo que de bello y desgarradoramente viejo tiene la metáfora.
Me pregunto cuántos tiene mi alma, la tuya... Porque cuando pasamos por ciertas situaciones de nuestra vida, los años físicos y los que envejecen al alma no van al mismo ritmo, a la misma velocidad. Se produce una asincronía entre esas facciones de nuestro ser. Aparentemente tenemos los mismos años, nuestro cuerpo no se ha marchitado tanto, o al menos no es tan visible… aparentamos ser jóvenes y vitales. Pero nuestra alma se ha hecho mayor, muy mayor, y está cansada, desgastada… quizá no abatida, pero sí agotada, puede que no vencida, pero sí necesitada de abrazo y sosiego.
Nuestros ojos lo dicen. También nuestras palabras, que a veces ser arrastran en vez de fluir. Porque nuestras fuerzas en la prueba son renovadas una y otra vez, más allá de nuestras posibilidades físicas, pero el cansancio no es en balde. Lo notamos, lo sentimos, no podemos hacer como que no existe. Maduramos, crecemos… nuestra alma lo hace, y no hubiéramos elegido, probablemente, esos ritmos de maduración ni las razones que nos llevaron a ella, pero son los que el Señor permitió y aún en ellos, lejos de marchitarnos o desaparecer del todo, crecemos con mayor vigor si cabe, porque estamos más cerca de Él aunque Él nunca se separó de nosotros. En esos tiempos nuestra alma se hace vieja en energías, pero se renueva porque tiene hambre y sed del Dios vivo, el único que puede saciarla, el único que puede hacerla retomar el vuelo como las águilas y andar sin fatigarse.
Nuestra alma, en nuestro recorrido por este mundo, por estos tiempos de dolor, de desierto, de sequedad, ha envejecido. Es como si nuestros ojos ya hubieran visto muchas cosas. Demasiadas cosas. Han llorado demasiado, se han enrojecido, hinchado… Quizá durante un tiempo dijimos a alguien, como en la canción, “No pienso abandonar”. E hicimos bien. Mientras pudimos, seguimos porque consideramos que algo o alguien merecía la pena.
Siempre merece la pena. Merece el desgaste y el envejecimiento. No es inútil. Es una decisión honrosa y habla de la gracia con la que fuimos sanados. Pero desgasta y nuestra alma se envejece.
A veces, como la canción dice, hasta las estrellas se queman, y caen, y tienen que aprender. Y también merece la pena. Sigue mereciendo la pena. En ocasiones fuimos nosotros quienes no quisimos claudicar ni renunciar por algo o alguien valioso. Pero luego la vida, el Señor en definitiva, porque nada escapa a Su acción, y lo bueno y lo malo Él lo permite, nos llevó a otros lugares, a otros objetivos y metas, a otras personas o circunstancias y también, por qué no, a lugares de descanso. Porque cuando uno escucha canciones como estas y hace la correspondiente reflexión, puede encontrarse en ambos lados de la cuestión: diciéndole a alguien “No me voy a rendir”, “No te voy a dejar”, o bien sintiéndose tan envejecido y tan mayor como una estrella, necesitando que alguien se lo diga. “No voy a rendirme por ti”.
¿Podemos sentirnos así de mayores, de viejos, incluso, y aún así renovados? Me lo he preguntado detenidamente y creo firmemente que sí, que en esa renovación milagrosa de nuestras fuerzas que el Señor promete y que es parte de Su protección (no tanto que nuestras pruebas desaparecen sin más, que no suele ocurrir), podemos saber con convicción que hemos envejecido en el camino, y mucho. Pero sigue mereciendo la pena. No es masoquismo. Es el proceso indeseado, antinatural pero a la vez realista y esperable de aprendizaje en esta vida, en el que el sufrimiento tiene un papel que no es menor ni inútil. Tiene sentido y aunque parece mermarnos, en realidad nos hace más fuertes, más a la imagen de Cristo, que sufrió el mayor de los padecimientos no cediendo a rendirse por nosotros.
Me lo pregunté a mí misma varias veces. Llevo muchos días haciéndolo, no voy a engañarles. No sé cuántos años tiene mi alma. Pero sé que sigo adelante y mientras lo hago porque Sus fuerzas se han multiplicado en mí, sea por las antiguas razones que la llevaron a desgastarse o por nuevos retos ante mis ojos, vuelvo a mirar arriba, como dice Jason Mraz y sé que Alguien sobrenatural y todopoderoso dice por mí, ante mi alma envejecida “No me voy a rendir, no te voy a dejar, no te desampararé”.
Envejecemos, pero no morimos en estos momentos. Cuando hacemos el compromiso del que habla la canción, nos desgastamos por el camino, envejecemos, sí, dejamos parte de nosotros, de nuestra frescura, de nuestra vitalidad y juventud. Estas cosas no pasan por nuestra vida sin dejar huella ni cicatrices. Pero merece la pena.
Alguien me dice “No te voy a dejar… No me rendiré”. Yo pienso en otros que me importan y me recuerdo que merece la pena dejar envejecer el alma por esto.
Pero tenemos este tesoro en vasos de barro,
para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros,
que estamos atribulados en todo, mas no angustiados;
en apuros, mas no desesperados;
perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos;
(…)
Por tanto, no desmayamos; antes aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día.
Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros
un cada vez más excelente y eterno peso de gloria;
no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven;
pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas.
(2ª Corintios 4)
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