Lorca no fue un escritor católico. Pero tampoco fue un escritor ateo
El tema es inagotable. Ya he publicado en “Protestante Digital” 8 artículos sobre la vida y la obra de Federico García Lorca. La serie fue bosquejada con la intención de recordar los 80 años del asesinato del poeta en agosto de 1936.
EN BUSCA DE LO TRASCENDENTE
El rechazo de una determinada creencia religiosa no supone, necesariamente, comunión con el ateísmo ni despreocupación por el mundo de lo trascendente.
La religión, decía Napoleón, es carcelera del alma. Una herencia a la que se puede renunciar llegada la mayoría de edad. Es inherente al ser humano no porque de ella florezca impregnada el alma, sino porque desde el nacimiento se le añaden nombre y apellidos.
La fe, en cambio, puede ser tanto un don de Dios a la razón desarrollada como el resultado de una búsqueda personal y voluntaria. Los conceptos de anticatolicismo y ateísmo han sido sinónimos en la España tradicional. Y hasta se le ha añadido el de antipatriotismo. En el pasado católico de España no se admitía la creencia en Dios fuera de la Iglesia católica ni se consideraba español a quien no comulgara con las doctrinas de Roma. No ser católico significaba, por un lado, ser antiespañol; y, por otro, ser infiel o hereje. Ahí están, por ejemplo, los escritos de Menéndez y Pelayo.
Pero la realidad es otra. La fe en Dios, como sentía Savonarola, no puede limitarse al estrecho recinto de un sagrario, porque el Universo todo es su santuario.
Lorca no fue un escritor católico. Lorca dio pruebas de ser escritor anticatólico en determinados momentos de su vida. Pero Lorca no fue un escritor ateo. Puede que su búsqueda de Dios nunca llegara a la cima del encuentro, pero persistía en el rastreo. Y sin llegar a plantearse el tema de Dios de manera radical, hay en su obra vestigios de prosternación ante lo sagrado.
Libro de poemas es una obra de importancia extraordinaria en la producción literaria de García Lorca. Contiene 78 poemas, todos ellos fechados, escritos entre 1918 y 1920.
En el titulado Ritmo de otoño, de 1920, el poeta se interroga sobre la personalidad de Dios: Y mientras que descansan las estrellas sobre el azul dormido, mi corazón ve su ideal lejano y pregunta: -¡Dios mío!, ¿a quién? ¿Quién es Dios mío?
En la interrogación de Lorca no hay negación de lo sobrenatural ni rechazo de la trascendencia de Dios. Existe un deseo de conocimiento. En el mundo de la razón radical no puede concebirse algo o alguien más allá de lo terrestre y visible. El Dios espiritual se descubre únicamente en la conciencia individual, en la experiencia personal.
Moisés vivió una inquietud parecida a la manifestada aquí por Lorca. Cuando Dios le manda que saque de Egipto al pueblo judío, Moisés interroga: “Si ellos me preguntasen: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé? Y respondió Dios a Moisés: Yo soy el que soy” (Éxodo 3:13-14).
Este “Yo soy”, este “Dios mío”, ¿quién es en realidad? ¿Existe en la experiencia agónica del hombre y del mundo o es sólo una creación de la mente humana, obligada a desplazarse más allá de lo finito?
La vieja primera de Yerma surge con una rotunda negación, que recuerda la frase de André Gide: “Dios no existe más que en el hombre y por el hombre”: “Dios, no. A mí no me ha gustado nunca Dios. ¿Cuándo os vais a dar cuenta de que no existe? Son los hombres los que tienen que amparar”.
Esta violenta reacción de incredulidad no va exactamente dirigida contra Dios. En su base se aguijonea el comportamiento humano. Las actitudes contradictorias e inconsecuentes de creyentes que a la sombra de Dios, en nombre de Dios, y hasta tomando a Dios como pretexto oprimen a los débiles. Esta interpretación es aclarada por la vieja primera en la siguiente respuesta a Yerma:-“Aunque debía haber Dios, aunque fuera pequeñito, para que mandara rayos contra los hombres de simiente podrida que encharcan la alegría de los campos”.
El tema lo repite García Lorca en el poema Los Encuentros de un caracol aventurero. Una de las ranas viejas, enferma y aburrida, que se encuentra con el caracol en un bosque de yedras y de ortigas, se queja por el aparente silencio de Dios ante las injusticias humanas. De estas injusticias es cómplice y a veces causante la propia religión: Esos cantos modernos -murmuraba una de ellas- son inútiles”. “Todos, amiga –le contesta la otra rana, que estaba herida y casi ciega-. Cuando joven creía que si al fin Dios oyera nuestro canto, tendría compasión. Y mi ciencia, pues ya he vivido mucho, hace que no lo crea. Yo ya no canto más.
Lo que sigue en este largo poema está saturado de inquietudes por los temas trascendentes del espíritu: Dios, fe, eternidad, vida más allá de la vida, el camino a las estrellas.
Lorca era lo suficientemente inteligente para saber que Dios está por encima de los comportamientos humanos. No es justo juzgar al Creador por las criaturas.
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