La mesa está puesta para la cena cuando suena el teléfono. Baltasar Garzón va a cogerlo al piso de arriba, en el descansillo de la entrada. Su mujer le oye hablar. Luego, silencio. Como tarda en bajar, se asoma por el hueco de la escalera y le ve sentado en uno de los peldaños.
Escucha, pero no oye conversación. Sube. Baltasar está quieto, callado, sosteniendo el auricular entre las manos como si se hubiese olvidado de colgarlo y mirando a ninguna parte.
- ¿Pasa algo?, ¿quién era?
- ¡No te lo puedes imaginar…!
- ¿Qué ha ocurrido? ¿quién llamaba…?
- Javier Álvarez, de la SER para avisarme de una patraña borde que me han montado y que sale mañana en el ABC, ¡vamos, que está ya en los
vip’s!... Yo no entiendo cómo puede haber gente tan mala, con tantas ganas de dañar, gente tan… tan capaz de retorcer lo más sencillo… y de… ensuciar lo más limpio.
- ¿Pero qué te han dicho?, ¿qué es lo que va a salir?
- Un infundio asqueroso. ¡Otro! Ahora, sobre nuestro viaje al Caribe. ¡No saben ya dónde rebuscar para encontrarme porquería, hez, y se remontan a nuestras vacaciones de hace tres años…
(«Garzón – El hombre que veía amanecer» Pilar Urbano, 5ª. Edición, Plaza & Janés Editores, S.A., 607 pp. Año 2000. Cita tomada del capítulo V «De ratones y de hombres» p. 249).
Roger Waters hablando con la prensa nacional antes de sus conciertos de los dias 2 y 3 de marzo en Santiago de Chile, dijo que la educación chilena es elitista y dio todo su apoyo a los estudiantes que el año pasado invirtieron/gastaron/botaron siete meses sin, aparentemente, conseguir nada. Incluso pasó horas en plática con Camila Vallejo. El problema de Roger Waters es el mismo de muchos que
todavía no hemos aprendido que el mundo gira al revés por lo que todo lo normal luce como anormal y lo anormal como normal.
Que la educación en Chile y en casi todo el mundo sea elitista,
es lo normal. Que los policías militarizados apaleen a su regalado gusto a muchachitos indefensos algunos de los cuales van a parar en estado grave a los hospitales como acaba de ocurrir en Puerto Aysén, Chile, es lo normal. Y que los gobiernos y los jefes poli-militares exoneren de toda culpa a los apaleadores es absolutamente normal, sin ninguna duda. Política de estado.
Que los países como Chile sigan siendo gobernados por las mismas familias de hace doscientos años
es normal. Porque los que las conforman son los privilegiados que habiendo sido bien alimentados desde pequeños, llegan a la universidad con sus facultades mentales plenamente maduras en tanto que los pertenecientes a las clases pobres, mal alimentados desde cuando estaban en el vientre de sus madres no alcanzan a desarrollar medianamente sus cerebros, quedando a medio camino en sus deseos de alcanzar niveles superiores de educación, teniendo que conformarse con trabajos inferiores de pagas miserables. Esto también es lo normal.
Veía un día de estos un vídeo en Youtube que muestra a una mujer de un país africano, madre de dos criaturas de no más de tres años, “cociendo” en un fuego miserable al aire libre unas piedras recogidas del camino mientras sus hijos, acostados en el suelo y con la mirada fija en el vapor que sale de la olla, esperan que la sopa esté lista; pero el cocido se tarda demasiado así es que terminan por quedarse dormidos con lo que la estratagema de su pobre madre alcanza pleno resultado. Un día más que los pequeños se duermen sin comer.
Es lo normal y tenemos que verlo así. Como normal es que en los países primer mundistas la comida se bote por toneladas y en algunos restaurantes acostumbren rociar a los estañones de desechos cal e insecticidas para que los hambrientos y desamparados no los puedan comer.
Nos preocupa la salud de algunas personas. Algunos porque deseamos que se recuperen y otros porque deseamos que se mueran. «Doctor, ¿cree que se recuperará de ese cáncer?» «Sí, se recuperará». «Ah, caray!» «¡Pero quedará con alguna secuela, supongo!» «No. Después de un periodo relativamente breve podrá reasumir sus tareas sin problemas». «¡Uyuyuy! ¡Malas noticias!» Algunos oramos a Dios para que lo deje; otros, para que se lo lleve.
Es lo normal. Pareciera que las enfermedades malignas se han especializado en ciertos personajes un poco complicados de la misma manera como en el pasado las caídas de aviones y de helicópteros. Es lo normal.
Ayer estuve en el Departamento de Fotografía de la tienda-farmacia que despacha nuestra medicina. En el departamento adyacente, el de las cajas registradoras, había una joven empleada amable y gentil despachando clientes a manos llenas. Esperé hasta que, dejando a cinco personas que querían pagar vino a recibir mi orden. A una pregunta mía me dijo que sí, que ella estaba sola para atender los dos departamentos. Es lo normal. Una empleada a la que se le paga el salario mínimo para cumplir las funciones de dos. ¿Quién se queja contra estas normalidades?
Que los indignados del mundo se queden con su indignación sin lograr cambiar nada
es normal.
Que cada vez que vamos a ponerle combustible al automóvil nos encontremos con que ha subido otro diez o quince por ciento
es normal. Y también es normal que no lleguemos a saber nunca en qué piso de qué rascacielos de qué gran ciudad hay un omnipotente empresario manipulando una sofisticada maquinita aun no conocida por la gran mayoría de los mortales con la que manda órdenes a todo el mundo para subir los precios. Es normal.
Que Joseph Blatter haya elevado el fútbol a la categoría de pandemia
es normal. Como normal es que jugadores como Ángel Di María no se recuperen de una lesión para caer en la otra. Es normal que a los futbolistas se los tenga jugando todo el año y que para eso se inventen todas las copas que a Blatter se le ocurran mientras los que no juegan y viven del fútbol se soban las manos calculando las ganancias que obtendrán y las arcas de la FIFA no dejan de recibir no goteos sino chorros de dinero.
Es normal que a alguien que quiere defender a los familiares de los muertos por los dictadores se le juzgue y condene. Y es normal que después del juicio, los medios hagan mutis como queriendo decir aquí no ha pasado nada. En este mismo sentido, es normal que, llegando a las esferas de poder, políticos a quienes les interesa promulgar una ley de amnistía logren hacerlo mientras los huesos de sus víctimas se pudren en fosas comunes y sus familiares pierden para siempre las esperanzas de saber qué en realidad pasó con sus hijos, con sus padres, con sus abuelos.
Es también normalque muchos de los seguidores del Maestro de la Justicia antepongan a los dictados de sus conciencias cristianas posturas ideológicas opuestas frontalmente con el espíritu del Evangelio.
Es normal que nuestra principal preocupación sea mi-nosotros cerrando los ojos y tapándonos los oídos al clamor de ellos-vosotros.
No nos conmueven las palabras de Jesús cuando, en su primera presentación en público, dijo: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor»(
Lucas 4.18-19).
Las normalidades de la vida presente nos marcan la pauta. Y determinan nuestro testimonio como sal y luz en medio de una sociedad en proceso de descomposición y a oscuras.
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