Todos nosotros tenemos en nuestra cabeza una imagen de lo que es el mundo, tanto en lo concreto como en lo abstracto. Desde nuestro propio prisma, todo está bien y nos resulta del todo indiscutible que las cosas sean así y no de otra manera distinta.
Simplemente nos conformamos con creer que las cosas son tal cual las vemos y sobre esta consideración, precisamente, es que hemos venido abundando en el último tiempo de forma evidente. Nuestras gafas, simplemente, no reflejan más que nuestras propias dificultades y sesgos para percibir la realidad tal cual es y por ello se nos hace imprescindible considerar la necesidad de gafas nuevas, pero no valorábamos especialmente las repercusiones que este hecho tiene en cuanto a someternos y considerarnos los unos a los otros, en estas líneas consideraremos de forma más específica las implicaciones que tiene también de cara a nuestros trabajos… Nosotros tenemos clarísimo qué ha de hacerse, cómo hemos de conducirnos, y qué decisiones tomar en cada momento. Y así lo haremos, lejos de nada o de nadie que pueda hacernos cambiar de opinión. No sólo es que, bajo nuestro prisma personal, nuestras gafas son las únicas que valen, sino que además, no hay visión superior a nosotros que pueda hacernos reconsiderar nuestra postura. Dios, literalmente, nos sobra.
Sin embargo, Dios es el origen y el final de todo. Estamos insertos en toda una vorágine de dimensiones cósmicas de la que ni siquiera somos conscientes. En ella, bien y mal se baten en un duelo sin cuartel y nosotros estamos justamente ahí, en medio del campo de batalla, en un intento desesperado (cada uno a su manera) por seguir adelante con la vida como si nada de esto estuviera pasando. Por una parte, ojalá esto fuera así, tan sencillo, tan fácil. Mirar para otro lado, simplemente, y que nada nos salpicara. O convencernos de que las cosas son como creemos, reductibles al absurdo a lo inexistente en cuanto a lo trascendente, a lo superior o a todo lo que el bien y el mal significan. Algunos creen vivir justamente en ese mundo. Uno en el que las cosas no son malas o buenas en sí, sino que todo depende del cristal con que se mire. Pero esto, perdónenme, es vivir en un mundo de fantasía que queda bien lejos del nuestro.
Cada persona tiene su propia visión y concepto de casi todo. Volvemos al inicio de nuestra reflexión. Cada uno piensa que está en lo cierto en cuanto a lo que significan el bien y el mal, el amor y el odio, la misericordia y la compasión, la justicia y la responsabilidad… pero todo eso no es más que una versión subjetiva, al fin y al cabo, nuestra versión subjetiva. No pasa de ser un deseo personal de cómo nos gustaría que funcionara el mundo. Esa visión está principalmente gobernada por nuestras emociones, pero bien lejos de la racionalidad. ¡Ah bueno! ¡Casi lo olvido! ¡Que la racionalidad también está sujeta a lo que cada cual interpreta o considera como racional! Así, como puede verse, vivimos en un mundo sin absolutos, sin puntos de referencia. “No nos hacen falta. Nosotros, cada cual, somos nuestro propio punto de referencia.” Esto es lo que dice el pensamiento moderno. No nos inquieta nada más que estar conformes con nosotros mismos y nuestra propia forma de ver la vida, aunque ésta se pegue de patadas, literalmente, con la visión que Dios no ha hecho más que transmitirnos repetidamente desde Su Palabra.
