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Buscadme y viviréis

Si no hay nada malo alrededor, si el mundo es tan bueno, si nosotros también lo somos… ¿de qué huimos?
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 17 DE FEBRERO DE 2012 23:00 h

La vida de las personas cuando vivimos lejos de Dios es, en resumidas cuentas, una huida desesperadapara no ver todo lo que Él significa en cuanto a grandeza, gloria y majestad. Todos esos atributos de Dios, en realidad, nos incomodan sobremanera, porque a la par que contemplamos lo grande que Él es, no podemos por menos que considerar cuán pequeños somos nosotros. Y eso, sin duda, molesta. Por eso huimos, no sólo de Dios, sino de todo aquello que nos confronta con la realidad de nuestra vida, de nuestros claroscuros, de nuestras grandes y tenebrosas sombras.

Ninguno de nosotros somos lo que debiéramos ser. Hay algo en nosotros que nos lo dice, aunque nos parece a veces que en voz muy bajita, de tan cauterizada que tenemos la conciencia. Fuimos creados para estar en sintonía con el Creador y por ello probablemente es que no estamos de Él tan lejos como podríamos estar, aunque obviamente tampoco estamos lo cerca que sería deseable. Pero cuantos más esfuerzos hacemos por huir, por alejarnos, más se endurece nuestro corazón, más nos enfriamos sin sentir Su calidez, y más nos hundimos en nuestros propios razonamientos, en nuestras propias verdades… en nuestras propias mentiras, en definitiva.

Es curioso, en cualquier caso, porque por más esfuerzos que hacemos por salir en dirección completamente opuesta a la recomendable, más patente se hace en ocasiones la presencia divina. ¿No lo han pensado nunca? Es justamente estando lejos de la fuente de calor donde más conscientes somos de lo que nos falta, de cuán necesario es, de cuánto bien nos hace su presencia. Y no sentimos todo el frío que podríamos porque Dios tiene misericordia de nosotros. Pero estaríamos mucho mejor si nos cobijáramos permanentemente bajo Sus alas, fuente de calidez inagotable. Esta aparente paradoja nos lleva a un asunto de reiterada aparición en las Escrituras: de Dios no podemos huir. “¿A dónde huiré de Tu presencia?” –se preguntaba el salmista, para terminar con la conclusión de que no hay lugar donde podamos escondernos, no hay rincón donde no pueda estar Él.

La huida tiene una connotación claramente negativa. Huir es escapar de algo que no se quiere, que no se tolera, que se teme por su carácter o sus consecuencias. Todo aquello que nos molesta, que no encajamos, nos resulta una razón más para salir corriendo hacia donde sea mientras eso nos lleve suficientemente lejos. Da igual qué o quién sea. El caso es evitar por todos los medios tener que ponernos delante de aquello que nos dificulta estar bien con nosotros mismos, aunque lo que nos haga estar bien sea nuestra propia ruina. ¡Qué ingenuos somos! ¡Creemos que si nos sentimos bien, estamos bien! Nos gustaría tener plena paz y tranquilidad, no tener que preocuparnos de nada más que de nuestros propios deseos, querríamos “tan sólo” ser complacidos hasta en el mínimo detalle… y sólo hallamos esa tímida posibilidad en la aparente distancia con el Dios eterno, al que vemos como un gran obstáculo, en definitiva, para nuestra propia felicidad.

Si no hay nada malo alrededor, si el mundo es tan bueno, si nosotros también lo somos… ¿de qué huimos?¿No se supone que a Dios no le necesitamos para nada? Es más, ¿no se supone que ni siquiera existe? ¿Por qué ese encono, a veces, en rechazar de pleno lo que Él tiene que decirnos o el mismísimo hecho de Su propia existencia? Huimos de Dios porque sólo ante lo que Él es descubrimos lo que somos nosotros: somos polvo, somos insignificantes, somos criaturas, somos dependientes, somos frágiles… pero en Su gracia también somos salvos, justificados, santos y redimidos, rescatados por un alto precio, el precio que pagó otro en nuestro lugar, aquel Jesús al que Saulo perseguía y por quien se sintió alcanzado al comprender que no podía atraparle ni reducirle, pero tampoco evitarle.

Cuando Dios nos da alcance, cuando se pone en mitad de nuestro camino, ya sea para llamarnos a ser salvos por Su Hijo, reconsiderando nuestra situación de eternidad ante Él, o para llamarnos de nuevo a Sus caminos si es que en algún momento nos apartamos, no hay nada que podamos hacer para huir de Su presencia. Podemos rechazarle, pero no huir. Allá donde nosotros vayamos, ahí está Él. Y en la vivencia del creyente esto es aún más obvio, aunque a menudo se nos olvide, porque el cristiano es templo mismo del Espíritu Santo, es decir, Dios habita y mora en él, por lo que allá donde vayamos Dios está con nosotros, en nosotros. Esto es un gran privilegio, sin duda, y fuente inagotable de gozo y seguridad, pero también una clara responsabilidad por la que se nos llama a considerar con extrema cautela cada uno de nuestros actos.

