En este mundo de relativos en el que vivimos no estamos acostumbrados a lo tajante. De hecho, huimos de ello despavoridos prácticamente cada vez que se nos pone delante una situación de blanco o negro. Nos da miedo decantarnos o que otros se decanten y hasta nos parece en muchos momentos que hacerlo es una forma de totalitarismo. Pero nosotros mismos somos totalitarios. Nos gusta decidir sobre nuestra vida decidiendo en términos radicales, teniendo la primera palabra y, desde luego, la última.
El gran valor de nuestro tiempo, el que la sociedad defiende una y otra vez, es la tolerancia y éste lleva a otros, como son el derecho que todos tenemos a opinar y a opinar lo que queramos. Es más, como decíamos, a opinar incluso cuando queramos, a tener la última palabra sobre cualquier cosa, porque a la luz del hombre y sus preferencias personales, lo más importante es justamente esto: el hombre y sus preferencias personales.
Nos hemos acostumbrado a que lo más importante del mundo es lo que cada uno pensamos. Ya lo hemos reflexionado en consideraciones anteriores a esta y probablemente no sea la última vez. Pero además resulta que
nos hemos aferrado con fuerza a esa idea de que como cada cual es libre de pensar y opinar sin ningún tipo de ataduras ni cortapisas, tener la última palabra se ha constituido también en un derecho natural. Nadie puede enmendarnos la plana porque, entonces, estaría retirándonos uno de nuestros derechos. Y reivindicamos hasta el aburrimiento el derecho a tener razón, simplemente porque todos lo tenemos.
Pero si bien todos podemos tener razón en algún momento o en muchos a lo largo de la vida,
quien más quien menos descubre tarde o temprano que es imposible que todos podamos tener la razón al mismo tiempo, que empeñarse en ser siempre quien ostente el derecho a tener la última palabra no lleva a ninguna parte y que, finalmente, hemos de ceder desde nuestro orgullo para poder entendernos.
Esto ocurre así a un nivel horizontal en el que, si bien no comprender esto nos trae grandes molestias e inconvenientes serios para la convivencia (aunque a menudo nos parezca lo contrario), no resulta del todo trascendental más allá de que nos entendamos entre nosotros o no. Pero, ¿qué ocurre en el nivel vertical, en el que tiene que ver con nuestra relación con Dios?¿Podemos mantener, sin más, ese supuesto derecho a quedar por encima con la última palabra ante el Dios Todopoderoso? ¿Podemos temer cuando otros quieren tenerla, cuando Dios ha dicho BASTA?
Siendo como somos las personas, la pataleta suele estar asegurada. Esto es así en lo horizontal, entre nosotros, y me atrevería a decir que, incluso, en lo vertical. Porque no solemos aceptar con agrado las decisiones de los demás cuando no estamos de acuerdo con ellos y tampoco los designios que nos sobrepasan, aunque vengan de un ser superior y aunque ese ser superior sea Dios mismo.
Cuando se trata de otros, nos oponemos a sus decisiones, insistimos hasta la saciedad, hasta la pesadez absoluta incluso, porque quisiéramos que los demás hicieran lo que nosotros queremos. Cuando otros dicen BASTA, no lo admitimos fácilmente (eso sí, queremos que otros lo acepten cuando lo decimos nosotros) e intentamos forzar su voluntad bajo el convencimiento de que lo mejor que pueden hacer es obedecernos. Pero una de las maneras en que manifestamos mayor respeto hacia otros, mayor amor, incluso, es aceptando sus decisiones, sus síes y sus noes, al margen de que nos gusten. Y por tanto, también entre nosotros BASTA debería significar BASTA.
A Dios, por otra parte, le tratamos a menudo como un igual. Para que esto no ocurra hay que temerle, conocerle y reconocerle como Señor del Universo y respetarle como lo que es: Todopoderoso.
¿Quién puede medirse, teniendo dos dedos de luces, con el Rey del Universo como si se tratara de un igual? Pues no son pocos quienes se atreven y, además, lo hacen desde la más absoluta desfachatez, particularmente quienes no creen o, aún creyendo, creen que pueden manipular a Dios como si fuera una marioneta.
Asumimos que no todo el mundo cree en Dios y que, por tanto, donde no existe esto como base, difícilmente puede tenerse temor de ese Dios. Esto lleva inevitablemente a ridiculizarle o a tratarle, sin más, como si fuera un simple supuesto. En otros casos, hay creencia, conciencia de la realidad de Su existencia, pero no una relación estrecha, íntima, ni noción de que a ese Dios haya que respetarle como a Señor y Dios de nuestras vidas. A esa convicción sólo se llega por el nuevo nacimiento y cuesta más que una vida de entrega y consagración llegar a colocar al Señor en el sitio que verdaderamente le corresponde. De ahí que, igualmente, saber que hay un Dios no implica ubicarle en Su lugar ni mantener con Él la relación de respeto y temor (que no miedo) que se le debe. En esos casos el tanteo puede ser constante; el pulso, diario y las consecuencias, en ocasiones, de la mayor desfachatez.