Dejémonos, por favor, de tonterías e infantilismos. Las cosas no son lo que creemos. Tampoco lo que queremos. Ese es nuestro gran problema y tiene dimensiones colosales, no sólo de cara al día a día en la forma en que vivimos, sino principalmente de cara a la eternidad. Por poner sólo un ejemplo, pero siendo este probablemente uno de los más importantes y, a la vez, también más claros de entender: la bondad no es lo mismo para nosotros que para Dios. Cierto es que al grueso de la raza humana le trae completamente “al fresco” lo que Dios opine al respecto, pero incluso eso es también irrelevante. Al final, las cosas serán como son, lo creamos o no, lo veamos o no. Y Dios dice que habrá un día en el que todos habremos de sentarnos ante el tribunal de Cristo para rendir cuentas ante el Creador. La cuestión de la bondad pasa siempre por decidir, claro, en comparación con quién. Las personas, en nuestro afán por salir bien paradas de la tal comparación, la haremos respecto a otros que sean menos buenos que nosotros, por supuesto. Pero la cuestión es que no será respecto a otros iguales frente a quienes se nos comparará en aquel día, sino frente a la bondad en sí misma, que es Dios y Su propio Hijo, que es sin mancha y completamente santo. Ante esa perspectiva, ¿quién de nosotros es bueno? Obviamente, ni aún uno, tal y como dice la Palabra. ¿Tenemos derecho, entonces, a quedarnos con nuestra propia visión de lo que significa la bondad, siguiendo con el ejemplo en cuestión? Podemos, pero no sin consecuencias. Quien es la bondad en mayúsculas, Aquel sin el cual no existiría siquiera el concepto, es quien dio lugar a ello y, por tanto, no podemos entenderla en su correcta envergadura sin contar con Él. Hemos de acudir, entonces, a la versión original, por decirlo de alguna manera y no conformarnos con ecos distorsionados que poco mantienen de la realidad inicial.
¿No les ha pasado a alguno de ustedes, si se manejan en otros idiomas además del castellano que, cuando han visto la versión original de una película y luego ven la adaptación, tienen la clara sensación de que muchas cosas se han quedado en el tintero?Por muy buena que sea una traducción, de hecho, siempre implica una cierta pérdida o distorsión de la información. Conforme nos vamos distanciando de la versión original, perdemos y desvirtuamos el propio concepto y, con ello, buena parte de la riqueza que lo acompaña. ¿Se acuerdan ustedes cuando jugábamos al famoso juego del teléfono en la infancia? Rara vez lo que se decía inicialmente llegaba al final de forma adecuada. En el camino se perdía la información hasta el punto de que el resultado final nada tenía que ver con el punto de partida. Lo que entre niños en este contexto no pasa de ser una anécdota divertida tiene, sin embargo, serias consecuencias y repercusiones de cara a la eternidad cuando lo que se pierde en el camino es la perspectiva que Dios quiere que tengamos acerca de las cosas.
Pensemos por un momento, tal y como lo hemos hecho para el concepto de bondad:
- ¿Qué concepto de justicia tiene Dios?
- ¿Qué concepto de la vida tiene respecto al nuestro? ¿Coinciden?
- ¿Y qué hay respecto al amor? ¿Lo vivimos a la luz de la comprensión divina de ese amor, como entrega y sacrificio incondicionales, o más bien desde la idea humana del mismo, basado en las propias satisfacciones y con cercana fecha de caducidad?
- ¿Qué opinamos del pecado y de sus consecuencias? ¿Estás seguro de que Dios suscribiría tu punto de vista? ¿Suscribes tú el Suyo?
Si queremos vivir una vida plena, no tenemos más remedio que reconocer que distamos mucho de sintonizar con la perspectiva que Dios tiene de las cosas. Ni siquiera los creyentes lo hacemos como deberíamos. Estamos contagiados de humanidad y, lo que es peor, erramos creyéndonos incluso superiores a los que no creen, como si nosotros ya supiéramos suficiente y estuviéramos en posesión de la verdad absoluta. Nos falta profundidad en el conocimiento de la mente de Dios como para entender adecuadamente lo que Él ha querido mostrarnos. Así, no podemos por menos que reconocer una y otra vez nuestra cortísima e imperfecta visión de las cosas, lo alejados que estamos de Su perspectiva, de la versión original, la que no tiene erosión ni desgaste por el paso del tiempo, ni por nuestros prejuicios, ni mucho menos por nuestro pecado.
Quiera el Señor poner en nosotros el querer y el hacer, por Su buena voluntad, de buscarle cada vez más y estar dispuestos a escuchar y entender lo que Él tiene que decirnos y mostrarnos acerca de las realidades cotidianas y trascendentes de la vida.
Dicen que segundas versiones nunca fueron buenas. Mucho menos lo son las que, por el continuo mal uso, alejado del Creador y Sus propósitos, nos incapacitan para ver el mundo como Él lo ve.
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