La presencia de Dios está por doquier, aun cuando no la percibamos como quisiéramos. Si no lo hacemos es, de hecho, por nuestra torpeza, no por nuestra ausencia. Aun en aquellos lugares donde pareciera que Dios nunca ha podido poner Su mano por la cantidad de miseria, pobreza, ruina, hambre, soledad y maldad que reinan aparentemente a sus anchas, Él está. Y está de forma activa, obrando, por mucho que a nosotros parezca convenirnos creer en un Dios pasivo que no hace nada por Sus criaturas. En tales circunstancias las cosas no son peores aún precisamente por ello: porque Su presencia está allí. Ese es parte de Su regalo de gracia tanto para los que creen como para los que no creen. Porque incluso los que huyen disfrutan de Su gracia. ¡Cuánto amor derrama Dios para con el ser humano! ¿Te has planteado esto detenidamente? ¿Cómo es posible que Dios derrame de Su abundante generosidad, cuidado, misericordia y benignidad justo sobre aquellos que precisamente no quieren saber nada de Él? Nadie en el mundo hace esto. La generosidad no es un don humano y si hay algo de ello en nosotros es porque tenemos aún retazos de Su imagen en nosotros.

El milagro que este acercamiento de Dios obra en el corazón de quien pretende huir de Él es completamente asombroso. Porque justo cuando las personas más quieren alejarse del Creador es cuando, en ocasiones, Él se hace más patente para ellos. Tal es el afán y el interés que Dios tiene por cada una de Sus criaturas. Él derrama gracia sobre nosotros y aún es ese tiempo aceptable en el que, como Saulo, a pesar de ir en una dirección completamente contraria a la que deberíamos, el Señor sale a nuestro encuentro y nos rescata. En ese rescate nos habla, se dirige a nosotros por nuestro nombre y nos pregunta “¿Por qué me persigues?” o, tal vez, “¿Por qué huyes de mí?” Y nos vemos impelidos a contestar, porque no podemos ignorar al Dios vivo y verdadero. Saulo no pudo hacerlo, aun siendo perseguidor de la iglesia de Jesucristo. Y cuando ese encuentro se produce, para unos, traumático y, para otros, absolutamente liberador, algo cambia en nosotros. Ya no podemos ser iguales ni vivir de la misma forma. Su obra actúa en nosotros y nos lleva a algo completamente desconocido para nosotros a nivel natural: el arrepentimiento verdadero, que significa dar una vuelta de 180º y dejar de huir para salir a Su encuentro.

En ese arrepentimiento, un nuevo milagro se produce: ya no corremos en dirección contraria a quien ofendimos. No podemos. Porque sabemos que la salvación para nosotros está solamente entre Sus brazos, clavados a una cruz. Quien se arrepiente se abraza y aferra a esa cruz como si de su propia vida se tratara. Ya no puede huir de Aquel a quien ofendió, tal y como solemos hacer entre nosotros, sino que sólo puede rendirse ante quien puede perdonar tal ofensa. Tal y como explica Lloyd-Jones, esa es la diferencia entre el remordimiento y el arrepentimiento: en el primero, necesitamos huir de aquel contra quien hemos pecado; en el segundo, necesitamos irremediablemente asirnos de Su mano y no volver a soltarnos jamás.

En ocasiones a lo largo de nuestro caminar con Él, sin embargo, esto nos ocurre. Pero normalmente la apatía, el desánimo, el desencanto, el pecado mismo… nos llevan otra vez a nuestra antigua tendencia: la huida. Y en esa huida incluso los creyentes volvemos a olvidar que nadie puede escapar del Dios eterno. Él se hace patente en cada cosa a nuestro alrededor y a su tiempo se hace manifiesto de nuevo de forma inapelable para nosotros. Por un tiempo podemos creer que le burlamos, pero Él no puede serlo. Esa es nuestra gran fortuna, aunque a veces pueda parecernos, a la luz de nuestros propios deseos, nuestra gran desgracia. ¡Qué buena cosa es estar siempre bajo la mirada del Altísimo!

Dios sigue hablando a Su pueblo hoy. Es más, sigue acercándose al hombre en general, no importa cuál sea su condición. Da igual si es cristiano o no, cuál sea el camino que ha escogido en su huida del Altísimo. Dios está interesado en cada hombre, en cada mujer… y si estamos bien atentos, encontraremos a Dios mismo en mitad de nuestro camino, como tantas veces en el pasado si lo pensamos detenidamente. Él no nos deja solos, ni siquiera cuando nosotros lo queremos. Él no está sujeto a nuestra voluntad. Nos ama tanto que no nos deja a nuestro propio criterio, no nos deja huir lo suficientemente lejos como para que Su mano no pueda alcanzarnos. Él está ahí, justo a nuestro lado, en nosotros en el caso de los creyentes, y eso nos recuerda lo que desde antaño fue Su mensaje por excelencia que también recordamos hoy: Buscadme y viviréis.
 

 


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