Quienes no ven que Dios es Dios opinan sobre Su actuación, lanzan improperios de todo tipo y divagan constantemente acerca de cómo debería hacer Dios las cosas en Su Universo. ¡Qué fácil es criticar lo que no se hace en primera persona, aunque esa otra persona sea Dios! ¡Y qué fácil es equivocarse desde la ignorancia que, por cierto, es muy atrevida! Quien contiende contra el Omnipotente es, simplemente, porque no ha medido sus fuerzas o porque es un necio.
Cuando Dios dice BASTA, sin embargo, y al margen de cuántas pataletas genere esto, no hay más que decir, ya sea que nos lo diga a nosotros impidiendo que vayamos adelante con planes, ideas o acciones que no están en Su voluntad, como a otros que ponen obstáculos en nuestro camino y Dios decide actuar en nuestra defensa y a nuestro favor. Hay situaciones en nuestra vida ante las que nos sentimos asediados, perseguidos, maltratados, calumniados, agredidos… Parece en los tales momentos que todo lo que hay alrededor se vuelve contra nosotros, que hemos caído en desgracia, que aun sin haber hecho nada para agraviar a otros, se levantan en nuestra contra. Y la lucha es titánica, colosal, inmensa, llena de dolor, incluso tortura y sufrimiento físico, emocional, o de ambos tipos. Pero para los que somos Sus hijos, esto no queda impune.
En algún momento el mal y sus tentáculos se ven frenados por el Dios todopoderoso porque, en ese instante en que Él lo tiene a bien, Dios dice BASTA. Ni siquiera es necesariamente porque le hayamos pedido que lo haga, aunque muchas veces sí ocurre así. Es porque quiere, porque puede y principalmente porque es necesario para que aquella promesa por la que Él nos recuerda que no seremos probados más allá de lo que podamos soportar, sino que juntamente con la prueba nos dará la salida, sea en Él Sí y Amén de una manera palpable en nuestras vidas. (1ª Corintios 10:13)
En esos momentos, cuando Dios dice BASTA, ni el mismísimo infierno puede prevalecer contra nosotros, Sus hijos. Su iglesia está fundada sobre la Roca que es Cristo y eso son palabras mayores (Mateo 16:18). Esto se produce de una manera sobrenatural que no entendemos, con un nivel y profundidad en la protección que desborda nuestros sentidos, nuestras expectativas, nuestra propia comprensión y, por supuesto, la comprensión del mundo que nos rodea, que ven en la mano poderosa de Dios incluso juego sucio y malas artes que vienen atribuyendo a los cristianos desde que el mundo es mundo. Da igual cuántas estratagemas, intentos, argucias, inventos, mentiras, calumnias o manipulaciones puedan ponerse en marcha en nuestra contra. Para que tengan lugar, Dios tiene que permitirlas, luego es a Él a quien están sujetas todas las cosas. Si ocurre así, es sin duda con un propósito divino. Y si no tienen lugar es porque Dios dijo, alto y claro, BASTA.
El BASTA de Dios no está supeditado a nuestra comprensión ni al beneplácito de los que nos ofenden, sino que simplemente se da, porque Él es Dios. Esto no es una verdad agradable para los que no le temen. Quisieran tener a un dios para las ocasiones, uno al que pudieran manejar, controlar o dejar colocado estático en un altar para los momentos especiales. Muchos de quienes dicen creer en Dios lo hacen de manera partidista, convenida, interesada para sus propios propósitos. Usan Su nombre en vano, también Su palabra y se acercan a ella, no para aprender o buscar a Dios, sino para usarla de manera capciosa e irrespetuosa con sus propios fines. Dios no deja pasar esto. por alto. Dios no sólo no puede ser burlado, sino que además nos recuerda que todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. (Gálatas 6:7)
No podemos, entonces, tomarle el pelo a Dios. Tampoco pueden hacerlo los que no le reconocen como Señor y Dios. No ponerle en el lugar que le corresponde no les exime, en ningún sentido, de la responsabilidad y el llamado a detenerse y conocer que Él es Dios y que, cuando Él dice BASTA, no hay nada más que decir. Esta es una lección por aprender para muchos de nosotros, incluso creyentes, que a menudo podemos querer torcer el brazo de Dios. Desde los no conversos, el objetivo es más bien “tentar la suerte”, actuar como si Dios no existiera, o incluso retarle, aunque no lo hagan conscientemente. Pero Dios es Dios y BASTA es BASTA.
Si Dios dice BASTA en nuestra defensa, estamos bajo la mejor de las protecciones. Nada, ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro. (Romanos 8:38-39)
¿Y cómo se justificará el hombre con Dios?
Si quisiere contender con él,
No le podrá responder a una cosa entre mil.
El es sabio de corazón, y poderoso en fuerzas;
¿Quién se endureció contra él, y le fue bien?
El arranca los montes con su furor,
Y no saben quién los trastornó;
El remueve la tierra de su lugar,
Y hace temblar sus columnas;
El manda al sol, y no sale;
Y sella las estrellas;
El solo extendió los cielos,
Y anda sobre las olas del mar;
El hizo la Osa, el Orión y las Pléyades,
Y los lugares secretos del sur;
El hace cosas grandes e incomprensibles,
Y maravillosas, sin número.
He aquí que él pasará delante de mí, y yo no lo veré;
Pasará, y no lo entenderé.
He aquí, arrebatará; ¿quién le hará restituir?
¿Quién le dirá: ¿Qué haces?
JOB 9:2-12
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